Read El misterio de Sans-Souci Online
Authors: Agatha Christie
Derrotado en dicha parte por Haydock, ¿cuál había sido la réplica del enemigo? ¿No podía haberse volcado sobre un sitio apropiado y cercano, como «Sans Souci»? El descubrimiento de Hahn tuvo lugar unos cuatro años antes. Y por lo que le dijo Sheila Perenna, Tommy calculó que aquello ocurrió poco antes de que la señora Perenna regresara a Inglaterra y comprara la pensión. ¿Era acaso la segunda jugada de la partida?
Parecía, por lo tanto, que Leahampton era, definitivamente, un centro de actividad enemiga; que existían ya instalaciones y simpatizantes en la vecindad.
El ánimo de Tommy cobró nuevas fuerzas. Desapareció la depresión engendrada por el inofensivo y fútil ambiente de «Sans Souci». Podía parecer cosa inocente, pero la inocencia sólo estaba a flor de piel. Detrás de aquella máscara inocua, el complot seguía su curso.
Y el foco de todo ello, por lo que juzgaba Tommy, lo constituía la señora Perenna. Lo primero que debía hacer era averiguar más cosas acerca de aquella mujer; profundizar y ver qué se escondía detrás de sus ocupaciones rutinarias como dueña de una casa de huéspedes. Su correspondencia, sus amistades, sus actividades sociales y lo que hiciera para ayudar al esfuerzo de guerra; en algo de ello debía encontrarse la esencia de su verdadero trabajo. Si la señora Perenna era el renombrado agente femenino «M», debía controlar todos los movimientos de la Quinta Columna en el país. Su identidad sería conocida de pocos; sólo de aquellos que ocuparan altos cargos. Pero debía tener un medio de comunicarse con ellos, y eran esas comunicaciones, precisamente, las que él y Tuppence tenían que interferir.
En el momento preciso, tal como Tommy se lo imaginaba ahora con bastante claridad, «El descanso del contrabandista» sería tomado y retenido por unos pocos de los complicados, que operarían teniendo como base a «Sans Souci». El momento no había llegado todavía, pero tal vez estuviera muy cercano.
Una vez que el ejército alemán dominara todos los puertos del Canal, en Francia y Bélgica, el enemigo podía centrar sus esfuerzos en la invasión y dominación de la Gran Bretaña. Y a decir verdad, en aquel momento las cosas iban mal en Francia.
La marina británica dominaba las rutas marítimas, por lo que el ataque debía venir por el aire y ser fomentado por la traición interna. Y si los hilos de esa traición estaban en manos de la señora Perenna, no había tiempo que perder.
Las palabras del mayor Bletchley armonizaron en aquel instante con los pensamientos de Tommy.
—Me di cuenta de que no había tiempo que perder. Cogí a Abdul, mi ordenanza; era un buen muchacho aquel Abdul...
La historia prosiguió.
Tommy estaba pensando:
¿Y por qué Leahampton? ¿Hay alguna razón para ello? Es un lugar apartado, lejos de todo movimiento. Conservador y chapado a la antigua. Todo lo cual lo hace apetecible para estas cosas. ¿Hay alguna cosa más?
Había una porción de terreno llano, dedicado a la agricultura, que se extendía tierra adentro, detrás del pueblo. Muchos pastos. Apropiado, por lo tanto, para que pudieran aterrizar transportes de tropas o paracaidistas. Aunque aquello también podía decirse de otros sitios. Había, asimismo, una gran factoría de productos químicos donde trabajaba Carl von Deinim. Tenía que recordar este punto.
Carl von Deinim. ¿Cómo encajaba éste en el asunto? Demasiado bien. No era la cabeza de la organización, tal como Grant había indicado. Sólo una ruedecita de la máquina. Expuesto a sospechas y a ser internado en cualquier momento. Pero, entretanto, podía haber llevado a cabo lo que constituía su tarea. El chico había dicho a Tuppence que estaba trabajando en ciertas investigaciones relacionadas con la desinfección e inmunización contra determinados gases. Allí existían probabilidades... en las que era desagradable pensar.
Tommy decidió, aunque con desgana, que Carl estaba complicado en el asunto. Era una lástima, porque le gustaba el muchacho. Pero trabajaba por su patria, y se estaba jugando la vida a cada instante. Tommy sentía respeto hacia tal adversario. Tenía que vencerle, sea como fuere, y un pelotón de fusilamiento era el final de todo; mas esto ya se sabe cuando se acepta un trabajo de tal clase.
La gente que traiciona a su propia patria, desde dentro, era lo que realmente levantaba en él un lento deseo de venganza. Y se juró que tenía que cogerlos.
—...y así fue cómo los cogí —el mayor terminó triunfalmente su historia—. Un trabajito bastante ingenioso, ¿verdad?
Sin sonrojarse lo más mínimo, Tommy advirtió:
—La cosa más ingeniosa que he oído en mi vida, mayor.
La señora Blenkensop estaba leyendo una carta escrita sobre fino papel extranjero y sellada con la marca de la censura. Aquella misiva era, en realidad, el resultado de su conversación con el «señor Faraday».
—Pobrecito Raymond —dijo Tuppence—. Tan satisfecha como estaba yo de que lo hubieran destinado a Egipto y ahora parece que van a trasladarlo. Todo con mucho secreto, desde luego, y no puede decirme más; sino que existe un plan estupendo y que debo estar preparada para recibir una gran sorpresa dentro de poco. Me alegro de saber dónde le envían, pero en realidad, no sé por qué...
Bletchley refunfuñó:
—No creo que a su hijo le permitan decir eso.
Tuppence lanzó una risita, como de excusa, y miró a todos los demás, que estaban tomando el desayuno, mientras doblaba su preciosa carta.
—¡Oh! Empleamos una clave —dijo con acento divertido—. Con tal de que yo sepa dónde está Raymond o hacia qué sitio va, ya no me siento tan preocupada por él. Nuestro sistema es una cosa muy sencilla. Tenemos convenida una palabra, y después de ella, las iniciales de las palabras que siguen componen el nombre del sitio en que esté. Como es natural, algunas veces salen unas frases divertidísimas. Pero Raymond es un chico muy ingenioso. Estoy segura de que nadie lo ha descubierto.
Débiles murmullos se levantaron alrededor de la mesa. El momento había sido escogido, pues se daba el caso de que en aquella ocasión se hallaban reunidos todos los huéspedes para tomar el desayuno. Bletchley, con la cara un tanto colorada, dijo:
—Perdone, señora Blenkensop, pero eso que está haciendo es una tontería. Precisamente, lo que necesitan saber los alemanes, son los movimientos de nuestras tropas y escuadrones aéreos.
—Pero yo nunca lo digo a nadie —exclamó Tuppence—. Tengo muchísimo cuidado.
—De todas formas, es una imprudencia; y su hijo puede tener cualquier día un disgusto serio.
—Espero que no. Soy su madre y una madre debe saber estas cosas.
—¡Claro que sí! Yo creo que tiene usted razón —tronó la señora O'Rourke—. Ni con tenazas le arrancarían a usted esa información... Podemos estar seguros de ello.
—Pero estas cartas pueden caer en otras manos.
—Tengo mucho cuidado de no dejarlas por ahí —dijo Tuppence con acento de dignidad ofendida—. Siempre las guardo bajo llave.
Bletchley sacudió la cabeza dubitativamente.
Era una mañana gris. Desde el mar soplaba un viento frío. Tuppence estaba sola, en el extremo más alejado de la playa.
Sacó del bolso dos cartas que acababa de retirar de un pequeño puesto de periódicos del pueblo.
Habían tardado bastante en llegar a su poder, debido a que tuvieron que ser reexpedidas a nombre de una tal señora Spencer. Tuppence gustaba de confundir y cruzar las pistas que dejaba. Sus hijos creían que estaba en Cornwall, con una anciana tía. Abrió la primera carta.
Querida mamá:
Te podría contar un montón de cosas divertidas, pero no debo hacerlo. Creo que nos estamos portando bastante bien. La cotización del día son cinco aviones alemanes antes del desayuno. La cosa está algo liada de momento, pero al final llegaremos donde nos proponemos.
Lo que me subleva es la forma con que ametrallan a la población civil en las carreteras. Eso hace que todo lo veamos rojo. Gus y Trundles me dan muchos recuerdos para ti. Todavía se conservan fuertes.
No te preocupes por mí. Estoy muy bien. No hubiera querido perderme esto por nada del mundo. Recuerdos para el viejo «Cabeza de Zanahoria». ¿Le han dado ya algún trabajo en el Ministerio de la Guerra?
Tuyo siempre,
DEREK.
Tuppence tenía los ojos brillantes mientras leía y releía la carta.
Luego abrió la otra.
Queridísima mamá:
¿Cómo está tía Gracie? ¿Va mejor? Creo que eres maravillosa al seguir ahí. Yo no podría.
No tengo noticias que darte. Mi trabajo es muy interesante, pero tan reservado que no puedo decirte ni de qué se trata. Aunque estoy completamente segura de que lo que hago vale la pena. No te aflijas porque no hayas conseguido ningún empleo; hay que ver lo tontas que parecen todas esas mujeres de edad que vienen a importunar queriendo hacer algo. Lo que se necesita es gente joven y eficiente. Me gustaría saber qué tal va el viejo «Zanahoria» en su trabajo por Escocia. Supongo que se estará cansando de llenar formularios. Pero de todos modos, debe ser feliz teniendo alguna cosilla que hacer.
Muchos besos de,
Deborah.
Tuppence sonrió.
Dobló las cartas y las alisó con cariño. Luego, al abrigo del malecón encendió una cerilla y les prendió fuego. Esperó hasta que se redujeron a cenizas.
Después sacó la pluma estilográfica, junto con un pequeño bloc de papel y escribió con rapidez.
Langherne,
Cornwall
Queridísima Deb:
Desde aquí parece tan lejana la guerra que difícilmente puedo creer que estamos viviendo una. Me he alegrado mucho de recibir tu carta y enterarme de que tu trabajo es interesante.
Tía Gracie está cada día más débil y sus ideas son cada vez más confusas. Creo que está contenta de tenerme aquí. Habla muchas veces acerca de tiempos pasados y en algunas ocasiones parece que me confunde con mi madre. Ahora se cultivan aquí muchas más hortalizas que antes y han convertido el jardín en un campo de patatas. Ayudo un poco al viejo Sikes y eso me hace sentir como si estuviera haciendo algo para la guerra. Tu padre parece estar un poco disgustado, pero creo, como tú, que también se alegra de poder hacer algo.
Recibe el cariño de tu madre,
Tuppence.
Sacó una nueva hoja de papel.
Querido Derek:
He tenido una gran alegría al recibir tu carta. Mándame postales de campaña a menudo, si no tienes tiempo para escribir.
Vine a estar con tía Gracie durante una temporadita. Está muy débil, la pobre. Habla mucho de ti, como si tuvieras todavía siete años, y ayer me dio media libra para que te la enviara como un regalo suyo.
Aún estoy esperando que alguien necesite mis inapreciables servicios. ¡Es extraordinario! Tu padre, como te dije, ha conseguido un empleo en el Ministerio de Aprovisionamientos. Está en algún lugar del norte. Algo mejor que nada, pero no es lo que el pobre «Cabeza de Zanahoria» quería. Supongo que debemos ser humildes, tomar asiento en la última fila y dejar que hagan la guerra cuatro jóvenes idiotas.
No quiero pedirte que te cuides mucho, porque estoy segura de que harías todo lo contrario. Pero no hagas estupideces.
Muchos besos,
Tuppence.
Metió las cartas en sus respectivos sobres, en los que escribió las direcciones y pegó los sellos. Cuando volvía a «Sans Souci» las echó al correo.
Al llegar al pie de la cuesta, se fijó en que dos personas estaban hablando un poco más arriba.
Tuppence se detuvo en seco. Era la misma mujer que vio la tarde anterior y ahora conversaba con Carl von Deinim.
Con gran pesar advirtió que por allí no había ningún sitio donde esconderse. No había manera de acercarse sin ser observada a los otros dos, para oír lo que estaban hablando.
Pero, además, en aquel momento el joven alemán volvió la cabeza y la vio. De una manera más bien precipitada te despidió de su interlocutora. La mujer bajó rápidamente la cuesta, cruzó al otro lado del camino y pasó frente a Tuppence.
Carl von Deinim esperó hasta que ésta llegó junto a él.
Luego, grave y cortésmente, le deseó buenos días.
Tuppence se apresuró a comentar:
—Qué aspecto tan extraño tiene la mujer con que estaba usted hablando, señor Deinim.
—Sí. Es de la Europa central. Polaca.
—¿De veras? ¿Alguna amiga... de usted?
El tono de Tuppence era una copia muy buena del acento inquisitivo que tía Gracie empleaba en sus años mozos.
—De ninguna manera —respondió estiradamente—. Nunca vi a esa mujer antes de ahora.
—Claro. Pensé que... —Tuppence hizo una artística pausa.
—Sólo me preguntó una dirección. Le hablé en alemán, porque no entiende muy bien el inglés.
—Ya comprendo. ¿Y le preguntó dónde tenía que ir?
—Me preguntó si conocía a una tal señora Gottlieb que viviera por aquí. Le dije que no y entonces explicó que, quizá cuando se lo dijeron, había entendido mal el nombre de la casa.
—Comprendo —repitió Tuppence moviendo la cabeza pensativamente.
El señor Rosenstein. La señora Gottlieb.
Dirigió una rápida mirada a Carl von Deinim. El joven caminaba a su lado y su cara, como de costumbre, tenía una expresión grave y seria.
Tuppence sintió que se confirmaban sus sospechas respecto a aquella mujer. Y estaba convencida de que cuando los encontró. Carl y ella llevaban hablando un buen rato.
¿Carl von Deinim?
Carl y Sheila, aquella mañana. «Debes tener cuidado...»
Tuppence pensó:
«Espero... deseo que estos jóvenes no estén complicados en el asunto.»
Era una sentimental, se dijo; una sentimental entrada en años. La doctrina nazi era un credo joven. Y los agentes nazis serían probablemente jóvenes. Carl y Sheila. Tommy dijo que Sheila no tenía nada que ver con ello. Sí; pero Tommy era hombre y Sheila era bonita, con una de esas bellezas que quitan el aliento.
Carl y Sheila, y detrás de ellos la enigmática figura de la señora Perenna. Aquella mujer que en ocasiones era la voluble patrona de una casa de huéspedes y que, en otras, por breves momentos, tenía una personalidad trágica y violenta.
Tuppence subió lentamente la escalera y se dirigió a su habitación.
Aquella noche, cuando fue a acostarse, abrió el cajón del buró. En un rincón había una cajita de laca japonesa, cuya cerradura era de las más sencillas. Tuppence se calzó unos guantes, dio la vuelta a la llave y abrió la caja. Dentro había un montón de cartas y encima de todas ellas estaba la que había recibido de «Raymond» aquella misma mañana. La desdobló con las debidas precauciones.