Read El misterio de Sans-Souci Online
Authors: Agatha Christie
Al decir aquello tenía fija en la mente una frase pronunciada hacia el final de la Primera Guerra Mundial: «Una aventura común».
Así había sido su vida con Tuppence y así sería siempre... «Una aventura común...»
Cuando Tuppence entró en el salón de «Sans Souci», poco antes de la hora de comer, la única ocupante de la habitación era la monumental señora O'Rourke, que estaba sentada junto a la ventana y parecía un Buda gigantesco. Saludó a Tuppence con su acostumbrada cordialidad.
—¡Vaya! ¡Si es la señora Blenkensop! Ya veo que también opina igual que yo. Le gusta bajar con tiempo, para descansar durante unos minutos antes de entrar en el comedor. Me gusta esta habitación, en particular cuando hace buen tiempo y se pueden abrir las ventanas para no sentir el olor de la cocina. Es algo terrible, sobre todo con estos sitios y cuando en el fogón se están cociendo cebollas o coles. Siéntese aquí, señora Blenkensop, y cuénteme qué es lo que ha hecho en un día tan estupendo como hoy, y qué le parece Leahampton.
Había algo en la señora O'Rourke que ejercía una profunda fascinación sobre Tuppence. Aquella mujer más bien parecía un ogro escapado de un cuento infantil. Y no era descabellado considerarla como una fantasía de la infancia, a la vista de su corpulencia, su voz profunda, su bigote y barba bien señalados, sus ojos brillantes y profundos y la impresión de que su tamaño, en conjunto, era superior al de los demás mortales.
Tuppence replicó que Leahampton le estaba gustando mucho y que esperaba pasarlo muy bien allí.
—Es decir —añadió con acento melancólico—, tan bien como pueda pasarlo en cualquier otro lado, pesando sobre mí esta terrible ansiedad.
—¡Vamos! No se atormente —aconsejó afablemente la señora O'Rourke—. Sus hijos volverán junto a usted, sanos y salvos. No lo dude. Uno de ellos está en las Fuerzas Aéreas, ¿no dijo usted eso?
—Sí, Raymond.
—¿Y está ahora en Francia o en Inglaterra?
—En este momento está en Egipto, pero por lo que me dijo en su última carta... Bueno, no lo dice precisamente... tenemos convenida entre nosotros una especie de clave. Ciertas frases significan determinadas cosas. Creo que está completamente justificado, ¿no le parece?
La señora O'Rourke se apresuró a contestar:
—¡Claro que sí! Es el privilegio de una madre.
—Sí. Yo estimo que debo saber dónde está.
La otra mujer asintió con aquella cabeza parecida a la de un Buda.
—Estoy completamente de acuerdo con usted. Si yo tuviera un hijo en la guerra engañaría al censor de igual manera, puede estar segura. ¿Y su otro hijo, el que está en la Marina?
Tuppence empezó a relatar la leyenda de Douglas.
—Pues ya ve usted —terminó—. Me encuentro muy sola sin mis tres chicos. Nunca se alejaron de mí, todos a la vez, como ha ocurrido ahora. Me miman mucho. Estoy convencida de que me tratan más bien como a una amiga que como a una madre —rió satisfecha—. Tengo que reprenderles algunas veces y obligarles a que salgan solos.
Y al decir esto, pensó: «¡Qué asco de mujer debo estar pareciendo!»
—Lo cierto es —prosiguió en voz alta— que no sé qué hacer ni adonde ir. Expiró el plazo de arrendamiento del piso que tenía en Londres, y me pareció una tontería volver a renovarlo. Pensé que si me fuera a vivir a un sitio tranquilo, pero que tuviera un buen servicio de trenes...
Se detuvo.
La cabeza de Buda volvió a asentir.
—Me parece que ha hecho muy bien. Londres no resulta agradable, por ahora. ¡Con aquella oscuridad! Yo también he vivido allí durante algún tiempo. Sepa usted que era una especie de traficante de antigüedades. Tal vez conocía usted mi tienda, en Carnaby Street, Chelsea. Tenía un letrero sobre la puerta que decía: «Kate Kelly». Vendía allí cosas muy buenas... muy buenas. La mayoría de cristal. Watelford, Cork... preciosidades. Arañas, jarros y cosas parecidas. Tenía también cristal de procedencia extranjera. Y muebles pequeños... nada de muebles grandes... sólo pequeñas piezas de estilo... de nogal y roble. Cosas preciosas... y tenía algunos clientes muy buenos. Pero ya se sabe; viene la guerra y todo se hunde. He tenido suerte de acabar con pocas pérdidas.
Un tenue recuerdo cruzó la mente de Tuppence. Una tienda llena de cristal, entre la cual era difícil moverse; una voz agradable y persuasiva y una mujer corpulenta y apremiante. Sí; estaba segura de haber entrado en aquella tienda.
La señora O'Rourke prosiguió:
—No soy de las que les gusta estar siempre quejándose... como algunos de los que viven en esta casa. El señor Cayley, por ejemplo, con sus bufandas, sus mantas y sus lamentos acerca de que los negocios le van muy mal. Claro que le han de ir mal ahora que estamos en guerra... Y su mujer, que ni siquiera es capaz de hablar. Luego está la señora Sprot, siempre preocupada por su marido.
—¿Está en el frente?
—Nada de eso. Es un chupatintas de tres al cuarto, empleado en una Compañía de Seguros, ni más ni menos, y con tanto miedo a los bombardeos que tiene a su mujer aquí desde que empezó la guerra. Yo creo que eso está bien por lo que se refiere a la chiquilla, que es una monada, pero la señora Sprot siempre está preocupada porque su marido no puede venir más a menudo... y no para de decir que su Arthur la estará echando mucho de menos. Pero si quiere que le diga la verdad, Arthur no parece pensar tal cosa... quizá tiene otro pescado en la sartén.
—Compadezco a todas esas madres —murmuró Tuppence—. Si dejan que se les lleven a los niños, no disfrutan de un momento de tranquilidad pensando en ellos. Y si deciden llevárselos ellas, les resulta penoso tener que dejar al marido.
—Sí. Y además, sale caro el tener que mantener dos casas.
—Pues aquí pagamos unos precios bastante razonables —observó Tuppence.
—Desde luego. No hay duda de que le sacamos todo si provecho posible al dinero que pagamos. La señora Perenna es una buena patrona, aunque como mujer la encuentro algo rara.
—¿En qué sentido? —preguntó Tuppence.
La señora O'Rourke hizo un pequeño guiño y contestó:
—Pensará usted que soy una charlatana inveterada. Y es verdad. Me intereso por mis semejantes y debido a eso me gusta sentarme en esta silla tan a menudo como puedo. Desde aquí se ve quién entra y quién sale; quién está en la terraza y qué pasa en el jardín. Pero, ¿de qué estábamos hablando?... ¡Ah, sí!, de la señora Perenna y de sus rarezas. Creo que no me equivoco al afirmar que en la vida de esa mujer tiene que haber ocurrido un gran drama.
—¿De veras cree usted eso?
—Claro que sí. ¡Hay que ver el misterio de que se rodea! Un día le pregunté de qué parte de Irlanda era, y ¡pásmese!, me dejó hecha de una pieza al decirme que ella nunca estuvo en Irlanda.
—¿Y piensa usted que es irlandesa?
—¡Naturalmente! ¡Si conoceré yo a las mujeres de mi tierra! Hasta le puedo decir el condado en que nació. ¡Vamos! Y me dijo que era inglesa y su marido español...
La señora O'Rourke calló al ver que entraba la señora Sprot, seguida por Tommy.
Tuppence asumió inmediatamente una actitud alegre y vivaracha.
—Buenas noches, señor Meadowes. Parece que hoy está usted muy animado.
—El secreto consiste en que hice mucho ejercicio —contestó Tommy—. Una partida de golf esta mañana y un paseo por el puerto esta tarde.
Millicent Sprot intervino en la conversación con su proverbial ligereza.
—Pues esta tarde me llevé a la niña a la playa. Quena chapotear un poco en el agua, pero no la dejé, pues creo que hace demasiado fresco todavía. Mientras le ayudaba a levantar un castillo de arena, vino un perro, me cogió la calceta y salió corriendo, deshaciendo casi todo lo que tenía hecho. ¡Qué fastidio! Con lo difícil que es ahora volver a recoger los puntos. Casi no sé hacer calceta.
—Adelantó usted mucho ese pasamontañas —dijo la señora O'Rourke, volviendo súbitamente su atención hacia Tuppence—. Hay que ver cómo ha corrido. Me parece recordar que la señorita Minton dijo que no tenía usted mucha práctica.
Tuppence enrojeció ligeramente. Los ojos de la señora O'Rourke tenían una expresión penetrante.
Con acento contrito, Tuppence confesó:
—En realidad, hice mucha calceta en mi vida. Pero no dije aquello a la señorita Minton, porque creo que le gusta ayudar a la gente.
Todos rieron ante tal declaración.
Unos minutos después llegaron los demás huéspedes, y al poco rato sonó el batintín.
Durante la comida, la conversación versó sobre el interesante tema de los espías. Salieron a relucir viejas historias al respecto. La monja de brazo musculoso; el clérigo que aterrizó colgado de un paracaídas y que usó un lenguaje muy poco clerical cuando se dio un buen golpe al llegar a tierra; la cocinera austríaca que escondía una emisora de radio clandestina en la chimenea de su habitación; y todo lo que sucedió o estuvo a punto de suceder a tías y primos segundos de todos los presentes. Este tema llevó con gran facilidad a tratar de las actividades de la quinta columna y a vituperar la conducta de los fascistas británicos, de los comunistas, del Partido de la Paz y de los que alegaban tener objeciones de conciencia para no ir al frente. Era una conversación vulgar y corriente; de las que podían oírse cualquier día y en cualquier lugar. Y, sin embargo, Tuppence vigiló estrechamente las cosas y el comportamiento de los demás, mientras hablaba, al objeto de ver si podía sorprender alguna palabra o frase significativa. Pero no consiguió nada. Sheila Perenna fue la única que no tomó parte en la conversación; mas aquello podía atribuirse a su habitual taciturnidad. Durante toda la comida su cara tuvo una expresión hosca y pensativa.
Como aquella noche no acudió a cenar el joven alemán, los demás hablaron sin cortapisas.
Sheila sólo intervino hacia el final de la cena.
La señora Sprot acababa de decir con su tono débil y aflautado:
—Yo opino que en la última guerra los alemanes cometieron un error al fusilar a la enfermera Cavell. Eso hizo que todos se pusieran en contra suya.
Fue entonces cuando Sheila, echando hacia atrás la cabeza, preguntó con voz impetuosa y juvenil:
—¿Y por qué no debían fusilarla? Era una espía, ¿verdad que sí?
—¡Oh, no! No era una espía.
—Ayudó a varios ingleses para que escaparan... de un país enemigo. Es lo mismo. ¿Por qué no tenían que fusilarla?
—Pero fusilar a una mujer... y, además, enfermera...
Sheila se levantó.
—Creo que los alemanes hicieron muy bien —dijo.
Y salió al jardín por una de las ventanas francesas.
Hacía bastante rato que habían servido los postres, consistentes en varios plátanos no acabados de madurar y algunas naranjas pasadas.
Los comensales se levantaron y pasaron al salón donde se servía el café.
Sólo Tommy, discretamente, se dirigió al jardín, donde encontró a Sheila Perenna que, apoyada en el parapeto que rodeaba la terraza, miraba hacia el mar. Fue hacia la joven y se detuvo a su lado.
Por su apresurada respiración, Tommy se dio cuenta de que algo había trastornado grandemente a la muchacha. Le ofreció un cigarrillo, que ella aceptó, y luego dijo:
—Hermosa noche.
Con voz baja e intensa, ella contestó:
—Podría serlo, sí...
Tommy la miró indeciso. Sintió sobre él, de pronto, la atracción que ejercía la vitalidad de aquella joven. En ella adivinaba una vida tumultuosa; una especie de fuerza apremiante. Estaba seguro de que era una de esas mujeres por las que un hombre sin duda alguna puede perder fácilmente la cabeza.
—Si no fuera por la guerra. ¿Es eso lo que quiere decir? —preguntó.
—No me refería a ello en absoluto. Odio la guerra.
—Todos la odiamos.
—Pero no como yo. Odio toda esa palabrería que se emplea sobre ella toda esa presunción... y ese horrible patriotismo.
—¿Patriotismo? —Tommy se sobresaltó.
—Sí; odio el patriotismo, ¿me entiende? Tanto repetir eso de «patria», «patria», «¡patria!». Traicionar a tu patria... morir por tu patria... servir a tu patria. ¿Por qué ha de significar tanto la patria de uno?
Tommy se limitó a contestar:
—No lo sé. Pero significa.
—¡Pues para mí no! Para usted, tal vez... porque se va al extranjero y vende y compra por todo el Imperio Británico. Y vuelve bronceado y con una gran colección de fotografías, haciendo comentarios sobre las gentes exóticas que ha visto y hablando de las cosas raras que le han sucedido.
Tommy objetó suavemente:
—Tengo la esperanza de no ser tan malo como todo eso.
—He exagerado un poco..., pero usted sabe a qué me refiero. Usted cree en el Imperio británico... y..., en la estupidez de morir por la propia patria.
—Mi patria —replicó secamente Tommy— no parece tener mucho interés en dejarme que muera por ella.
—Sí; pero usted lo desea. ¡Y eso es estúpido! No hay nada que valga la pena de morir por ello. Todo se reduce a una «idea»... y hablar... hablar... soltar ampulosas idioteces de altos vuelos. Mi patria no significa realmente lo más mínimo para mí.
—Algún día se llevará una sorpresa al comprobar cuánto significa —observó Tommy.
—¿Sabe usted quién fue mi padre?
—No —el interés de Tommy creció de punto.
—Se llamaba Patrick Maguire. Fue... fue uno de los seguidores de Casement en la última guerra. ¡Lo fusilaron por traidor! ¡Y todo para no conseguir nada! Por una idea... se dejó arrastrar por otros irlandeses, ¿por qué no se quedó en casa y no se metió en lo que no le importaba? Es un mártir para unos, y un traidor para otros. Pero yo creo que tan sólo fue... ¡un estúpido!
Se notaba en la voz de ella una rebelión reprimida.
—¿Y ésa es la sombra bajo la que ha crecido usted? —preguntó Tommy.
—Una sombra; eso es. Mi madre cambió de nombre. Vivimos en España durante algunos años y por eso dice que mi padre fue español. Luego recorrimos toda Europa y, finalmente, llegamos aquí y pusimos esta pensión. Creo que fue el error más grande que cometimos.
—¿Y qué piensa su madre acerca de... todo ello? —preguntó él.
—¿Se refiere usted a la muerte de mi padre? —Sheila calló durante un momento, mientras fruncía el ceño y luego dijo lentamente—: Nunca lo supe... no habla jamás de ello. No es fácil saber lo que mi madre piensa o siente.
Tommy asintió pensativamente.