Read El misterio de Sans-Souci Online
Authors: Agatha Christie
Hizo un esfuerzo para recobrar la serenidad. Las órdenes debían cumplirse.
Al día siguiente, una vez en Escocia, tomó un tren que le condujo a Manchester y dos días después llegaba a Leahampton. Se instaló en el mejor hotel y dedicó la mañana siguiente a recorrer pensiones y casas de huéspedes, viendo habitaciones y enterándose de los precios que le cobrarían como huésped estable.
«Sans Souci» era una villa construida al estilo victoriano, de ladrillo rojo oscuro, situada en la ladera de una colina. Desde sus ventanas superiores se disfrutaba de una magnífica vista de la costa. En el vestíbulo se notaba un ligero olor a polvo y a comida, y la alfombra estaba algo raída, pero la casa, en conjunto, podía juzgarse favorablemente. Se entrevistó con la patrona, la señora Perenna, en el despacho de ésta. Era una habitación pequeña y un tanto descuidada, en la que había una gran mesa cubierta de papeles.
La propia señora Perenna tenía también un aspecto desaliñado. Era una mujer de edad madura, de pelo negro, encrespado y rizado menudamente. Llevaba en la cara un poco de maquillaje y al sonreír mostraba gran cantidad de dientes blanquísimos.
Tommy se aventuró a mencionar a su prima, una tal señorita Meadowes, que había vivido en «Sans Souci» dos años antes. La señora Perenna se acordaba muy bien de la señorita Meadowes. Era una anciana encantadora, aunque en realidad no creía que fuera muy vieja, pues era muy atractiva y no había perdido todavía el sentido del humor.
Tommy convino cautamente en ello. Estaba enterado de que había existido una real señorita Meadowes, ya que el Departamento ponía mucho cuidado en estos detalles.
¿Y qué tal estaba la señorita Meadowes?
Tommy anunció con tristeza que la señorita Meadowes había muerto y ante tal noticia la señora Perenna chasqueó la lengua mientras asumía una expresión de condolencia.
Pero pronto volvió a charlar volublemente. Estaba segura de que tenía una habitación que le convendría al señor Meadowes. Con una estupenda vista al mar. Opinaba que el señor Meadowes tenía mucha razón al abandonar Londres. Tenía entendido que no resultaba agradable vivir allí entonces y, además, con la epidemia de gripe que se había declarado últimamente...
Sin cesar de hablar, la señora Perenna condujo a Tommy hasta el piso superior y le enseñó varios dormitorios. También mencionó el importe de la renta semanal, ante cuya cifra Tommy dio muestras de desaliento. La patrona explicó que los precios habían subido de una forma desconcertante, y a su vez, Tommy replicó que sus ingresos habían mercado considerablemente, pues con los impuestos y unas cosas y otras...
La señora Perenna suspiró y dijo:
—Esta terrible guerra...
Tommy convino en ello y declaró que en su opinión debían colgar a Hitler. Era un loco; un loco de remate.
La señora Perenna también era de igual opinión y seguidamente empezó a decir que con lo del racionamiento y con las dificultades que ponían los carniceros para servir la carne, pues había veces que desaparecían hasta las mollejas de ternera y el hígado, no había manera de llevar bien la casa; pero que siendo el señor Meadowes pariente de una antigua cliente, le rebajaría media guinea a la semana.
Tommy intentó entonces la retirada, con la promesa de que lo pensaría, y la señora Perenna lo persiguió hasta la cancela del jardín, hablando más volublemente que antes y demostrando tal sutileza de ingenio que Tommy se alarmó. Tenía que admitir que, a su manera, era una mujer muy agradable. Se preguntó de qué nacionalidad sería. Estaba seguro de que no era inglesa. El apellido era español o portugués, pero tal podía ser la nacionalidad de su marido, no la de ella. Tal vez, pensó, fuera irlandesa, aunque mientras hablaron no había deslizado ninguna palabra en su dialecto. Pero aquello explicaría su vitalidad y exuberancia.
Convinieron, por fin, en que el señor Meadowes se instalaría en la casa al día siguiente.
Tommy procuró llegar a las seis de la tarde. La señora Perenna salió a recibirlo al vestíbulo; lanzó una serie de instrucciones sobre el equipaje a una criada de aspecto atontado que miró a Tommy con ojos saltones y boca abierta, y condujo al nuevo huésped a lo que ella llamó el salón.
—Tengo la costumbre de presentar a mis huéspedes —explicó la patrona mirando con determinación a las cinco personas que se encontraban en la habitación.
Empezó las presentaciones.
—Éste es nuestro nuevo huésped, el señor Meadowes... la señora O'Rourke.
Era una mujer de proporciones colosales, de ojos redondos y bigote llamativo. Dirigió una radiante sonrisa al recién llegado.
—El mayor Bletchley.
El militar contempló a Tommy, como ponderándolo, e inclinó tiesamente la cabeza.
—El señor Von Deinim.
Un joven muy estirado, de cabellos rubios y ojos azules se levantó e hizo una reverencia.
—La señorita Minton.
Una mujer anciana que llevaba un gran collar de cuentas y hacía calceta con lana de color caqui, sonrió y lanzó una risita pagada.
—Y la señora Blenkensop.
Más calceta... y una cabeza de revueltos cabellos negros que se levantó, dejando de contemplar absortamente el pasamontañas que estaba tejiendo.
Tommy contuvo la respiración y le pareció que la habitación daba vueltas a su alrededor.
¡La señora Blenkensop! ¡Tuppence! Aquello era imposible e increíble... Tuppence haciendo calceta tranquilamente en el salón de «Sans Souci».
Los ojos de ella se fijaron en él. Fue una mirada cortés en la que no se reflejó ningún interés.
La admiración de Tommy subió de punto.
¡Tuppence!
Tommy no supo nunca cómo se las arregló para pasar aquella velada. No se atrevía a dirigir la mirada hacia donde estaba la señora Blenkensop. A la hora de la cena aparecieron tres nuevos huéspedes de «Sans Souci». Un matrimonio de mediana edad, el señor y la señora Cayley, y una joven mamá, la señora Sprot, que había venido de Londres con su hijita de corta edad, y parecía estar francamente aburrida por su obligada estancia en Leahampton. Tomó asiento al lado de Tommy y de cuando en cuando le dirigió fijas miradas con sus ojos de color grosella pálido, hasta que le preguntó con voz gangosa:
—¿Cree usted que en Londres se podrá vivir ya con tranquilidad? Están volviendo todos, ¿verdad?
Antes de que Tommy pudiera contestar a estas sencillas razones, su vecina del otro lado, la señora del collar, intervino en la cuestión.
—Lo que yo digo es que con los niños no debe correrse ningún riesgo. Me refiero a su pequeña Betty. No se lo perdonaría usted nunca, y ya sabe que Hitler anunció para muy pronto la llegada de la «blitzkreig» a Inglaterra. Creo que usarán un tipo de gas completamente nuevo.
El mayor Bletchley interpuso secamente:
—Se han dicho muchas tonterías acerca de los gases. Esos tipos no van a perder el tiempo lanzándolos. Utilizarán explosivos de gran poder y bombas incendiarias, tal como han hecho en otras partes.
Los demás comensales atacaron el asunto con fruición. Se oyó la voz de Tuppence, que con acento agudo y algo fatuo dijo:
—Pues según cree mi hijo Douglas...
«¡Vaya con Douglas! —pensó Tommy—. Me gustaría saber por qué se ha inventado ese nombre.»
Después de la cena, que fue una comida pretenciosa, compuesta por varios platos bastante anémicos sin sabor a nada, todos los huéspedes pasaron al salón. Las mujeres volvieron a emprender la calceta y Tommy se vio forzado a escuchar una larga y aburrida relación de lo que le pasó al mayor Bletchley en la frontera del noroeste de la India.
El joven rubio de ojos azules salió del salón después de hacer una pequeña reverencia desde el umbral de la puerta.
El mayor Bletchley suspendió su narración y le administró a Tommy un codazo en las costillas.
—Ése que acaba de salir es un refugiado. Escapó de Alemania un mes antes de la guerra.
—¿Es alemán?
—Sí; y ni siquiera es judío. Su padre se vio perseguido por criticar el régimen nazi. Dos hermanos suyos están trabajando en un campo de concentración y él escapó con el tiempo justo.
En aquel momento se hizo cargo de Tommy el señor Cayley, quien le contó con gran lujo de detalles todo lo relacionado con su salud. Tan absorbente era el tema para el narrador, que faltaba poco para ser hora de ir a la cama, cuando Tommy pudo librarse de su locuacidad.
A la mañana siguiente, Tommy se levantó temprano y salió a dar una vuelta por la playa. Volvía por la explanada, después de haber llegado hasta el embarcadero, cuando vio una figura familiar que venía en sentido opuesto. Tommy levantó su sombrero.
—Buenos días —dijo jovialmente—. Ejem... la señora Blenkensop, ¿verdad?
No había nadie por allí que pudiera oírles.
—El doctor Livingstone para ti —replicó Tuppence.
—¿Cómo diablos te las arreglaste para venir? —murmuró Tommy—. Es un verdadero milagro.
—Nada de milagro... sólo un poco de cabeza.
—Tu cabeza, supongo.
—Y supones muy bien. Espero que esto os sirva de lección, a ti y a ese altivo señor Grant.
—No hay duda de ello —dijo Tommy—. Vamos, Tuppence; dime cómo lo hiciste. Me devora la curiosidad.
—Fue muy sencillo. Desde el momento en que Grant habló del señor Carter, me olí lo que pasaba. Sabía que no se trataría de un miserable trabajo de oficina. Pero sus maneras demostraban que no estaba dispuesto a que yo metiera mis narices en el asunto y, por lo tanto, decidí obrar por mi cuenta. Salí a traer un poco de jerez y aprovechando aquello me escapé hasta el piso de los Brown y telefoneé a Maureen. Le dije que me llamara unos minutos más tarde y le instruí sobre lo que debía contarme. Lo hizo muy bien y chilló tanto que aun estando vosotros alejados del teléfono, oísteis todo lo que dijo. Hice entonces un poco de comedia, fingiendo condolencia, ansiedad y todos los signos de una amiga preocupada, saliendo a escape y dando un buen portazo. Pero no salí del piso. Desde el vestíbulo pasé al dormitorio y entreabrí la puerta que da a la salita de estar.
—¿Y oíste todo lo que hablamos?
—Todo —repuso Tuppence con acento complacido.
—¿Y no me hiciste ninguna observación? —la voz de Tommy tenía cierto tono de reproche.
—Claro que no. Deseaba darte una lección. A ti y a tu amigo el señor Grant.
—El señor Grant no es precisamente amigo mío; aunque no dudo que le has dado una lección.
—El señor Carter no me hubiera tratado con tanta ruindad —comentó Tuppence—. Creo que el Servicio Secreto ya no es lo que fue en nuestros tiempos.
Tommy observó con gravedad:
—Recobrará su primitivo esplendor, ahora que hemos vuelto a él. ¿Y a qué viene eso de Blenkensop?
—¿Por qué no puedo llamarme así?
—Parece un nombre bastante raro, como para escogerlo de buenas a primeras.
—Pues fue el primero que se me ocurrió y además viene bien para la ropa interior.
—¿Qué quieres decir, Tuppence?
—Por la B, idiota. B de Beresford, B de Blenkensop. Las iniciales bordadas en mis combinaciones. Patricia Blenkensop. Prudente Beresford. ¿Y por qué escogiste el de Meadowes? Es un nombre bastante tonto.
—Pues, en primer lugar —dijo Tommy—, porque no llevo bordada en mis calzoncillos ninguna B. Y, en segundo, porque yo no lo escogí. Me dijeron que me llamaría Meadowes. El señor Meadowes es un caballero con un pasado muy respetable, el cual he tenido que aprendérmelo todo de memoria.
—Muy bonito —observó Tuppence—. ¿Casado o soltero?
—Soy viudo —replicó Tommy con dignidad—. Mi mujer murió hace diez años en Singapur.
—¿Y por qué en Singapur?
—Todos tenemos que morir en un sitio u otro. ¿Qué tiene de malo Singapur?
—Oh, nada. Probablemente es un sitio apropiado para morir. Yo también soy viuda.
—¿Dónde murió tu marido?
—¿Qué importa? Posiblemente en un sanatorio. Hasta me atrevería a decir que murió de una cirrosis hepática.
—Comprendo. Una enfermedad muy dolorosa. ¿Y qué me dices de tu hijo Douglas?
—Douglas está en la Marina.
—Eso oí ayer por la noche.
—Tengo otros dos hijos. Raymond sirve en las Fuerzas Aéreas y Cyril, el más pequeño, está en las Territoriales.
—¿Qué pasaría si alguien se entretuviera comprobando la historia de esos imaginarios Blenkensop?
—No son Blenkensop. Blenkensop fue mi segundo marido. El primero se apellidaba Hill. Hay tres páginas llenas de ese apellido en la guía telefónica. Ni aunque lo intentaras podrías comprobar, uno a uno, la historia de todos ellos.
Tommy suspiró.
—Siempre pasa lo mismo contigo, Tuppence. Llevas las cosas demasiado lejos. Dos maridos y tres hijos. Es demasiado. Cualquier día te vas a confundir en los detalles.
—No me pasará nada de eso, y hasta creo que los hijos me serán de alguna utilidad. Y haz el favor de acordarte que no tengo por qué seguir órdenes de nadie. Hago la guerra por mi cuenta. Me metí para divertirme y te aseguro que me divertiré.
—Así parece —dijo Tommy, y añadió lúgubremente—: Si quieres que te diga la verdad, todo esto me parece una farsa.
—¿Por qué lo dices?
—Bueno; tú has estado en «Sans Souci» más tiempo que yo. ¿Podríais decir con sinceridad que alguna de las personas con quien cenamos anoche puede ser un peligroso agente enemigo?
Tuppence respondió pensativamente:
—Parece un poco increíble. Pero, desde luego, tenemos a ese joven.
—Carl von Deinim. La policía posee todos los antecedentes de los refugiados, ¿no es cierto?
—Supongo que sí. Pero de todas formas creo que debemos vigilarlo. Es un chico muy atractivo.
—¿Quieres decir que las chicas le pueden contar cosas? ¿Pero qué chicas? No hay por aquí ningún general o almirante que tengas hijas. Tal vez salga a pasear con alguna capitana de los voluntarios locales.
—No te excites, Tommy. Debemos tomar esto en serio.
—Ya lo estoy tomando. Pero me parece que estamos embarcados en una empresa quimérica.
Tuppence observó gravemente:
—Todavía es pronto para decir eso. Al fin y al cabo, en este asunto no habrá nada que llame la atención a primera vista. ¿Qué opinas sobre la señora Perenna?
—Sí —respondió Tommy con aspecto pensativo—. Tenemos a la señora Perenna y admito que necesitamos aclarar muchas cosas respecto a ella.
—¿Y qué hemos de hacer nosotros? —preguntó Tuppence—. Es decir, ¿cómo vamos a cooperar?