El misterio de Sans-Souci (5 page)

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Authors: Agatha Christie

BOOK: El misterio de Sans-Souci
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Betty inclinó entonces la cabeza de un lado e hizo unos ruiditos arrulladores dirigidos a Tuppence.

—Le ha tomado cariño, señora Blenkensop —dijo su madre.

A Tuppence le pareció que había un ligero acento celoso en su voz y se apresuró a componer la cosa.

—A los niños les encantan siempre las caras nuevas, ¿verdad? —dijo sosegadamente.

Se abrió la puerta y entró el mayor Bletchley acompañado de Tommy. Tuppence se sintió con ganas de bromear.

—¡Ah, señor Meadowes! —exclamó—. Ya ve que le he ganado. He llegado antes a la mesa. Pero le he dejado un poquitín de desayuno.

Tommy murmuró confusamente:

—¡Oh...!, más bien... ejem... gracias...

Y tomó asiento al otro extremo de la mesa.

Betty Sprot dirigió un enérgico «Patch» acompañado de una rociada de leche hacia el mayor Bletchley, cuya cara asumió instantáneamente una expresión atontada y complacida.

—¿Cómo está la señorita esta mañana? —preguntó con voz de falsete, y empezó a juguetear con un periódico.

Betty lanzó gritos de contento.

Serios presentimientos asaltaron a Tuppence.

«Tiene que haber algún error —pensó—. Es imposible que aquí haya nada de lo que piensan. Es completamente imposible.»

Para creer que «Sans Souci» era el cuartel general de la Quinta Columna se necesitaba la mentalidad de la reina Blanca, de Alicia en el País de las Maravillas.

Capítulo III
1

La señorita Minton estaba haciendo calceta en la terraza cubierta que había en uno de los lados de la casa.

Era una mujer delgada y angulosa, en cuyo cuello se le dibujaban los tendones. Llevaba una toquilla azul celeste y lucía siempre cadenas o collares. Usaba faldas de lana gorda, deformadas por la parte de atrás.

Saludó efusivamente a Tuppence.

—Buenos días, señora Blenkensop. Espero que habrá dormido bien.

La señora Blenkensop confesó que nunca dormía bien cuando cambiaba de cama, durante los primeros días, y la señorita Minton exclamó:

—¿No cree que es curioso? A mí me pasa lo mismo.

—¡Qué coincidencia! ¡Qué punto tan bonito está haciendo!

La señorita Minton enrojeció de satisfacción y desplegó la prenda que estaba tejiendo. Sí; no era muy corriente, pero no tenía nada de difícil. Se lo enseñaría a la señora Blenkensop si ésta quería.

La señorita Minton era muy amable, pero la señora Blenkensop, en realidad, no sabía hacer calceta; es decir, no había conseguido nunca hacer nada con arreglo a una muestra. Sólo sabía hacer cosas sencillas, como un pasa-montañas, y aun así, temía que el que estaba tejiendo no le salía bien. No parecía tener la forma debida, ¿verdad?

La señorita Minton dio una experta ojeada a la prenda en cuestión y señaló los puntos que estaban equivocados. Tuppence, dando muestras de agradecimiento, le entregó el pasamontañas defectuoso y la otra mujer rezumó amabilidad y cooperación.

—¡Oh, no! No es ninguna molestia —dijo—. Hace muchos años que hago calceta.

—Pues yo nunca la hice antes de esta espantosa guerra —confesó Tuppence—. Pero creo que en estos momentos hay que hacer algo para ayudar.

—Claro que sí. ¿Y tiene usted un chico en la Marina, según le oí decir ayer por la noche?

—Sí; mi hijo mayor. Es un muchacho magnífico... aunque supongo que una madre no debiera decir eso. También tengo otro en las Fuerzas Aéreas, y Cyril, el más pequeño, está en Francia.

—¡Dios mío! ¡Qué ansiedad deberá usted pasar por ellos!

Tuppence pensó:

«Derek, mi querido Derek... ahora estás luchando en un horroroso infierno, mientras yo estoy aquí, haciendo tonterías y desempeñando un papel que realmente no siento...»

Y con voz alta y en tono enérgico, dijo:

—Debemos tener valor, ¿verdad? Esperemos que todo acabe pronto. El otro día me dijeron, de fuentes bien informadas, que los alemanes no podían resistirnos más de dos meses.

La señorita Minton asintió con tanto vigor que todos los collares que llevaba entrechocaron con gran ruido.

—Sí; eso es. Y creo... —bajó la voz en tono confidencial— que Hitler sufre una enfermedad muy grave: y que para agosto ya se habrá vuelto loco.

Tuppence comentó vivamente:

—Todo eso de la «blitzkreig» es tan sólo el último y desesperado esfuerzo de los alemanes. Creo que la escasez es terrible en Alemania. Los obreros de las factorías están descontentos y todo el tinglado se vendrá abajo.

—¿Qué es eso? ¿Qué se vendrá abajo?

El señor y la señora Cayley acababan de salir de la terraza, y el primero hizo estas preguntas con acento malhumorado. Tomó asiento en un sillón y su mujer le puso una manta sobre las rodillas.

—¿Qué es lo que estaban diciendo? —volvió a preguntar con igual acento de mal humor.

—Decíamos —explicó la señorita Minton— que para el otoño habrá acabado todo.

—Tonterías —replicó el señor Cayley—. Esta guerra durará, por lo menos, seis años.

—¡Oh, señor Cayley! —protestó Tuppence—. No es posible que crea usted eso.

El señor Cayley miró a su alrededor recelosamente.

—¿No es cierto que aquí hay corriente? —murmuró—. Tal vez será mejor que retire el sillón hasta aquel rincón.

Volvió a ponerse en escena el acomodamiento del señor Cayley. Su mujer, de cara inquieta, y cuyo único objeto en la vida parecía ser el de cumplimentar todos los deseos de su marido, manipuló almohadones y mantas mientras preguntaba:

—¿Cómo estás así, Alfred? ¿Crees que estarás mejor? ¿No sería conveniente, tal vez, que te pusieras las gafas de sol? Hay aquí demasiada luz.

El señor Cayley contestó con irritación:

—No, no. No enredes tanto, Elisabeth. ¿Tienes mi bufanda? ¡No, ésa, no! La de seda. Bueno, no importa. Por una sola vez creo que irá bien. Pero no quiero que se me caliente mucho la garganta, y la lana, con este sol... bueno, quizá sea preferible que me traigas la otra.

Volvió de nuevo su atención a los asuntos de interés público.

—Sí —dijo—, yo creo que serán seis años.

Escuchó con satisfacción las protestas de las dos mujeres.

—Ustedes, estimadas señoras, sólo se ocupan de desear lo mejor. Pero yo conozco a Alemania. Me atrevo a decir que la conozco demasiado bien. En el curso de mis negocios, antes de retirarme, solía recorrerla de un extremo a otro. Berlín, Hamburgo, Munich. Me son familiares. Y les aseguro que Alemania puede sostenerse, prácticamente, por tiempo indeterminado. Con Rusia guardándole las espaldas.

El señor Cayley continuó hablando con acento de convicción. Su voz se alzaba y disminuía en agradables y melancólicas cadencias, sólo interrumpida cuando recogió la bufanda de seda y se embozó con ella.

La señora Sprot trajo a Betty y la dejó en el suelo, junto con un perrito de lana al que le faltaba una oreja, y una chaqueta para muñeca.

—Oye, Betty —dijo su madre—. Viste a
Bonzo
y prepáralo para salir de paseo mientras mamaíta se arregla un poco.

El señor Cayley siguió recitando estadísticas y cifras con voz retumbante, todas ellas de carácter depresivo. El monólogo tenía como contrapunto el alegre gorjeo de Betty, que hablaba animadamente con
Bonzo
en su propio idioma, en tanto lo vestía.

—«Trac... traki... pa bat.»

Y luego, al posarse un pájaro cerca de ella, tendió los bracitos y parloteó alegremente. El pájaro voló y Betty, mirando a todos los presentes, dijo con claridad:

—Patito.

—Esta niña aprende a hablar de una forma maravillosa —observó la señorita Minton—. Di «tata», Betty. «Tata.»

Betty la miró con indiferencia y replicó:

—«Gluc.»

Luego introdujo a la fuerza uno de los brazos de
Bonzo
dentro de la manga de la chaqueta y fue con paso inseguro hasta una de las sillas. Levantó el almohadón y colocó a
Bonzo
detrás de él.

Gorjeó con alegría y haciendo grandes esfuerzos anunció:

—«¡Escondido!» «Guau, guau...» «¡Escondido!»

La señorita Minton, a manera de intérprete, dijo con orgullo:

—Le gusta jugar al escondite. Siempre está escondiendo cosas.

Y luego, con exagerada sorpresa, exclamó:

—¿Dónde está
Bonzo
? ¿Dónde puede estar
Bonzo
?

Betty se dejó caer al suelo y pareció quedar sumida en un éxtasis de gozo.

El señor Cayley, viendo que los demás habían dejado de prestar atención a sus explicaciones sobre los métodos alemanes para sustituir las materias primas, y considerándose desplazado, tosió agresivamente.

La señora Sprot, con el sombrero puesto, entró en aquel momento y se llevó a Betty.

La atención volvió a centrarse en el señor Cayley.

—¿Qué estaba usted diciendo, señor Cayley? —preguntó Tuppence.

Pero el señor Cayley se sentía ultrajado y replicó fríamente:

—Esa mujer se deja siempre a la niña por ahí y espera que los demás cuiden de ella. Creo que voy a ponerme la bufanda de lana, querida. Ya se va el sol.

—Pero, señor Cayley, siga usted con lo que iba diciéndonos. Era muy interesante —rogó la señorita Minton.

El señor Cayley pareció ablandarse ante estas razones y reanudó su discurso mientras se envolvía cuidadosamente la garganta con los pliegues de la bufanda de lana.

—Como iba diciendo, Alemania ha perfeccionado de tal forma su sistema de...

Tuppence se volvió hacia la señora Cayley y le preguntó.

—¿Qué opina usted de la guerra, señora Cayley?

La mujer dio un respingo.

—¿Qué opino yo? ¿Qué... qué quiere decir?

—¿Cree usted que durará seis años?

La señora Cayley contestó dubitativamente:

—Espero que no. Es mucho tiempo, ¿verdad?

—Sí. Es mucho tiempo. ¿Qué cree usted, en realidad?

La mujer pareció verdaderamente alarmada por la pregunta.

—Pues... pues no lo sé. No sé nada. Alfred dice que durará seis años.

—Pero, ¿no lo cree usted así?

—No lo sé. Es difícil de asegurar, ¿verdad?

Tuppence sintió que la sobrecogía la desesperación. La animosa señorita Minton, el dictatorial señor Cayley y su apocada mujer, ¿eran todos ellos, realmente, el prototipo de sus compatriotas? ¿Era acaso mucho mejor la señora Sprot, con su cara ligeramente inexpresiva y sus saltones ojos azules? ¿Qué podía encontrar en aquel lugar? Seguramente, ni una sola de aquellas personas...

Los pensamientos de Tuppence se vieron interrumpidos. Vio una sombra reflejada en el suelo. La sombra de alguien que estaba de pie, entre ellas y el sol. Volvió la cabeza.

Era la señora Perenna que acababa de entrar en la terraza y miraba fijamente a los del grupo. Y había algo en sus ojos, ¿desprecio, tal vez? Una especie de mortal desdén.

«Tengo que saber algo más acerca de la señora Perenna», pensó Tuppence.

2

Las relaciones de Tommy con el mayor Bletchley eran cada vez más cordiales.

—¿Se ha traído sus palos de golf, Meadowes?

Tommy reconoció que así era.

—¡Ah! Le aseguro que mis ojos nunca me engañan. ¡Espléndido! Tenemos que jugar una partida juntos. ¿Ha visto el campo que tenemos aquí?

Tommy replicó negativamente.

—Pues no está mal .. no está mal del todo. Tal vez un poco estrecho en uno de sus lados, pero desde él se ve muy bien el mar. Y nunca está lleno de jugadores. Oiga, ¿qué le parece si viniera conmigo esta mañana? Echaremos una partidita.

—Muchísimas gracias. Me encantará.

—Confieso que me alegro mucho de que haya llegado usted —observó Bletchley cuando subían por la colina—. Hay demasiadas mujeres en la casa y eso le pone los nervios de punta a cualquiera. Me alegro de tener un compañero que me ayude. No puedo contar con Cayley, pues es un hombre que parece una botica andante. No habla más que de su salud, del tratamiento que sigue y de las drogas que toma. Si tirara todas esas pildoritas y saliera a dar un buen paseo de diez millas cada día, sería un hombre diferente. El otro elemento masculino que hay en la casa es Von Deinim, y si he de decirle la verdad, Meadowes, no tengo la conciencia tranquila respecto a él.

—¿No? —dijo Tommy.

—No. Le aseguro bajo palabra de honor que esto de los refugiados es un asunto peligroso. Si de mí dependiera, los hubiera internado a todos. La seguridad es antes que nada.

—Tal vez sería una medida un poco drástica.

—Nada de eso. La guerra es la guerra. Y tengo mis sospechas sobre el señorito Carl. Por una parte, se ve claramente que no es judío. Y luego, hay que considerar que llegó aquí justamente un mes antes, fíjese bien, un mes antes de que estallase la guerra. Eso es un poco sospechoso.

Tommy le animó a proseguir.

—Entonces, ¿cree usted que...?

—Que se dedica al espionaje... ésa es su ocupación.

—No creo que haya nada de importancia militar o naval por los alrededores.

—¡Alto, amigo! Ahí es donde entra la astucia. Si residiera cerca de Plymouth o de Portsmouth, estaría sujeto a vigilancia. Pero en un sitio tan pacífico, nadie se preocupa de esas cosas. Aunque aquí estamos en la costa, ¿verdad? Lo cierto es que el Gobierno da demasiadas facilidades a esos extranjeros. Cualquiera puede venir a este lugar, poner cara de circunstancias y hablar de los hermanos que tiene prisioneros en campos de concentración... Y ese joven... tiene el signo de la arrogancia marcado en cada línea. Es un nazi... eso es... un nazi.

—Lo que en realidad necesitamos en este país es un brujo o dos —dijo Tommy alegremente.

—¿Eh? ¿Qué dice?

—Para que oliera a los espías —explicó Tommy gravemente.

—¡Ah! Es muy bueno eso... muy bueno. Para que los oliera... sí, desde luego.

Y allí acabó la conversación, porque habían llegado al edificio donde estaba instalado el club de golf.

Tommy se inscribió como socio transeúnte. La presentaron al secretario, un hombre de apariencia apática, entrado en años, y luego pagó su cuota de inscripción.

Al cabo de un rato, Tommy y el mayor empezaron su partida.

Tommy era un jugador mediocre y se alegró de comprobar que su nivel de juego estaba a la altura del de su nuevo amigo. El mayor venció por muy poca diferencia, lo cual dejó las cosas en buen lugar.

—Buena partida, Meadowes; muy buena partida. Tuvo usted mala suerte con aquel tiro que se desvió en el último momento. Debemos jugar a menudo. Venga y le presentaré a unos cuantos de los socios. No están mal en conjunto, aunque algunos sienten inclinación a ser como las viejas. Ya me entiende, ¿verdad? ¡Ah! Ahí tenemos a Haydock. Le gustará Haydock. Es un jefazo de la Marina, retirado. Es el propietario de la casa que hay sobre el acantilado, más allá de la nuestra. Es también el jefe de la Defensa Pasiva local.

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