Read El misterio de Sans-Souci Online
Authors: Agatha Christie
—Lo comprendo perfectamente. Su trabajo debe ser emocionante. Me gustaría muchísimo saber algo más acerca de él..., pero supongo que no debo rogarle eso.
—No; me temo que no. Ya que es cosa muy secreta.
—Si, sí. Ya me doy cuenta. Debo presentarle mis excusas... ha sido un accidente de lo más extraordinario...
Y pensó para su capote:
«Seguramente no se lo creerá. No podrá suponer que me he tragado toda esa serie de tonterías.»
No le parecía posible, pero luego consideró que la vanidad ha causado la perdición de muchos hombres. El teniente de navío Haydock era muy listo y avisado, mientras que aquel menguado tipejo de Meadowes no era más que un estúpido inglés; o sea, la clase de persona que se cree todo lo que se le cuenta. Tommy deseó con toda su alma que Haydock continuara creyéndolo así.
Siguió hablando y demostró un vivo interés y curiosidad. Sabía que no debía hacer preguntas, pero... «Estaba seguro de que el trabajo del teniente de navío Haydock debía ser muy peligroso. ¿Había estado alguna vez trabajando en Alemania?»
El otro replicó con bastante cordialidad. Ahora desempeñaba con gran ahínco su papel de marino inglés. El oficial prusiano se había desvanecido. Pero Tommy, que consideraba entonces las cosas bajo distinto punto de vista, se extrañó de que anteriormente hubiera sido engañado con tanta facilidad. La forma de la cabeza... la línea de la mandíbula... No había nada británico en ellas.
Al cabo de un rato, el señor Meadowes se levantó. Era la prueba suprema. ¿Podría salir de allí sin novedad?
—Tengo que irme, pues se está haciendo algo tarde. No sabe cuánto siento lo ocurrido, pero puede tener la seguridad de que no diré ni una palabra a nadie.
Y en su interior pensó:
«Tiene que ser ahora o nunca. ¿Me dejará ir o no? Debo estar prevenido... un directo a la mandíbula será lo mejor...»
Mientras hablaba afablemente y con gran agitación, el señor Meadowes se dirigió hacia la puerta.
Ya estaba en el vestíbulo... ya había abierto la puerta de la calle...
Por una puerta entreabierta, situada a su derecha, vislumbró a Appledore, que estaba arreglando una bandeja para el desayuno de la mañana siguiente. ¡Parecía que aquellos tontos le iban a dejar marchar!
Tommy y su anfitrión permanecieron en el porche, charlando; arreglando otra partida de golf para el próximo sábado.
El primero pensó:
«Se han acabado para ti las partidas de golf, amiguito.»
Desde el camino que pasaba ante la casa llegó hasta ellos el ruido de unas voces. Eran dos hombres que regresaban de dar un largo paseo hasta el promontorio. Tanto Tommy como el teniente de navío los conocían muy superficialmente, pero Tommy los saludó en voz alta y ambos se detuvieron. Los recién llegados cambiaron algunas palabras con Haydock y su invitado, que habían salido hasta la cancela del jardín, y al poco, Tommy se despidió cordialmente del marino y se marchó con los dos excursionistas.
Había conseguido escapar.
Aquel tonto de Haydock se había creído su comedía.
Oyó cómo el marino entraba en la casa y cerraba la puerta. Y Tommy caminó alegremente, cuesta abajo, junto con sus dos nuevos amigos.
Parecía que el tiempo iba a cambiar.
Monroy estaba otra vez bajo de juego.
Ese chico, Ashby, no quería alistarse en el cuerpo local de voluntarios, pues decía que era perder el tiempo. Pero aquello era exagerar las cosas. Y el joven Marsh, el ayudante del jefe de los «caddies»
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había alegado tener reparos de conciencia para no ir al frente. ¿No creía Meadowes que ésta era una cuestión que debía llevarse a la junta del club? Anteanoche hubo un fuerte ataque en las instalaciones portuarias. ¿Qué creía Meadowes de España? ¿Intervendría en el conflicto? Claro que, desde que los franceses se derrumbaron...
Tommy hubiera gritado al oír tal conversación. Había sido providencial que aquellos dos hombres pasaran por allí en aquel preciso instante.
Se despidió de ellos ante la cancela de «Sans Souci» y entró en el jardín.
Acababa de dar la vuelta a un recodo oscuro, junto a unas matas de rododendros, cuando un objeto pesado cayó con gran fuerza sobre su cabeza. Se desplomó hacia delante y todo su ser pareció sumergirse en la oscuridad y en el olvido.
—¿Ha dicho usted tres picos, señora Blenkensop?
Sí, la señora Blenkensop había subastado tres picos. La señora Sprot, que había sido llamada al teléfono, volvió casi sin aliento y después de explicar que habían cambiado de nuevo la hora para el reconocimiento que debía pasar en la Defensa Pasiva, pidió que se repitiera la subasta.
La señorita Minton, como de costumbre, retrasó las cosas con sus incesantes repeticiones.
—¿Dije dos tréboles? ¿Están seguras? Pues yo más bien creo que debí decir un «sin triunfo». ¡Ah, claro que sí! Ahora lo recuerdo. La señora Cayley subastó un corazón, ¿verdad? Yo iba a decir un «sin triunfo», aunque no había acabado de contar; pero creo que hay que jugar sin arredrarse. Y entonces la señora Cayley cantó un corazón y yo tuve que subastar dos tréboles. Siempre he creído que es muy difícil subastar cuando se tienen dos series cortas.
Algunas veces, pensó Tuppence, hubiera ganado tiempo si la señorita Minton hubiera puesto todas sus cartas boca arriba para que las vieran los demás.
Era incapaz de callarse el juego que tenía.
—Bueno; ahora queda todo arreglado —dijo la señorita Minton triunfalmente—. Un corazón; dos tréboles.
—Dos picos —subastó Tuppence.
—Yo pasé, ¿verdad? —preguntó la señora Sprot.
Todas miraron a la señora Cayley, que estaba inclinada hacia delante, escuchando. Pero la señorita Minton cogió otra vez la palabra.
—Luego la señora Cayley cantó dos corazones y yo tres diamantes.
—Yo subí a tres picos —observó Tuppence.
—Paso —anunció la señora Sprot.
La señora Cayley siguió callada, hasta que por fin se dio cuenta de que las demás jugadoras la estaban mirando.
—¡Dios mío! —exclamó, sonrojándose—. Lo siento mucho. Estaba pensando que tal vez mi marido me necesitara. Espero que se encuentre bien en la terraza.
Miró a sus compañeras de juego.
—Quizá, si no les importa, sería mejor que fuera a ver. Oí un ruido extraño. Tal vez haya dejado caer el libro.
Y salió apresuradamente por la ventana francesa que daba a la terraza. Tuppence lanzó un exasperado suspiro de inmenso desahogo.
—Debía llevar un cordel atado a la muñeca —comentó—. Así, su marido no tendría más que tirar de él cuando la necesitara.
—Es una esposa muy adicta —dijo la señorita Minton—. Resulta conmovedor ver una cosa así, ¿verdad?
—¿De veras? —replicó Tuppence, que distaba mucho de sentir buen humor.
Las tres mujeres guardaron silencio durante unos instantes.
—¿Dónde está Sheila esta noche ? —preguntó la señorita Minton.
—Se fue al cine —contestó la señora Sprot.
—¿Y dónde está la señora Perenna? —indagó Tuppence.
—Dijo que se iba a su habitación a sacar unas cuentas —explicó la señorita Minton—. Pobrecita. ¡Qué aburrido es tener que hacer cuentas!
—Pues no estuvo todo el tiempo en su cuarto —observó la señora Sprot— porque la vi entrar en la casa cuando estaba yo en el vestíbulo hablando por teléfono.
—No sé dónde podrá haber ido —dijo la señorita Minton, cuya vida parecía estar dedicada a estas minúsculas preocupaciones—. Al cine es seguro que no, pues todavía no ha terminado.
—No llevaba puesto el sombrero —comentó la señora Sprot—. Ni el abrigo. Tampoco iba peinada y me parece que acababa de dar una carrera o algo parecido. Casi no podía respirar. Corrió escalera arriba sin decirme ni una palabra, y me lanzó una mirada..., ¡qué mirada...!, aunque estoy segura de que no he hecho ninguna cosa por la que pueda censurarme.
En aquel momento reapareció la señora Cayley.
—Es extraño —dijo—. El señor Cayley ha dado él solo una vuelta por el jardín. Y me ha dicho que le ha gustado mucho, pues hace una noche muy templada.
Volvió a tomar asiento.
—Veamos... ¡Oh! ¿Creen ustedes que tendremos que repetir otra vez la subasta?
Tuppence reprimió un rebelde suspiro. Volvieron a subastar hasta que dejaron que jugara sus tres picos.
La señora Perenna llegó cuando cortaban la baraja para la siguiente mano.
—¿Le ha gustado su paseo? —preguntó la señorita Minton dirigiéndose a Perenna.
La mujer la miró fijamente. Fue una mirada torva y desagradable.
—No he salido —replicó.
—¡Oh...! ¡Oh...! Pues creía que la señora Sprot dijo que acababa usted de llegar.
—Sólo salí para ver cómo estaba el tiempo —dijo la señora Perenna.
Su tono era desagradable. Dirigió una mirada hostil a la sumisa señora Sprot, que se sonrojó y pareció asustarse ante aquella mirada.
—¡Fíjese! —intervino la señora Cayley, queriendo contribuir con sus propias noticias—. Mi marido dio un paseíto por el jardín.
—¿Y por qué lo hizo? —preguntó secamente la señora Perenna.
—Hace una noche muy buena —indicó la señora Cayley—. Ni siquiera se ha puesto la segunda bufanda y todavía no quiere entrar en la casa. Espero que no cogerá un resfriado.
—Hay cosas peores que un resfriado —dijo la dueña de la pensión—. En cualquier momento puede caer una bomba que nos haga pedazos.
—¡Dios mío! Espero que no ocurra eso.
—¿De veras? Pues yo sí lo quisiera.
La señora Perenna, después de decir esto salió a la terraza y las cuatro jugadoras de bridge quedaron mirándose, atónitas.
—Esta noche está más rara que de costumbre —dijo la señora Sprot.
La señorita Minton se inclinó hacia delante.
—¿No creen ustedes...? —miró hacia los lados y las demás también se inclinaron, hasta casi juntar las cabezas—. ¿Creen ustedes que le gusta la bebida? —dijo la señorita Minton con un sibilante susurro.
—¡Dios mío! —exclamó la señora Cayley—. ¿Será eso? Si fuera así, todo quedaría explicado. En realidad, a veces resulta... inexplicable. ¿Qué opina usted, señora Blenkensop?
—No creo que sea eso. Me figuro que está preocupada por algo. Ejem... ahora le corresponde a usted hablar, señora Sprot.
—¿Y qué podría yo subastar? —preguntó la aludida dando una ojeada a sus cartas.
Nadie se ofreció a decírselo, aunque la señorita Minton, que le había estado viendo el juego con descocado interés, podía haberle aconsejado sobre tal extremo.
—No habrá sido Betty, ¿verdad? —preguntó la señora Sprot, levantando la cabeza y escuchando.
—No, no lo es —replicó firmemente Tuppence.
Sintió unas ganas locas de gritar, a menos que pudieran continuar la partida.
La señora Sprot, contempló su juego, pero con el pensamiento puesto, al parecer, en sus deberes maternales. Al fin dijo:
—Pues creo que un diamante.
Siguió la subasta y la señora Cayley hizo la salida.
—Si tienes duda, juega un triunfo. Eso es lo que dicen.
Titubeó un poco y jugó el nueve de diamantes.
Una voz profunda y jovial retumbó en la habitación.
—¡Vaya jugada que acaba de hacer!
La señora O'Rourke apareció en la ventana que daba a la terraza. Respiraba agitadamente y sus ojos resplandecían. Tenía un aspecto socarrón y malicioso.
—Una partida de bridge, ¿verdad? —dijo mientras avanzaba hacia el interior de la habitación.
—¿Qué lleva en la mano? —preguntó la señora Sprot con interés.
—Un martillo —explicó amablemente la recién llegada—. Lo encontré en el camino, poco después de la cancela. No hay duda de que alguien lo dejó allí.
—Es un sitio bastante extraño para dejarse un martillo —replicó la señora Sprot con acento de duda.
—Desde luego —convino la señora O'Rourke.
Parecía estar de un buen humor bastante particular. Balanceando el martillo por el mango salió del vestíbulo.
—Vamos a ver —dijo la señorita Minton—. ¿Qué son triunfos?
El juego prosiguió durante cinco minutos sin otra interrupción y luego entró el mayor Bletchley. Había estado en el cine y procedió a contar con todo detalle el argumento de «La doncella errante», situado en el reinado de Ricardo I. Y el mayor, como buen militar, criticó con alguna extensión las escenas relativas a las sabidas batallas de los cruzados.
No acabaron aquel «rubber», porque la señora Cayley al mirar el reloj descubrió que era ya una hora muy avanzada. Lanzando pequeños gritos de horror, salió a buscar al señor Cayley. Y este último, desempeñando el papel de inválido olvidado por todos, se divirtió en gran manera tosiendo sepulcralmente, estremeciéndose con gesto dramático y repitiendo varias veces:
—Está bien, está bien, querida. Espero que lo habrás pasado bien jugando. En cuanto a lo mío no tiene importancia. Aunque hubiera cogido un buen resfriado, ¿qué importancia podía tener? Estamos en guerra.
Durante el desayuno, a la mañana siguiente, Tuppence se dio cuenta de que había cierta tensión en el ambiente.
La señora Perenna, con los labios más apretados que de costumbre, puso una definida acidez en las pocas observaciones que hizo. Salió del comedor con lo que podía calificarse de un revuelo de faldas.
El mayor Bletchley, mientras esparcía una espesa capa de mermelada sobre su tostada, lanzó una risita.
—Parece que se respira un aire bastante helado —observó—. ¡Bueno, bueno! Supongo que era de esperar.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó la señorita Minton.
Avanzó el cuerpo con ansiedad, mientras su delgado cuello parecía retorcerse con anticipada satisfacción.
—No creo que deba repetir esos cuentos por ahí —replicó el mayor con alguna irritación.
—¡Oh! ¡Mayor Bletchley!
—Díganoslo —rogó Tuppence.
El militar miró pensativamente a su audiencia, o sea, a la señorita Minton, la señora Blenkensop, la señora Cayley y la señora O'Rourke. La señora Sprot y Betty acababan de marcharse.
El mayor Bletchley decidió hablar.
—Se trata de Meadowes —dijo—. Se ha pasado toda la noche fuera y todavía no ha regresado a casa.
—¿Qué? —exclamó Tuppence.
El mayor le dirigió una mirada complacida y maliciosa. Le divertía el desconcierto de la intrigante viuda.
—Buen tunante está hecho ese Meadowes —bromeó—. La Perenna se ha disgustado, como es natural.