El misterio de Sans-Souci (23 page)

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Authors: Agatha Christie

BOOK: El misterio de Sans-Souci
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Y mientras caminaba siguió canturreando. Era un Blondel del siglo xx en busca de su señor.

—«Habría tantas cosas maravillosas que hacer» —canturreó Albert—. «Te diría tantas cosas maravillosas.» «Habría tantas cosas maravillosas que hacer...»

Ya se había equivocado. Eso lo había cantado antes.

¡Hola! Era curioso. De modo que el teniente de navío criaba cerdos, ¿verdad? Un largo gruñido llegó a sus oídos. ¡Qué extraño! Parecía como si los cerdos estuvieran bajo tierra. ¡Vaya un sitio tan raro para tener a los cerdos!

No podían ser cochinos. No; era alguien que estaba durmiendo una siestecita. Y parecía que se había ido a dormirla al sótano...

El día invitaba a ello, pero el sitio era un tanto extravagante. Canturreando como un moscardón, Albert se acercó.

De allí era de donde salían los ronquidos... de aquella pequeña reja. Un ronquido, otro y otro. Un ronquido largo, otro y otro. Un ronquido corto, otro y otro. ¡Qué manera tan rara de roncar! Le recordaba algo...

—¡Arrea! —exclamó Albert—. Eso es... S.O.S. Punto, punto, punto, raya, raya, punto, punto, punto.

Dio una rápida mirada a su alrededor.

Luego se arrodilló y golpeó un mensaje en la reja del sótano.

Capítulo XIII
1

Aunque Tuppence se acostó disfrutando de un estado de ánimo bastante optimista, sufrió una profunda reacción durante las horas del amanecer, cuando la moral humana está más baja.

No obstante, al bajar a desayunar se animó un poco ante la vista de una carta que tenía sobre su plato, dirigida a ella con una caligrafía penosamente torcida a la izquierda. No se trataba de ninguna carta de Douglas, Raymond o Cyril, sino de correspondencia enmascarada que recibía puntualmente y aquella mañana consistía en una postal de vivos colores en cuyo dorso habían garrapateado: «Siento no poder haber escrito antes. Todo va bien, Maudie.»

Tuppence puso la postal a un lado y abrió la carta.

Querida Patricia:

Temo que tía Gracie esté hoy mucho peor. Los médicos no dicen, en realidad, que se hayan perdido las esperanzas, pero por mi parte no creo que podamos albergar muchas. Si quieres verla antes de que todo acabe, creo que lo mejor sería que vinieras en seguida. Si tomas el tren de las 10.20 hasta Yarrow, una amiga mía te estará esperando con el coche.

Me alegraré de verte pronto, a pesar de un motivo tan triste como éste. Tuya siempre,

PENÉLOPE PLAYNE.

Tuppence pudo a duras penas dominar su júbilo.

¡El buen «penique sin adornos
[10]
»!

Con alguna dificultad asumió una expresión fúnebre y suspiró profundamente mientras dejaba la carta encima de la mesa.

Comunicó el contenido de la misiva a las dos atentas oyentes que en aquel momento estaban presentes, es decir, a la señora O'Rourke y a la señorita Minton, y se extendió en la descripción de la personalidad de tía Gracie, su espíritu indomable, su indiferencia hacia los bombardeos y ante cualquier peligro, así como su derrota por la enfermedad. La señorita Minton demostró alguna curiosidad respecto a la naturaleza exacta de la dolencia que aquejaba a tía Gracie y la comparó con los alifafes de una prima suya, llamada Selina. Tuppence, dudando ligeramente entre la hidropesía y la diabetes, se encontró algo confundida, pero aseguró formalmente que también se había producido una complicaciones en los riñones. La señora O'Rourke demostró un ávido interés queriendo saber si Tuppence se beneficiaría económicamente por la muerte de la anciana señora, y se enteró, respecto a ello, que Cyril había sido siempre el sobrino favorito de ella, además de ser su ahijado.

Después del desayuno, Tuppence telefoneó al sastre para decirle que aquella tarde no podría ir a probarse una falda y chaqueta que se estaba haciendo. Luego buscó a la señora Perenna y le explicó con breves palabras que estaría ausente uno o dos días.

La patrona de la pensión le expresó, por su parte, en la forma acostumbrada en estas ocasiones, cuánto sentía que se marchara por tal motivo. Aquella mañana tenía un aspecto agotado y la expresión de su cara demostraba inquietud y fatiga.

—Todavía no se sabe nada del señor Meadowes —dijo—. Es verdaderamente extraño, ¿no le parece?

—Estoy segura de que sufrió un accidente —suspiró la señora Blenkensop—. Siempre lo he dicho.

—Pero si fuera así, ya nos habríamos enterado.

—Bueno; pues entonces, ¿qué opina usted?

La señora Perenna sacudió la cabeza.

—No sé qué decirle. No me cabe duda de que no se ha marchado por su propia voluntad. Ya habría enviado algún recado.

—Siempre me pareció una suposición injustificada —opinó calurosamente la señora Blenkensop—. Ese terrible mayor Bletchley lo empezó todo. Si no se trató de un accidente, tuvo que ser pérdida de memoria. Eso ocurre más a menudo de lo que se cree, especialmente en tiempos de excepción como éstos.

La otra mujer asintió. Frunció los labios, con expresión de duda, y dirigió una rápida y suspicaz mirada a Tuppence.

—Pero ya sabe usted, señora Blenkensop —dijo—, que no conocemos muchas cosas del señor Meadowes, ¿verdad?

—¿Qué quiere decir? —preguntó vivamente Tuppence.

—Por favor, no me juzgue con severidad. Yo no lo creo... ni nunca lo creí.

—¿Qué es lo que no cree?

—Todo eso que dicen.

—¿Qué dicen? Yo no he oído nada.

—¿No...? Bueno; tal vez la gente no quiera decírselo a usted. No sé a ciencia cierta cómo empezó, pero me parece que fue el señor Cayley quien lo mencionó por primera vez. Ya sabe usted que es un hombre bastante desconfiado.

Tuppence se contuvo y trató de tener paciencia.

—Cuéntemelo, por favor —dijo.

—Pues se trata tan sólo de una insinuación acerca de que el señor Meadowes es un agente enemigo; uno de esos temibles componentes de la Quinta Columna.

Tuppence puso toda la indignación de que era capaz una señora Blenkensop al exclamar:

—¡Nunca oí una idea más absurda!

—Desde luego. No creo que haya nada de cierto en ella. Aunque se ha visto al señor Meadowes hablando muchas veces con ese joven alemán y creo que le hizo gran cantidad de preguntas acerca de los procedimientos químicos que emplean en la factoría. Así es que la gente piensa que tal vez los dos trabajarían juntos.

—No creerá que exista alguna duda respecto a Carl, ¿verdad, señora Perenna?

Vio cómo un ligero espasmo torcía la cara de la mujer.

—Desearía poder creer que no es verdad lo que dicen.

Los ojos de la señora Perenna relumbraron.

—Le han destrozado el corazón a la pobre criatura. ¿Por qué tuvo que ocurrir así? ¿Por qué no pudo enamorarse de cualquier otro?

Tuppence sacudió la cabeza,

—Las cosas no suelen ocurrir así.

—Tiene razón —la otra habló con voz profunda y amarga—. Las cosas han de pasar de modo que la destrocen a una... Tiene que haber penas, amarguras, polvo y cenizas. Me pone enferma la crueldad y la injusticia de este mundo. Me gustaría aplastarlo, romperlo... para poder empezar de nuevo; más apegados a la tierra y sin esas reglas, leyes y tiranías de nación sobre nación. Me gustaría...

Una tos la interrumpió. Una tos profunda y engolada. La señora O'Rourke estaba en el umbral de la puerta. Su corpulenta figura obstaculizaba todo paso.

—¿Les he interrumpido? —preguntó.

Como si hubiera pasado una esponja sobre una pizarra, de la cara de la señora Perenna desapareció todo rastro de su súbita explosión de resentimiento, dejando sólo en sus facciones la ligera preocupación que domina a la patrona de una pensión, cuyos huéspedes le están causando quebraderos de cabeza.

—No, señora O'Rourke —dijo—. Sólo estábamos hablando de lo que le podrá haber ocurrido al señor Meadowes. Es raro que la policía no pueda encontrar ni trazas de él.

—¡Ah! La policía —observó la señora O'Rourke con desprecio—. ¿Qué se puede esperar de ella? ¡Nada de bueno! Sólo sirven para poner multas a los conductores de automóviles y fastidiar a los pobres desgraciados que se olvidaron de sacar el certificado justificativo de vacunación del perro.

—¿Qué cree usted que ocurrió, señora O'Rourke? —preguntó Tuppence.

—¿Ha oído usted lo que dicen por ahí?

—¿Eso de que es un agente alemán... Sí —replicó Tuppence fríamente.

—Pues debe ser verdad —siguió la señora O'Rourke pensativamente— porque había algo en ese hombre que me tuvo intrigada desde que llegó aquí. Ha de saber usted que lo estuve vigilando —dirigió una sonrisa a Tuppence, y como todas las sonrisas de la señora O'Rourke, aquélla tenía una vaga expresión terrorífica, como la de un ogro—. No tenía el aspecto del que se retira de los negocios para no hacer nada. Opino que vino aquí con un propósito.

—Y cuando la policía cayó sobre su pista, se apresuró a desaparecer, ¿verdad? —preguntó Tuppence con ánimo de desorientar.

—Pudo ser —respondió la otra—. ¿Qué cree usted, señora Perenna?

—No sé —replicó la aludida—. Ha sido una cosa muy enojosa. Y además, ha dado lugar a muchas habladurías.

—¡Bueno! Pero las habladurías no la perjudicarán a usted. Ahora los tiene a todos en la terraza, tan contentos, haciendo cábalas y suposiciones. Convendrán al final en que ese hombre, tan pacífico e inofensivo, iba a ponernos a cada uno una bomba bajo la cama.

—Todavía no nos ha dicho usted lo que opina —recordó Tuppence.

La señora O'Rourke volvió a sonreír, con la misma expresión feroz.

—Yo creo que está a salvo en cualquier parte... completamente a salvo...

Tuppence pensó:

«Podría decir eso, si lo supiera..., pero él no está donde ella cree.»

Subió a su habitación para arreglarse. Betty Sprot salió corriendo del dormitorio de los Cayley. Sonreía con expresión traviesa y juguetona.

—¿Qué has estado haciendo, preciosa? —preguntó Tuppence.

Betty replicó:

—«Oca, oca, ganso.»

Tuppence cantó:

—¿Adonde irás? ¡Arriba! —elevó a la chiquilla por encima de su cabeza—. ¡Abajo! —y la dejó caer hasta el suelo.

En aquel momento apareció la señora Sprot y se llevó a Betty con objeto de prepararla para salir a dar un paseo.

—¿Escondite? —preguntó Betty esperanzada—. ¿Escondite?

—No puedes jugar ahora al escondite —advirtió su madre.

Tuppence entró en su cuarto y se puso el sombrero. Era una lata tener que llevar sombrero, pues Tuppence Beresford nunca lo usó, aunque Patricia Blenkensop debía hacerlo para estar en carácter.

Se dio cuenta de que alguien había alterado la posición de los sombreros que guardaba en el armario. ¿Habían registrado la habitación? Bueno, que lo hicieran. No encontrarían nada que inculpara a la inocente señora Blenkensop.

Dejó artísticamente sobre el tocador la carta de Penélope Playne. Luego bajó la escalera y salió de la casa.

Eran las diez cuando pasó por la cancela. Tenía mucho tiempo por delante. Miró hacia el cielo y al hacerlo pisó en un charco oscuro que había junto al poste de la cancela. Pero no se dio cuenta de ello y siguió adelante.

Su corazón latía furiosamente. Éxito... éxito... debían tener éxito...

2

Yarrow era una pequeña estación rural, ya que el pueblo estaba situado a bastante distancia del ferrocarril.

Un coche esperaba en la parte exterior de la estación. Lo conducía un joven de buena presencia, que se llevó la mano a la visera de la gorra cuando vio a Tuppence, aunque el gesto no parecía natural.

Tuppence golpeó con el pie uno de los neumáticos de la derecha y comentó con acento de duda:

—¿No cree que tienen muy poco aire?

—No vamos muy lejos, señora.

Ella asintió y subió al coche.

Emprendieron el camino, no hacia el pueblo, sino hacia la parte del mar. Después de trepar una colina entraron por un camino secundario que bajaba una empinada pendiente. De la sombra de un grupo de árboles salió a recibirles un joven.

El coche se detuvo y Tuppence se apeó, yendo a saludar a Tony Mardson.

—Beresford se encuentra bien —dijo él rápidamente—. Ayer pudimos localizarle. Los otros le hicieron prisionero y por muy buenas razones seguirá así durante otras doce horas. Se espera que una pequeña embarcación atraque en determinado sitio y necesitamos apoderarnos de ella. Por eso no hemos hecho nada todavía para liberar a Beresford. No queremos señalar el juego hasta el último instante.

El joven la miró con ansiedad.

—Lo comprende usted, ¿verdad?

—¡Claro que sí!

Tuppence estaba mirando una revuelta masa de tela, medio oculta por los árboles.

—Se encuentra perfectamente —continuó el joven con apasionamiento.

—¡Claro que Tommy estará bien! —dijo Tuppence impaciente—. Ni hace falta que me hable como si fuera una niña de dos años. Ambos estamos dispuestos a correr unos pocos riesgos. ¿Qué es aquello que se ve allí?

—Bueno —Tony pareció dudar—. Ésa es precisamente la cuestión. Me han ordenado que le haga una propuesta. Pero... francamente, no me gusta hacerlo. Como comprenderá...

Tuppence le dirigió una fría mirada.

—¿Por qué no le gusta hacerlo?

—Pues... porque es usted la madre de Deborah. Y... ¿qué dirá ella si...?

—¿Si la cosa sale mal? —preguntó Tuppence—. Personalmente, si yo estuviera en su lugar, no se lo diría a ella. Tenía mucha razón quien dijo que el dar explicaciones es una equivocación.

Luego le sonrió amablemente.

—Vamos, muchacho. Sé perfectamente lo que siente en estos momentos. Está muy bien que usted, Deborah y toda la gente joven se hallen dispuestos a correr algún riesgo, pero los de edad madura no deben hacerlo. Pero todo eso son tonterías, porque si alguien ha de ser liquidado, resulta preferible que lo sean los viejos, ya que han tenido ocasión de sacarle a la vida más partido. De todas formas, deje de mirarme como a un objeto sagrado, como a la madre de Deborah y dígame simplemente cuál es ese trabajo tan peligroso y desagradable que debo llevar a cabo.

—Sepa usted —dijo el joven con entusiasmo— que la tengo considerada como una mujer heroica; simplemente magnífica.

—Déjese de cumplidos —replicó Tuppence—. Ya siento bastante admiración por mí misma, para que venga ahora otro a ayudarme. ¿Cuál es, exactamente, la gran idea que tienen en proyecto?

Tony indicó con un gesto de su rostro el montón de tela.

—Eso es lo que queda de un paracaídas —dijo.

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