Read El misterio de Sans-Souci Online
Authors: Agatha Christie
El teniente de navío Haydock avisó inmediatamente a la policía, a la que guió hasta el lugar de la tragedia.
A no ser por las malas noticias de la guerra, el suceso hubiera ocupado mucho más espacio en los periódicos. Sólo se le dedicó un pequeño párrafo.
Tanto Tuppence como Tommy tuvieron que declarar en la encuesta y, para el caso de que algún reportero gráfico quisiera tomar unas fotografías de los testigos más importantes, el señor Meadowes tuvo la desgracia de contraer una afección en los ojos, que le obligó a ponerse una visera que lo desfiguraba en alto grado. La señora Blenkensop quedaba prácticamente oculta por el sombrero que llevaba.
No obstante, todo el interés se centró por entero en la señora Sprot y en el teniente de navío Haydock. El señor Sprot, a quien se llamó apresuradamente mediante un telegrama, llegó para ver a su mujer, pero tuvo que volverse el mismo día. Parecía ser un joven de maneras amables, pero no muy interesante.
Se abrió la encuesta con la identificación del cadáver hecho por una tal señora Calfont, una mujer de labios finos y ojillos penetrantes que desde hacía meses se ocupaba de los asuntos relacionados con la ayuda a los refugiados de guerra.
Polonska, dijo, había llegado a Inglaterra acompañada por un primo suyo y su mujer, únicos parientes que tenía, según manifestó. La mujer, en opinión de la declarante, no estaba completamente bien de la cabeza. Por lo que había contado, parecía que había vivido días de gran terror en Polonia y que su familia, incluyendo varios niños, había sido asesinada en masa. La mujer no parecía agradecer lo que se hacía por ella, y era desconfiada y taciturna. A veces la habían sorprendido hablando consigo misma y no tenía aspecto de ser normal. Se le proporcionó una colocación como criada, pero unas cuantas semanas antes la había abandonado sin avisar ni comunicarlo a la policía.
El forense preguntó las causas de que los parientes de la mujer no se hubieran presentado, y en aquel punto el inspector Brassey hizo una aclaración.
La pareja en cuestión había sido detenida, acusada de haber violado la ley de «Defensa del Reino», por un delito relacionado con un arsenal de la Marina. Declaró el policía que el matrimonio había alegado su condición de refugiados para que se les permitiera la entrada en el país, pero que inmediatamente trataron de encontrar colocación cerca de una base naval. La familia entera fue considerada entonces como sospechosa. Se les encontró en su poder más cantidad de dinero del que podían justificar. Contra la difunta Polonska no se sabía nada, excepto que, según se suponía, no simpatizaba con los ideales británicos. Era posible, también, que trabajara por cuenta del enemigo y que su pretendida estupidez fuera hasta cierto punto simulada.
La señora Sprot, al ser llamada, se deshizo en lágrimas. El forense fue muy amable con ella, guiándola con mucho tacto en la declaración de los hechos ocurridos.
—¡Es horrible! —sollozó la señora Sprot—. Es espantoso pensar que he matado a una persona. Yo no pretendía tal cosa... es decir, nunca pensé... pero era Betty... y creía que aquella mujer iba a lanzarla por el precipicio. Tenía que detenerla y... ¡Oh, Dios mío...!, no sé cómo lo hice.
—¿Estaba usted familiarizada con el manejo de armas de fuego?
—¡Oh, no! Sólo a los rifles de las ferias y aun así nunca acertaba. ¡Oh, Dios mío...!, tengo la sensación de haber asesinado a alguien.
El forense la tranquilizó y preguntó a continuación si alguna vez había visto a la interfecta con anterioridad.
—No. Nunca. Creo que debía estar loca por completo, pues no nos conocía ni a Betty ni a mí. No nos había visto jamás.
Contestando a otras preguntas, la señora Sprot dijo que en ocasiones había confeccionado prendas destinadas a los refugiados polacos y que tal era la única conexión que jamás tuvo en Inglaterra con gente de dicha nacionalidad.
Haydock fue el siguiente testigo y describió las gestiones que había hecho para seguir a la secuestradora y lo que sucedió luego.
—¿Está usted completamente seguro de que la mujer se disponía a saltar por el acantilado?
—Saltar ella o lanzar a la niña. Me pareció que estaba enloquecida por el odio. Hubiera sido imposible razonar con ella. Fue un momento que demandaba inmediata acción. Yo mismo tuve la idea de disparar para herirla. Temí matar a la niña si disparaba. La señora Sprot corrió ese riesgo y tuvo la suerte de salvar la vida de su hija.
La aludida empezó a llorar de nuevo.
La declaración de la señora Blenkensop fue corta; una mera confirmación de lo dicho por el teniente de navío.
Siguió el señor Meadowes.
—¿Está usted de acuerdo con lo que han declarado el teniente de navío Haydock y la señora Blenkensop?
—Completamente. La mujer estaba tan enloquecida que era imposible acercársele. Estaba a punto de lanzarse ella y la niña por el precipicio.
Hubo pocas declaraciones más. El forense se dirigió al jurado, indicando que Vanda Polonska había encontrado la muerte a manos de la señora Sprot y con gran solemnidad exoneró a ésta de toda culpa. No había pruebas que demostraran el estado de ánimo de la interfecta. Algunos de los artículos que se repartían entre los polacos como ayuda, llevaban el nombre de las damas que los enviaban, y era posible que la mujer consiguiera el nombre y la dirección de la señora Sprot de tal forma. Pero no era fácil conjeturar cuáles habían sido sus motivos para secuestrar a la niña. Posiblemente alguna razón extravagante, incomprensible por completo para una mente normal. Polonska, según lo dicho por ella misma, había sufrido grandes desgracias en su patria y esto, tal vez, le había trastornado el juicio. Y por otra parte, podía ser un agente enemigo.
El veredicto se pronunció de acuerdo con el resumen hecho por el forense.
Al día siguiente, la señora Blenkensop y el señor Meadowes se reunieron para comparar notas.
—Desaparece Vanda Polonska y nos encontramos con un callejón sin salida, como de costumbre —dijo Tommy lúgubremente.
Tuppence asintió.
—Sí. Cierran herméticamente toda pista, ¿verdad Ni un solo papel; ni un solo indicio de cualquier clase, tal como la procedencia del dinero que tenían ella y sus primos; ni siquiera antecedentes de quiénes eran los que tenían tratos con ellos.
—Demasiado eficiente —dijo Tommy.
Y añadió:
—¿Sabes, Tuppence? No me gusta nada cómo van las cosas.
Ella hizo un signo afirmativo con la cabeza. Las noticias no eran verdaderamente muy tranquilizadoras.
El ejército francés se retiraba y no parecía probable que la avalancha pudiera ser detenida. Según la evacuación de Dunquerque, se veía claro que la caída de París era sólo cuestión de días. Reinaba un general desánimo al hacerse pública la falta de equipo y material con que resistir las grandes unidades mecanizadas de los alemanes.
—¿Se trata tan sólo de nuestro embotamiento y cachaza? ¿O existen unos manejos deliberados detrás de todo ello? —preguntó Tommy.
—Creo que se trata de lo último, pero nunca lo podrán probar.
—No. Nuestros adversarios son demasiado listos.
—Ahora estamos barriendo gran cantidad de porquería.
—Sí. Se echa el guante a la gente que más figura, pero no creo que lleguemos al cerebro que está detrás de ellos. Cerebro, organización, un plan cuidadosamente trazado: un plan que se aprovecha de nuestro hábito dilatorio, nuestras pequeñas disensiones y nuestra lentitud, para sus propios fines.
—Por eso estamos aquí —observó Tuppence—. Y no hemos conseguido ningún resultado.
—Algo hemos hecho —le recordó Tommy.
—Sí. Carl von Deinim y Vanda Polonska. La morralla.
—¿Crees que trabajan juntos?
—Opino que sí —replicó ella pensativamente—. Acuérdate de que los vi hablando.
—Entonces, ¿fue Carl el que organizó el secuestro?
—Supongo que sí.
—Pero, ¿por qué?
—No sé —dijo Tuppence—. Por eso estuve pensando y repensando sobre esto. No tiene sentido.
—¿Por qué raptar precisamente a esa niña? ¿Quiénes son los Sprot? Ni tienen dinero y, en consecuencia, no se trata de obtener un rescate. Ni él ni ella son empleados del gobierno.
—Ya lo sé, Tommy. No tiene sentido alguno.
—¿Y la propia señora Sprot no opina nada sobre ello?
—Esa mujer —respondió desdeñosamente Tuppence— no tiene los sesos de un mosquito. No es capaz de pensar en nada. Sólo se limita a decir que es una de esas cosas que hacen los malvados alemanes.
—¡Qué estupidez! —exclamó Tommy—. Los alemanes son eficientes. Si envían a uno de sus agentes para que rapte un crío, será por alguna razón.
—Estoy segura de que la señora Sprot podría deducir esa razón si se detuviera a pensar un poco. Debe haber algo; algún hecho que, inadvertidamente, no ha relatado esa mujer y que, tal vez ni siquiera se ha dado cuenta de su importancia.
—«No diga nada y espere instrucciones» —citó Tommy el texto de la nota que la señora Sprot encontró en el suelo de su habitación—. ¡Maldita sea! Eso quiere decir algo.
—Desde luego... tiene que ser así. Lo único que puedo suponer es que la señora Sprot, o su marido, han recibido de alguien una cosa para guardar. Y que se la han dado, quizá, precisamente porque, al ser gente tan vulgar y corriente, nadie sospechará que ellos lo tienen... sea lo que sea.
—No es mala idea.
—Ya lo sé pero se parece terriblemente a un cuento de espías. No tiene visos de realidad.
—¿Le has pedido a la señora Sprot que se estruje un poco el cerebro?
—Sí. Pero lo malo es que ella no parece tener el más mínimo interés. Todo lo que le preocupa es tener consigo a Betty.
—Las mujeres son unos entes muy curiosos —vaciló Tommy—. Ahí tienes a la señora Sprot que el otro día salió disparada como una furia vengadora. Hubiera sido capaz de matar a un regimiento, sin pestañear, con tal de recuperar a su hija; y luego, después de haber matado a la raptora por pura chiripa, se desconcierta y le asaltan fuertes escrúpulos.
—El forense la exoneró de toda culpa —dijo Tuppence.
—Naturalmente. Yo no me hubiera atrevido a disparar cuando ella lo hizo.
—Ni ella tampoco, si se hubiera dado cuenta de lo que hacía. Su propia ignorancia sobre la dificultad del disparo, fue lo que hizo que se atreviera a ello.
Tommy asintió.
—Como una escena bíblica —dijo—. David y Goliat.
—¡Oh! —exclamó Tuppence.
—¿Qué te pasa, cariño?
—No lo sé. Cuando has dicho eso, algo vibró en mi cerebro; pero ahora no sé lo que es.
—Muy bonito —comentó Tommy.
—No lo acabes de estropear. Estas cosas ocurren algunas veces.
—¿Caballeros que disparan un arco al azar? ¿Es eso?
—No. Era... espera un poco... creo que era algo relacionado con Salomón.
—¿Cedros, templos y gran cantidad de esposas y concubinas?
—Cállate —exclamó Tuppence tapándose los oídos con las manos—. Lo estás estropeando más.
—¿Judíos? —continuó Tommy tratando de ayudarla—. ¿Las tribus de Israel?
Pero Tuppence sacudió la cabeza y al cabo de unos instantes dijo:
—Quisiera saber a quién me recordaba esa mujer.
—¿La difunta Vanda Polonska?
—Sí. Su cara me pareció vagamente familiar la primera vez que la vi.
—¿Crees que la conociste en algún otro sitio?
—No, estoy segura de que no.
—La señora Perenna y Sheila son de un tipo completamente diferente.
—Ya lo sé. No la relacionaba con ellas. ¿Sabes, Tommy, que he estado pensando en las dos?
—¿Con algún buen propósito?
—No lo sé. Es acerca de la nota que la señora Sprot encontró en su habitación cuando raptaron a Betty.
—¿Y qué?
—Todo eso de la piedra lanzada por la ventana son cuentos. Alguien la puso allí para que la encontrara la señora Sprot. Y sospecho que la señora Perenna fue quien lo hizo.
—Entonces, la señora Perenna, Carl y Vanda Polonska trabajan juntos.
—Sí. ¿Te diste cuenta de cómo la señora Perenna llegó en el crítico instante y arregló las cosas para que no se llamara a la policía? Tomó el mando de la situación.
—¿Sigues creyendo, pues, que es «M»?
—Sí. ¿Y tú no?
—Eso supongo —replicó Tommy lentamente.
—¡Vaya, Tommy! ¿Es que tienes alguna otra idea?
—Probablemente, es una idea bastante imperfecta.
—Dímela.
—No. Prefiero no hacerlo. No tengo nada en absoluto en qué basarme. Pero si estuviera en lo cierto, no sería «M» con quien tendríamos que vérnoslas, sino con «N».
Y pensó para sí:
«Bletchley. Creo que puede ser él. ¿Y por qué no podía serlo? Es un tipo bastante natural... demasiado natural y, después de todo, fue él quien quería avisar a la policía. Sí; pero contando con que la madre de la niña se opondría.
La nota amenazadora le daba esa seguridad y para despistar y podía permitirse el proponer un punto de vista opuesto...»
Y aquello le hizo pensar de nuevo en la molesta y fastidiosa pregunta para la que todavía no había podido encontrar contestación.
¿Por qué motivo secuestraron a Betty Sprot?
>Ante «Sans Souci» se había detenido un coche, en cuya portezuela se leía la palabra «Policía».
Absorta en sus pensamientos, Tuppence casi no se fijó en él. Torció por el camino y entró en la casa, encaminándose directamente a su habitación.
En el umbral de la puerta se detuvo, sorprendida, al ver que una figura se apartaba de la ventana.
—¡Dios mío! —dijo Tuppence—. ¡Sheila!
La muchacha vino hacia ella y Tuppence pudo verla muy claramente; pudo ver sus llameantes ojos hundidos en la cara pálida y de aspecto trágico.
—Me alegro de que haya llegado —dijo Sheila—. La estaba esperando.
—¿Qué ocurre?
La voz de la joven tenía un tono sosegado y falto de emoción.
—Han arrestado a Carl —anunció.
—¿La policía?
—Sí.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó Tuppence.
No se encontraba en condiciones para enfrentarse con aquella situación. Aunque la voz de Sheila era tranquila, Tuppence sabía de sobra qué es lo que había detrás de aquella aparente serenidad.
La muchacha estaba enamorada de Carl von Deinim, tanto si ambos eran cómplices en aquel asunto, como si no. Tuppence sintió que una gran compasión hacia la joven le oprimía el corazón.