Read El misterioso Sr Brown Online
Authors: Agatha Christie
—Creo que un caballero ruso.
—¿Viene muy a menudo?
—De vez en cuando. ¿Por qué quieres saberlo?
—Me preguntaba si corteja a la señora, eso es todo. —explicó la joven y añadió con aire ofendido—: Pronto te picas, ¿eh?
—Es que estoy de mal humor. No sé si el soufflé habrá salido bien.
Tú sabes algo, pensó Tuppence y en voz alta dijo:
—¿He de servirlo ahora?
Mientras servía la mesa, Tuppence escuchó atentamente todo lo que se hablaba allí. Recordaba que aquel era uno de los hombres que Tommy se disponía a seguir cuando lo vio por última vez. Aunque no quería reconocerlo, ya empezaba a estar intranquila por su compañero. ¿Dónde estaba? ¿Por qué no había sabido nada de él? Había dejado dispuesto, antes de salir del Ritz, que todas las cartas o recados le fueran enviados enseguida por un mensajero especial a una librería cercana donde Albert tenía que acudir con frecuencia. Cierto que se había separado de su amigo el día anterior por la mañana y era absurdo preocuparse por él. No obstante, era extraño que no hubiera dicho nada todavía.
Sin embargo, por mucho que escuchara, la conversación no iba a proporcionarle ninguna pista. Boris y la señora Vandemeyer hablaban de temas intrascendentes: comedias que habían visto, nuevos bailes y los últimos chismes sociales. Después de la cena pasaron al salón donde la señora Vandemeyer, reclinada en el diván, estaba más diabólicamente bonita que nunca. Tuppence les llevó el café y los licores, y tuvo que retirarse de mala gana. Al hacerlo oyó que Boris decía:
—Es nueva, ¿verdad?
—Ha entrado hoy. La otra era una arpía. Ésta me parece una buena chica. Sirve bien.
Tuppence se entretuvo un poco más junto a la puerta, que se cuidó de no cerrar y oyó decir al hombre:
—¿Será de confianza, supongo?
—La verdad, Boris, eso es ser absurdamente receloso. Creo que es la prima del botones o algo por el estilo. Y nadie sueña siquiera que yo tenga alguna relación con nuestro común amigo el señor Brown.
—Por amor de Dios, Rita, ten cuidado. Esa puerta no está cerrada.
—Bueno, pues ciérrala.
Tuppence se apresuró a poner pies en polvorosa.
No se atrevía a estar fuera de las dependencias posteriores demasiado tiempo, pero fregó los cacharros con la práctica y la increíble velocidad adquirida en el hospital. Después volvió a acercarse silenciosamente a la puerta del saloncito. La cocinera estaba todavía trajinando en la cocina y, si la echaba de menos, supondría que habría ido a preparar la cama de la señora.
¡Cielos! Hablaban en voz tan baja que no conseguía oír nada y no se atrevió a volver a abrir la puerta. La señora Vandemeyer estaba sentada casi frente a ella y Tuppence respetaba la vista de lince y las dotes de observación de su ama.
Sin embargo, necesitaba espiar lo que estaban diciendo. Posiblemente, si es que había ocurrido algo imprevisto, podría obtener noticias de Tommy. Durante algunos minutos permaneció reflexionando intensamente y al fin su rostro se iluminó. A toda prisa se dirigió por el pasillo al dormitorio de la señora Vandemeyer, donde los ventanales daban a una terraza que rodeaba todo el apartamento.
Caminó sin hacer ruido hasta la ventana del salón. Como había supuesto, estaba entreabierta y las voces llegaron hasta ella con toda claridad. Tuppence escuchó con atención, pero no mencionaron nada que pudiera relacionarse con Tommy.
La señora Vandemeyer y Boris parecían haber variado de tema y, finalmente, él exclamó con amargura:
—¡Con tus imprudencias terminarás por arruinarnos!
—¡Bah! —rió ella—. La notoriedad apropiada es el mejor medio de alejar las sospechas. Ya lo comprenderás uno de estos días, quizá antes de lo que crees.
—Entretanto, te exhibes por todas partes con Peel Edgerton. No solo es el miembro del Consejo Asesor del Reina más celebrado de Inglaterra, sino que su afición predilecta es la criminología. ¡Es una locura!
—Sé que su elocuencia ha salvado a incontables hombres de la horca —replicó la señora Vandemeyer sin alterarse—. ¿Y qué? Es posible que precise ayuda en ese sentido cualquier día. De ser cierto, qué suerte tener un amigo así en la corte o tal vez sería mejor decir que te hace la corte.
Boris se puso en pie y comenzó a pasear de un lado a otro, muy excitado.
—Eres una mujer inteligente, Rita; pero también alocada. Déjate guiar por mí y olvídate de Peel Edgerton.
La señora Vandemeyer meneó la cabeza.
—Creo que no lo haré.
—¿Te niegas? —La voz del ruso tenía un tono desagradable.
—Sí.
—Ya veremos —gruñó el ruso.
Pero Rita Vandemeyer se había puesto también en pie con los ojos llameantes.
—Boris, olvidas que yo no tengo que dar cuentas a nadie. Solo recibo órdenes del señor Brown.
Boris dejó caer los brazos con desmayo.
—Eres imposible —musitó—. ¡Imposible! Puede que ya sea demasiado tarde. ¡Dicen que Peel Edgerton huele a los criminales! ¿Qué sabemos de lo que habrá en el fondo de su repentino interés por ti? Quizá sospeche ya. Si adivina...
La señora Vandemeyer le miraba con enojo.
—Tranquilízate, mi querido Boris. No sospecha nada. Con menos caballerosidad que otras veces pareces olvidar que me considera una mujer hermosa y te aseguro que esto es lo único que le interesa a Peel Edgerton.
Boris meneó la cabeza sin demasiada convicción.
—Ha estudiado el crimen como ningún hombre en todo el reino. ¿Te imaginas poder engañarlo?
La señora Vandemeyer entornó los párpados.
—¡Si él es todo lo que dices, será divertido intentarlo!
—Por Dios, Rita...
—Además, es inmensamente rico y yo no soy de las que desprecian el dinero.
—¡Dinero, dinero! Eso es lo peor de ti, Rita. Creo que venderías tu alma por dinero. Creo... —Hizo una pausa y luego agregó en tono bajo y siniestro—: A veces creo que nos venderías incluso a nosotros.
Rita se encogió de hombros, sonriente.
—De todas maneras, el precio tendría que ser enorme —dijo en tono ligero—. No podría pagarlo más que un millonario.
—¡Ah! —exclamó en voz alta el ruso—. ¿Ves como tengo razón?
—Mi querido Boris, ¿es que no sabes apreciar una broma?
—¿Lo era?
—Pues claro.
—Entonces lo que digo es que tu sentido del humor es muy particular, mi querida Rita.
—No nos peleemos, Boris. Toca el timbre para que nos traigan algo de beber.
Tuppence emprendió una rápida retirada. Se detuvo un momento para contemplarse en el espejo de la habitación de la señora Vandemeyer para asegurarse de que su aspecto era impecable. Luego se apresuró a atender la llamada.
La conversación que había escuchado, aunque interesante, ya que probaba la complicidad de Rita y Boris, arrojaba muy poca luz sobre sus preocupaciones presentes.
Ni siquiera se había mencionado el nombre de Jane Finn.
A la mañana siguiente, Albert le informó de que en la librería no había ningún recado para ella. Le parecía increíble que Tommy no le hubiera enviado unas letras, a no ser que...
Fue como si una mano fría aprisionara su corazón, a no ser que... Luchó con energía para no dejarse dominar por sus temores. De nada serviría preocuparse. Sin embargo, aprovechó la oportunidad que le ofreció la señora Vandemeyer.
—¿Qué día suele salir, Prudence?
—El viernes, señora.
La señora Vandemeyer enarcó las cejas.
—¡Y hoy es viernes! Pero supongo que no querrá salir hoy, cuando acaba de entrar a trabajar.
—Pensaba pedirle si me permitiría hacerlo, señora.
Rita Vandemeyer la miró fijamente y al cabo sonrió.
—Ojalá pudiera oírla el conde Stepanov. Ayer por la noche hizo un comentario acerca de usted —Sonrió como un gato—. Su petición es muy típica. Estoy satisfecha. Usted no comprenderá lo que le estoy diciendo, pero puede salir hoy. A mí me da lo mismo, puesto que no comeré en casa.
—Gracias, señora.
Tuppence sintió una sensación de alivio al dejar su compañía y, una vez más, tuvo que admitir que tenía miedo... un miedo terrible a aquella hermosa mujer de ojos crueles.
Cuando se hallaba enfrascada en la limpieza de la plata, Tuppence tuvo que interrumpir su labor porque llamaron a la puerta. Esta vez el visitante no era Whittington ni Boris, sino un hombre de inmejorable apariencia.
Era un poco más alto de lo corriente y, no obstante, daba la impresión de ser altísimo. Su rostro, perfectamente rasurado y muy expresivo, daba la impresión de un poder y fuerza extraordinarios; parecía irradiar magnetismo.
Tuppence, de momento, no supo si clasificarlo como actor o como abogado, pero sus dudas se desvanecieron en cuanto él dijo su nombre: sir James Peel Edgerton.
Le miró con renovado interés. Entonces aquel era el famoso consejero cuyo nombre era familiar en toda Inglaterra. Había oído decir que cualquier día sería primer ministro.
Se sabía que había renunciado a ciertos cargos por amor a su profesión, prefiriendo seguir como simple miembro de un distrito electoral escocés.
Tuppence regresó a la cocina pensativa. Aquel gran hombre la había impresionado. Comprendía la agitación de Boris. Peel Edgerton no era un hombre fácil de engañar.
Al cabo de un cuarto de hora volvió a sonar el timbre y Tuppence acudió al recibidor para despedirlo. Antes le había dirigido una mirada penetrante y ahora, al entregarle el sombrero y el bastón, volvió a observarlo. Cuando le abrió la puerta y se hizo a un lado para dejarle pasar, él se detuvo en el umbral.
—No hace mucho que sirve aquí, ¿verdad?
Tuppence le miró, asombrada. En su mirada se leía amabilidad y algo mucho más difícil de descifrar.
Él asintió como si ella hubiera respondido.
—Sirvió en el ejército y luego se vio apurada, ¿verdad?
—¿Se lo ha dicho la señora Vandemeyer? —preguntó Tuppence, recelosa.
—No, niña. Lo adiviné por su aspecto. ¿Le agrada esta casa?
—Sí, señor. Gracias.
—¡Ah, pero hoy en día hay muchísimas casas buenas! Y a veces un cambio no hace daño.
—¿Quiere usted decir...? —comenzó Tuppence.
Pero sir James estaba ya casi en la escalera, aunque se volvió para dirigirle una mirada astuta y amable.
—Es solo una sugerencia. Solo eso.
Tuppence regresó a la cocina más preocupada que nunca.
Tuppence salió a disfrutar de su «tarde libre». Albert estaba a la expectativa, pero la joven fue a la librería para asegurarse de que no había ningún recado. Una vez comprobado, se encaminó al Ritz. Le dijeron que Tommy aún no había regresado. Era la respuesta que esperaba, pero fue otro jarro de agua fría para sus expectativas. Decidió acudir al señor Carter para decirle dónde y cuándo empezó Tommy sus pesquisas y pedirle que hiciera algo para dar con su paradero. La perspectiva de conseguir su ayuda animó a la joven que, acto seguido, preguntó por Julius Hersheimmer. Le dijeron que, en efecto, había regresado haría cosa de una hora, pero que había vuelto a marcharse inmediatamente.
Tuppence se animó otro poco. El hecho de poder ver a Julius ya era algo. Quizá él tuviera algún plan para averiguar qué había sido de Tommy. Escribió una nota para Carter en la sala de Julius y, cuando estaba cerrando el sobre, se abrió la puerta.
—¿Qué diablos...? —empezó a decir Julius, pero se detuvo bruscamente—. Le ruego me perdone, señorita Tuppence. Esos tontos de la recepción dicen que Beresford ya no está aquí, que no ha vuelto desde el miércoles. ¿Es cierto eso?
Tuppence asintió.
—¿No sabe dónde está? —preguntó con desmayo.
—¿Yo? ¿Cómo iba a saberlo? No he sabido ni una palabra de él, aunque le telegrafié ayer por la mañana.
—Supongo que su telegrama estará aún sin abrir.
—Pero ¿dónde está?
—No lo sé. Yo esperaba que usted lo supiera.
—Ya le digo que no he sabido nada de él desde que nos separamos en la estación el miércoles.
—¿Qué estación?
—La de Waterloo. En el andén de los trenes que salen hacia el sudoeste.
—¿Waterloo? —Tuppence frunció el ceño.
—Pues, sí. ¿No se lo dijo?
—Yo tampoco lo he visto —replicó la joven con impaciencia—. Siga con lo de Waterloo. ¿Qué hacían ustedes allí?
—Me llamó por teléfono y me dijo que fuera corriendo, pues estaba siguiendo a dos individuos.
—¡Oh! —dijo Tuppence abriendo mucho los ojos—. Ya comprendo, continúe.
—Fui lo más deprisa que pude. Beresford estaba allí y me indicó los dos tipos. A mí me tocó seguir al más grueso, al que usted engañó. Tommy me puso un billete en la mano y me dijo que subiera al tren. Él tenía que seguir al otro —Julius hizo una pausa—. Yo daba por seguro que usted ya lo sabría.
—Julius —dijo Tuppence con firmeza—, deje de pasear de un lado a otro. Me pone nerviosa. Siéntese en esa butaca y cuénteme toda la historia.
Hersheimmer obedeció.
—De acuerdo. ¿Por dónde empiezo?
—Por el punto de partida. La estación de Waterloo.
—Entré en uno de sus queridos y anticuados compartimientos de primera clase. El tren acababa de arrancar. La primera cosa que recuerdo es que un revisor vino a informarme muy amablemente de que me encontraba en un departamento de no fumadores. Le alargué medio dólar y todo quedó arreglado. Inspeccioné por el pasillo hasta el coche siguiente.
»Whittington estaba allí. Cuando vi aquel rostro carnoso y pensé que la pobre Jane estaba en sus garras, me maldije por no llevar encima un revólver. Tendré que arreglármelas para conseguir uno.
»Llegamos a Bournemouth sin novedad. Whittington detuvo un taxi y dijo el nombre de un hotel. Yo hice lo propio y llegamos con tres minutos de diferencia. Alquiló una habitación y yo otra. Hasta allí todo fue muy sencillo. No sospechaba ni remotamente que alguien pudiera seguirle. Pues bien, estuvo sentado en el vestíbulo del hotel, leyendo los periódicos hasta que fue la hora de cenar. Tampoco habló con nadie.
»Empecé a pensar que no tendría nada que hacer, que habría ido allí en viaje de reposo, pero me fijé en que no se había cambiado para cenar, a pesar de ser un hotel bastante elegante, de modo que imaginé que tal vez se ocuparía de sus asuntos después de la cena.
»Y eso hizo alrededor de las nueve. Tomó un taxi y recorrió la ciudad. A propósito, es un sitio muy bonito y creo que llevaré a Jane a pasar unos días cuando la encuentre. Luego lo despidió y anduvo hasta esos bosques de pinos que hay en la cima del acantilado. Por supuesto, yo lo seguí. Caminamos durante una media hora. Hay muchos hotelitos que, poco a poco, se van espaciando y al fin llegamos a uno que parecía ser el último de la serie. Era una casa grande rodeada de muchos pinos.