Read El misterioso Sr Brown Online

Authors: Agatha Christie

El misterioso Sr Brown (12 page)

BOOK: El misterioso Sr Brown
12.87Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Por primera vez se daba cuenta del carácter siniestro de la misión que emprendieron tan a la ligera. Había comenzado como una novela romántica. Ahora, despojada de su encanto, se convertía en una amarga realidad. Tommy era lo único que importaba y muchas veces, durante aquel día, tuvo que contener las lágrimas. Tonta, se reprendía, no lloriquees. Claro que le aprecias. Lo conoces de toda la vida, pero no hay necesidad de ponerse sentimental.

Entretanto, no volvieron a ver a Boris. No regresó por el apartamento, y Julius y el coche esperaron en vano. Tuppence se entregó a nuevas meditaciones. Aunque admitía las objeciones de Julius, no había renunciado por completo a la idea de acudir a sir James Peel Edgerton. Incluso había llegado a buscar su dirección en la guía telefónica. ¿Quiso advertirla aquel día? Y de ser así, ¿por qué? Sin duda tenía por lo menos derecho a pedirle una explicación. La había mirado con tanta amabilidad. Quizá pudiera decirle algo relativo a la señora Vandemeyer que le diera una pista del paradero de Tommy.

De todas formas, Tuppence decidió, con su movimiento de hombros peculiar, que valía la pena intentarlo. El domingo tenía la tarde libre, convencería a Julius y luego irían a ver al león en su guarida.

Cuando llegó el día, Julius necesitó mucho tiempo para dejarse convencer, pero Tuppence se mantuvo firme.

—No puede perjudicarnos —decía siempre que trataba de hacerla desistir.

Al fin Julius cedió y fueron en su coche a Carlton House Terrace.

Les abrió la puerta un mayordomo irreprochable. Tuppence estaba algo nerviosa. Al fin y al cabo, tal vez fuera un atrevimiento colosal. Había decidido no preguntar si sir James estaba «en casa», sino adoptar una actitud más personal.

—¿Quiere preguntarle a sir James si puede concederme unos minutos? Tengo un mensaje muy importante para él.

El mayordomo se retiró para regresar a los pocos momentos.

—Sir James los recibirá. ¿Tendrían la bondad de seguirme?

Fueron introducidos en una habitación del fondo de la casa, amueblada como biblioteca. La colección de libros era magnífica y Tuppence observó que toda una sección estaba dedicada a obras sobre crímenes y criminología. Había varios butacones de cuero y una chimenea anticuada. Junto la ventana había un escritorio sembrado de papeles ante el que se encontraba sentado el dueño de la casa.

Al verlos entrar se puso en pie.

—¿Tiene usted un mensaje para mí? ¡Ah! —Al reconocer a Tuppence le dirigió una sonrisa—. Es usted. Supongo que vendrá a traerme un recado de la señora Vandemeyer.

—No exactamente —replicó Tuppence—. La verdad es que solo lo he dicho para que me recibiera. Oh, a propósito, le presento al señor Hersheimmer, sir James Peel Edgerton.

—Encantado de conocerlo —dijo el norteamericano.

—¿No quieren sentarse? —preguntó sir James adelantando dos sillas.

—Sir James —dijo Tuppence con osadía—, debe usted estar pensando que es un atrevimiento por mi parte visitarlo así, de este modo. Porque desde luego, se trata de algo que nada tiene que ver con usted, una persona tan importante, y teniendo en cuenta de que Tommy y yo somos dos seres insignificantes.

Se detuvo para tomar aliento.

—¿Tommy? —inquirió sir James, mirando al norteamericano.

—No, él es Julius —explicó Tuppence—. Estoy bastante nerviosa y por eso no sé explicarme bien. Pero me gustaría saber qué es lo que quiso usted decirme exactamente el otro día. Quiso prevenirme contra la señora Vandemeyer, ¿no es cierto?

—Mi querida jovencita, que yo recuerde solo dije que había otras muchas colocaciones tan buenas como esa.

—Sí, lo sé. Pero fue una advertencia, ¿verdad?

—Bueno, tal vez lo fuera —admitió sir James con gravedad.

—Pues bien, quiero saber aún más. Deseo saber el porqué de esa advertencia.

—Supongamos que esa señora me denuncia por difamación —dijo sir James, sonriendo.

—Por supuesto. Ya sé que los abogados son siempre muy cuidadosos. Pero ¿no se dice primero «sin pretender perjudicar a nadie», y luego ya puede decirse lo que uno quiere?

—Bueno —replicó sir James sin dejar de sonreír—, entonces «sin pretender perjudicar a nadie» le diré que si una hermana mía tuviera que ganarse la vida, no me gustaría verla al servicio de la señora Vandemeyer. Y creía conveniente advertirla. No es un lugar adecuado para una joven sin experiencia. Es todo cuanto puedo decirle.

—Ya —dijo Tuppence, pensativa—. Muchísimas gracias, pero yo no soy una joven sin experiencia, ¿sabe usted? Cuando fui allí sabía perfectamente que era una mala persona y, a decir verdad, por eso fui... —Se interrumpió al ver cierto asombro reflejado en el rostro del abogado y continuó—: Creo que tal vez será mejor contarle toda la historia, sir James. Tengo la impresión de que si no le dijera la verdad, lo sabría en el acto, de modo que es preferible contárselo todo desde el principio. ¿Qué le parece, Julius?

—Puesto que está decidida, adelante —replicó el norteamericano que hasta aquel momento no había pronunciado palabra.

—Sí, cuéntemelo todo —dijo sir James—. Quiero saber quién es ese Tommy.

Esto animó a Tuppence a comenzar su relato, que el abogado escuchó con gran atención.

—Muy interesante —opinó cuando la muchacha acabó—. Gran parte de lo que acababa de decirme lo sabía ya, pequeña. Yo tengo algunas teorías personales sobre Jane Finn. Se ha portado usted magníficamente bien hasta ahora, pero me parece muy mal por parte de... ¿qué nombre le dan ustedes...?, el señor Carter, que haya metido en este asunto a dos jóvenes como ustedes. A propósito, ¿en qué momento interviene el señor Hersheimmer? No ha dejado este punto muy claro.

Julius se lo explicó.

—Soy primo de Jane.

—¡Ah!

—¡Oh, sir James! —intervino Tuppence—. ¿Qué cree usted que habrá sido de Tommy?

—¡Hum! —El abogado se puso en pie y comenzó a pasear de un lado a otro—. Cuando llegaron ustedes, estaba haciendo mi equipaje. Me iba a Escocia en el tren de la noche a pasar unos días pescando. Pero hay muchas maneras de pescar. Voy a quedarme y veré si puedo dar con el rastro de ese joven.

—¡Oh! —Tuppence juntó las manos extasiada.

—De todas formas, como ya dije antes, Carter hizo muy mal en dejar intervenir a un par de críos en un asunto como este. No se ofenda, señorita...

—Cowley. Prudence Cowley. Pero todos mis amigos me llaman Tuppence.

—Bien, señorita Tuppence, puesto que voy a ser amigo suyo, no se ofenda porque la considere demasiado joven. La juventud es un defecto solo para los que han envejecido demasiado deprisa. Ahora, en cuanto a ese Tommy amigo suyo...

—¿Sí?

—Con franqueza, las cosas se presentan mal para él. Se habrá metido en algún sitio donde no le llamaban. No cabe la menor duda. Pero no pierda la esperanza, ya saldrá de apuros.

—Nos ayudará usted, ¿verdad? ¡Julius! Y usted que no quería venir —agregó en tono de reproche.

—¡Hum! —masculló el abogado, dedicando a Julius otra de sus miradas penetrantes —. ¿Por qué?

—Creí que no valdría la pena molestarlo por un asunto sin importancia.

—Ya comprendo. Este asunto sin importancia, como usted dice, guarda relación directa con uno muy importante, mucho más de lo que usted o la señorita Tuppence podrían suponer. Si ese muchacho vive, podrá darnos una información muy valiosa. Por lo tanto debo encontrarlo.

—Sí, pero ¿cómo? —exclamó Tuppence—. He estado pensando en todas las formas habidas y por haber.

Sir James sonrió.

—Hay una persona muy cercana que con toda probabilidad sabe dónde está, o por lo menos dónde es probable que se encuentre.

—¿Quién es esa persona? —preguntó Tuppence, extrañada.

—La señora Vandemeyer.

—Sí, pero no nos lo dirá nunca.

—Ah, ahí es donde yo intervengo. Creo bastante posible conseguir que la señora Vandemeyer me diga lo que deseo saber.

—¿Cómo? —Tuppence abrió mucho los ojos.

—Oh, pues preguntándoselo —replicó sir James—. Ya sabe, así es como lo hacemos.

Tamborileó con sus dedos sobre la mesa y Tuppence volvió a sentir el inmenso magnetismo que irradiaba aquel hombre.

—¿Y si no se lo dice? —preguntó Julius de pronto.

—Creo que me lo dirá. Tengo un par de argumentos poderosos. No obstante, si fracasara, siempre nos queda la posibilidad del soborno.

—Claro. ¡Ahí es donde intervengo yo! —exclamó Julius, descargando el puño contra la mesa—. Por mi parte, puede usted contar, de ser necesario, hasta con un millón de dólares. ¡Sí, señor, un millón de dólares!

—Señor Hersheimmer, esa es una suma muy elevada.

—Es lo que imagino que tendrá que pujar. A esa clase de gente no se le puede ofrecer cuatro perras.

—Al cambio actual, representan doscientas cincuenta mil libras.

—Eso es. Tal vez cree usted que hablo de boquilla, pero puedo entregarle esa cantidad enseguida y algo más por sus honorarios.

Sir James enrojeció ligeramente.

—No es mi intención cobrarle, señor Hersheimmer. No soy un detective particular.

—Lo siento. Creo que me he precipitado, pero tengo una extraña sensación en cuanto al dinero. Días pasados quise ofrecer una gran recompensa para obtener noticias de Jane, pero Scotland Yard me hizo desistir. Dijeron que no era aconsejable.

—Probablemente tenían razón —replicó sir James.

—Pero lo que dice Julius es verdad —intervino Tuppence—. No le toma el pelo. Tiene montones de dinero.

—Mi padre los fue amontonando —explicó Julius—. Ahora, pasemos a la cuestión. ¿Cuál es su idea?

Sir James estuvo reflexionando durante unos cuantos minutos.

—No hay tiempo que perder. Cuanto antes empecemos mejor. —Se volvió hacia Tuppence—. ¿Sabe si la señora Vandemeyer cenará fuera esta noche?

—Sí, creo que sí, pero no regresará tarde, porque no se ha llevado las llaves de casa.

—Bien. Entonces yo iré a verla a eso de las diez. ¿A qué hora tiene que volver usted?

—Entre nueve y media y diez, aunque también podría regresar antes.

—No debe hacerlo bajo ningún concepto. Si no llega a la hora establecida quizá despertaría sospechas. Vuelva a las nueve y media. Yo iré a las diez. Hersheimmer podría esperar abajo en un taxi.

—Tiene un Rolls-Royce nuevo —dijo Tuppence con orgullo.

—Tanto mejor. Si tengo la suerte de conseguir que me dé la dirección, podremos ir enseguida. Y si fuera necesario nos llevaríamos con nosotros a la señora Vandemeyer. ¿Comprendido?

—Sí —Tuppence se puso en pie—. ¡Oh, me siento mucho mejor!

—No se haga demasiadas ilusiones, señorita Tuppence, pero tómeselo con calma.

Julius se volvió hacia el abogado.

—Entonces lo pasaré a recoger con el coche a eso de las nueve y media. ¿Le parece bien?

—Me parece bien. ¿Para qué vamos a tener dos coches esperando? Ahora, señorita Tuppence, mi consejo es que cene a gusto y no piense en lo que pueda suceder.

Les estrechó la mano a los dos y momentos después estaban en la calle.

—¿No es un encanto? —dijo Tuppence extasiada mientras bajaban las escaleras—. ¡Oh, Julius! ¿No es un encanto?

—Pues admito que es muy agradable y que yo estaba equivocado al negarme a venir. ¿Regresamos directamente al Ritz?

—Creo que preferiría andar un poco. Me siento muy excitada. Déjeme en Hyde Park. A menos que quiera acompañarme.

Julius meneó la cabeza.

—Tengo que ir a poner gasolina y hacer un par de llamadas.

—Muy bien. Me reuniré con usted en el Ritz a las siete. Tendremos que cenar arriba. No puedo exhibirme por ahí con estas ropas.

—Claro, le diré a Félix, el maître, que me ayude a escoger el menú. Hasta luego.

Después de mirar su reloj, Tuppence echó a andar rápidamente. Eran cerca de las seis. Recordó que no había merendado, pero se sentía demasiado excitada para pensar en comer. Caminó hasta Kensington Gardens, donde aminoró el paso, sintiéndose mejor gracias al aire fresco y al ejercicio. No era sencillo seguir el consejo de sir James y no pensar en los posibles acontecimientos de aquella noche. A medida que se iba aproximando a Hyde Park, la tentación de regresar a South Audley Mansions se le hizo irresistible.

Decidió que no haría ningún daño con echar un vistazo al edificio. Quizá de este modo se resignaría a esperar pacientemente hasta las diez.

South Audley Mansions tenían el mismo aspecto de siempre. Tuppence apenas sabía precisar lo que había imaginado, pero la visión de la fachada de ladrillos apaciguó un tanto su creciente e inexplicable inquietud. Iba ya a marcharse cuando oyó un silbido y el fiel Albert salió corriendo de la casa para reunirse con ella.

Tuppence frunció el entrecejo. No entraba en su programa llamar la atención en aquel vecindario, pero Albert estaba rojo de excitación.

—Oiga, señorita, se marcha.

—¿Quién se marcha? —preguntó Tuppence, irritada.

—Esa mujer, Rita la Rápida. La señora Vandemeyer. Está haciendo el equipaje y acaba de enviarme a buscar un taxi.

—¿Qué? —Tuppence le asió del brazo.

—Es la verdad, señorita. Pensé que usted tal vez no lo sabría.

—Albert, eres magnífico. A no ser por ti la hubiéramos perdido.

Albert enrojeció de satisfacción al oír aquel elogio.

—¡No hay tiempo que perder! —dijo Tuppence cruzando la calle—. Tengo que detenerla. Tiene que quedarse a toda costa hasta que... —Se interrumpió—. Albert, ¿hay teléfono en la portería?

—No. Casi todos los apartamentos tienen el suyo, señorita. Pero hay una cabina a la vuelta de la esquina.

—Entonces ve allí y telefonea al hotel Ritz. Pregunta por el señor Hersheimmer y dile que venga enseguida con sir James, porque la señora Vandemeyer intenta escaparse. Si no lo encuentras, llamas a sir James Peel Edgerton, encontrarás su número en la guía, y ponle al corriente. No te olvidarás de los nombres, ¿verdad?

Albert los repitió varias veces.

—Confíe en mí, señorita. Todo irá bien. Pero ¿y usted? ¿No tiene miedo de quedarse con ella?

—No, no te preocupes. Pero ve y telefonea. Deprisa.

Tuppence entró en el edificio y tocó el timbre de la puerta número 20. ¿Cómo iba a entretener a la señora Vandemeyer hasta que llegaran los dos hombres? Lo ignoraba, pero era preciso hacerlo como fuese, y sola. ¿Cuál sería la causa de aquella marcha repentina? ¿Es que la señora Vandemeyer sospechaba de ella? Era inútil hacer cábalas. Tal vez la cocinera pudiera decirle algo.

BOOK: El misterioso Sr Brown
12.87Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Demon Retribution by Kiersten Fay
His Perfect Bride? by Louisa Heaton
Indigo by Richard Wiley
Stardust by Linda Chapman
The Guardian by Jack Whyte
Cascadia's Fault by Jerry Thompson