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Authors: Agatha Christie

El misterioso Sr Brown (13 page)

BOOK: El misterioso Sr Brown
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No ocurrió nada y, tras esperar unos minutos, Tuppence volvió a llamar, manteniendo el dedo sobre el timbre algún tiempo. Al fin oyó pasos y un momento después la señora Vandemeyer en persona le abrió la puerta, enarcando las cejas al verla.

—¿Usted?

—Tengo dolor de muelas, señora —dijo Tuppence con voz débil—. De modo que pensé que lo mejor era volver a casa y pasar la tarde tranquila.

La señora Vandemeyer se apartó para dejarla entrar.

—Qué mala suerte —comentó con voz fría—. Será mejor que se acueste.

—Oh, estaré bien en la cocina, señora. La cocinera...

—La cocinera no está —dijo la señora Vandemeyer con extraña entonación—. La he despedido. De modo que será mejor que se acueste.

Tuppence sintió miedo de repente. Había un timbre en la voz de la señora Vandemeyer que no le gustaba nada y, además, la iba empujando hacia el pasillo. Tuppence se volvió.

—No quiero...

Entonces sintió el frío contacto de un cañón de acero en la sien y la voz de la señora Vandemeyer se elevó fría y amenazadora:

—¡Maldita chiquilla! ¿Crees que no lo sé? No, no contestes. Si te resistes o gritas, te mataré como a un perro.

El cañón de acero se incrustó con más fuerza en su sien.

—Ahora, en marcha —continuó la señora Vandemeyer—. Por aquí iremos a mi habitación. Dentro de un momento, cuando haya terminado contigo, te acostarás como te he dicho. Y dormirás. ¡Oh, sí, vaya si dormirás!

Había cierta malvada ironía en las palabras de la señora Vandemeyer que no le gustó lo más mínimo. En aquel momento no podía hacer nada y caminó obediente hasta el dormitorio. La pistola no se apartó de su cabeza. La habitación estaba en completo desorden, había trajes por todas partes y una maleta y una sombrerera a medio llenar en el suelo.

Tuppence se rehizo con esfuerzo y, aunque su voz tembló un tanto, dijo con valentía:

—Vamos, esto es una tontería. Usted no puede matarme. Todo el mundo oiría la detonación.

—Correré el riesgo —dijo la señora Vandemeyer en tono festivo—. Pero, mientras no grites pidiendo ayuda, y no creo que lo hagas, no te ocurrirá nada. Eres una chica inteligente. Me engañaste muy bien, ¡No sospeché de ti! No dudo de que comprenderás a la perfección que ahora estoy yo encima y tú debajo. Siéntate en la cama. Pon las manos encima de la cabeza y, si en algo aprecias tu vida, no las muevas.

Tuppence obedeció. Su buen sentido le aconsejaba aceptar la situación. Si gritaba pidiendo socorro, había muy pocas probabilidades de que la oyera nadie, mientras que lo más seguro era que la señora Vandemeyer disparase. Entretanto, cada minuto que transcurriera sería valioso.

La señora Vandemeyer dejó el revólver sobre el tocador, al alcance de su mano y, sin apartar la vista de Tuppence, por temor a que se moviera, cogió una botellita que estaba sobre el mármol y vació parte de su contenido en un vaso que acababa de llenar de agua.

—¿Qué es eso? —preguntó Tuppence.

—Algo que te hará dormir profundamente.

Tuppence palideció un tanto.

—¿Va a envenenarme?

—Tal vez —dijo la señora Vandemeyer, sonriendo.

—Entonces no lo beberé —dijo la muchacha con firmeza—. Prefiero morir de un balazo. Al fin y al cabo así haría ruido y tal vez lo oyera alguien. Pero no voy a dejarme matar como un cordero.

La señora Vandemeyer golpeó el suelo con el pie.

—¡No seas tonta! ¿De veras crees que quiero dejar un crimen tras de mí? Si tuvieras un poco de sentido común comprenderías que no entra en mis planes el envenenarte. Es una droga para hacerte dormir, nada más. Te despertarás mañana por la mañana sana y salva. Sencillamente quiero ahorrarme las molestias de atarte y amordazarte. Te ofrezco otra alternativa y no te gusta. Pero te aseguro que puedo ser muy dura si me lo propongo. De modo que bébetelo como una buena chica y no te pasará nada.

En el fondo de su corazón, Tuppence la creía. Sus argumentos eran bastante verosímiles. Era el medio más sencillo de quitarla de en medio durante algún tiempo. Sin embargo, no se avenía a la idea de que la durmiera sin luchar por su libertad. Comprendía que, una vez se marchara la señora Vandemeyer, con ella desaparecería la última esperanza de encontrar a Tommy.

Tuppence poseía una mente rápida y todas estas ideas pasaron por su cerebro como un relámpago. Vislumbró una posibilidad, aunque remota, y determinó arriesgarlo todo en un esfuerzo supremo.

Se arrojó a los pies de la señora Vandemeyer asiéndose frenéticamente a sus faldas.

—No le creo —gimió—. Es veneno, sé que es veneno. Oh, no me obligue a beberlo... —Su voz adquirió un tono histérico—. ¡No me obligue a beberlo!

La señora Vandemeyer, con el vaso en la mano, al ver la reacción, la miró torciendo el gesto.

—¡Levántate, estúpida! No te quedes ahí haciendo la tonta. No comprendo cómo has tenido temple para representar tu papel. ¡Te digo que te levantes!

Pero Tuppence continuó asiéndola y sollozando, al tiempo que intercalaba frases incoherentes pidiendo clemencia. Se trataba de ganar tiempo. Además, de este modo se iba aproximando decidida e imperceptiblemente a su objetivo.

La señora Vandemeyer lanzó una exclamación de impaciencia y la hizo incorporarse.

—¡Bébetelo enseguida!

Con ademán imperioso acercó el vaso a los labios de Tuppence.

Esta lanzó el último gemido desesperado.

—¿Me jura que no me hará daño?

—Pues claro que no. No seas tonta.

—¿Lo jura?

—Sí, sí —dijo la otra con impaciencia—. Te lo juro.

Tuppence cogió el vaso con mano temblorosa.

—Muy bien —Abrió la boca poco a poco.

La señora Vandemeyer exhaló un suspiro de alivio y por un momento bajó la guardia. Entonces, Tuppence, rápida como una exhalación, le arrojó el contenido del vaso a la cara con toda la fuerza que pudo, aprovechando el asombro momentáneo para apoderarse del revólver que estaba sobre el tocador. Un instante después apuntaba al corazón de la señora Vandemeyer sin que le temblara la mano lo más mínimo.

En aquel momento victorioso, Tuppence alardeó de su triunfo de un modo algo antideportivo.

—¿Y ahora quién está arriba y quién abajo?

La mujer tenía el rostro descompuesto por la ira; por un momento pensó que iba a saltar sobre ella, lo cual hubiera colocado a Tuppence en un dilema desagradable, puesto que significaría tener que disparar el revólver.

Sin embargo, la señora Vandemeyer logró dominarse y al fin una sonrisa diabólica apareció en su rostro.

—¡No eres tan tonta, después de todo! Lo hiciste muy bien, pequeña, pero me las pagarás. ¡Oh, sí, me las pagarás! ¡Tengo muy buena memoria!

—Me sorprende que se deje engañar con tanta facilidad —dijo Tuppence con enojo—. ¿Es que pensó que era de esa clase de chica capaz de arrojarse al suelo pidiendo clemencia?

—¡Ya lo harás algún día! —dijo la otra en un tono significativo. La fría malevolencia de su porte hizo que un estremecimiento recorriera la espina dorsal de Tuppence, pero no estaba dispuesta a demostrarlo.

—¿Qué le parece si nos sentáramos? —dijo complacida—. Nuestra actitud actual es un tanto melodramática. No, en la cama no. Acerque esa silla a la mesa; así está bien. Yo me sentaré al otro lado con el revólver ante mí por si acaso. Espléndido. Ahora hablemos.

—¿De qué? —preguntó la señora Vandemeyer en tono sombrío.

Tuppence la contempló pensativa unos instantes. Recordaba varias cosas. Las palabras de Boris: «Creo que serías capaz de vendernos», y su respuesta: «El precio tendría que ser enorme», pronunciada en tono ligero, pero ¿no habría en el fondo algo de verdad? ¿Acaso Whittington no le había preguntado: «¿Quién ha estado hablando, Rita?». ¿Sería Rita Vandemeyer el punto débil de la armadura del señor Brown?

Con los ojos muy fijos en el rostro de Rita, Tuppence respondió sin alterarse:

—De dinero.

La señora Vandemeyer pegó un respingo. Era evidente que no esperaba aquella contestación.

—¿Qué quieres decir?

—Se lo diré. Acaba usted de decir que tiene buena memoria. ¡Pues la buena memoria no es tan útil como una buena bolsa! Me atrevo a creer que le complace planear toda clase de cosas terribles para vengarse de mí, pero ¿resultaría práctico? La venganza no satisface. Todo el mundo lo dice. En cambio el dinero... —Tuppence expuso su tema preferido—. Bueno, el dinero sí que llena, ¿no es cierto?

—¿Crees que soy de esas mujeres que venden a sus amigos? ——dijo la señora Vandemeyer con rencor.

—Sí —replicó Tuppence en el acto—, si el precio es lo bastante elevado.

—¡Por unos cientos de libras!

—No —dijo Tuppence—. ¡Yo le ofrezco cien mil!

Su sentido de la economía le impidió mencionar el millón de dólares ofrecido por Julius.

El rostro de la señora Vandemeyer se cubrió de rubor.

—¿Qué has dicho? —preguntó, jugueteando nerviosamente con el broche que llevaba prendido en el pecho.

Tuppence comprendió enseguida que había mordido el anzuelo y por primera vez sintió vergüenza de su amor al dinero, lo cual le daba cierto parecido con la mujer que tenía enfrente.

—Cien mil libras —repitió Tuppence.

El brillo desapareció de los ojos de Rita que se reclinó en su silla.

—¡Bah! —dijo—. No las tienes.

—No —admitió Tuppence—. No las tengo, pero sé quién las tiene.

—¿Quién?

—Un amigo mío.

—Debe de ser millonario —observó Rita sin gran convencimiento.

—Pues a decir verdad lo es. Es norteamericano y las pagará sin rechistar. Puede considerarlo como una proposición seria.

La señora Vandemeyer volvió a erguirse.

—Me siento inclinada a creerte.

Se hizo un silencio y al cabo Rita alzó la mirada.

—¿Qué es lo que desea saber ese amigo tuyo?

Tuppence vaciló un momento, pero el dinero era de Julius y sus intereses eran lo primero.

—Desea saber dónde está Jane Finn —dijo con osadía.

La señora Vandemeyer no demostró sorpresa.

—No estoy muy segura de dónde se encuentra en estos momentos.

—Pero ¿podría averiguarlo?

—¡Oh, sí! —repuso Rita con descuido—. No existe la menor dificultad.

—Luego... —la voz de Tuppence tembló—... hay un muchacho... un amigo mío... Temo que le haya ocurrido algo por mediación de su camarada Boris.

—¿Cómo se llama?

—Tommy Beresford.

—Nunca le oí nombrar, pero le preguntaré a Boris. Él me dirá todo lo que sepa.

—Gracias —Tuppence sintió levantar su ánimo y eso le impulsó a mostrarse más audaz—. Hay otra cosa más.

—¿Qué es?

—¿Quién es el señor Brown?

Sus ojos advirtieron la repentina palidez de aquel hermoso rostro. Haciendo un esfuerzo, Rita procuró adoptar su actitud anterior, pero su intento resultó una parodia. No era muy buena actriz, se encogió de hombros.

—No debes de saber gran cosa de nosotros si ignoras que nadie sabe quién es el señor Brown.

—Usted lo sabe —replicó Tuppence sin alterarse.

—¿Por qué lo crees así?

—No lo sé —dijo la muchacha, pensativa—. Pero estoy convencida.

La señora Vandemeyer estuvo mirando al vacío durante un largo rato.

—Sí —dijo al fin con voz ronca—. Lo sé. Yo era hermosa, ¿comprendes? Muy hermosa.

—Lo es todavía —dijo Tuppence con admiración.

Rita meneó la cabeza con un brillo extraño en sus ojos azul eléctrico.

—Pero no lo bastante —dijo en voz baja y peligrosa—. ¡No lo bastante! De un tiempo a esta parte, he tenido miedo a menudo. ¡Es peligroso saber demasiado! —Se inclinó sobre la mesa—. ¡Júrame que mi nombre no aparecerá en todo esto, que nadie lo sabrá!

—Lo juro. En cuanto le atrapen, ya no tendrá usted que temer nada.

Una mirada aterrorizada apareció en el rostro de la Vandemeyer.

—¿Lo crees de veras? —Asió a Tuppence del brazo—. ¿Me aseguras que obtendré el dinero?

—Puede tener la absoluta seguridad de que lo recibirá a su debido tiempo.

—¿Cuándo me lo darán? No hay tiempo que perder.

—Este amigo mío no tardará en venir. Tal vez tenga que pedirlo por teléfono, o algo por el estilo. Pero no habrá retraso, es un hombre muy activo.

El rostro de Rita denotó resolución.

—Lo haré. Es una gran suma de dinero y, además —sonrió de un modo extraño—, ¡no es inteligente dejar de lado a una mujer como yo!

Durante unos instantes continuó sonriendo y tamborileó con los dedos sobre la mesa. De pronto se sobresaltó.

—¿Qué ha sido eso?

—No he oído nada.

La señora Vandemeyer miró temerosa a su alrededor.

—Si estuviera alguien escuchando...

—Tonterías. ¿Quién podría ser?

—Incluso las paredes tienen oídos. Te digo que estoy asustada. ¡Tú no lo conoces!

—Piense en las cien mil libras —dijo Tuppence para tranquilizarla.

La señora Vandemeyer se pasó la lengua por sus labios resecos.

—Tú no lo conoces —repitió con voz ronca—. ¡Es... ah!

Con un grito de terror se puso en pie, señalando con el brazo extendido por encima del hombro de Tuppence. Luego cayó al suelo desmayada.

Tuppence se volvió para averiguar qué la había sobresaltado.

En el umbral de la puerta estaban sir James Peel Edgerton y Julius Hersheimmer.

Capítulo XIII
-
Noche en vela

Sir James corrió a socorrer a Rita.

—Es el corazón —dijo—. Debe de haberse asustado al vernos aparecer tan de repente. Traigan coñac. Deprisa o la perderemos.

Julius se aproximó al tocador.

—Ahí no —le indicó Tuppence por encima de su hombro—, en el aparador del comedor. Es la segunda puerta del pasillo.

Tuppence y sir James levantaron a la señora Vandemeyer y la llevaron a la cama. Le lavaron la cara con agua, pero sin resultado. El abogado tomó el pulso de la mujer.

—Su estado es precario —musitó—. Ojalá ese joven llegue pronto con el coñac.

En aquel momento Julius entró en la habitación con una copa que entregó a sir James. Mientras Tuppence le sostenía la cabeza a Rita, el abogado intentó introducir el líquido entre sus labios cerrados.

Al fin la mujer abrió los ojos y Tuppence le acercó el vaso a los labios.

—Bébase esto.

La señora Vandemeyer obedeció. El coñac devolvió el color a sus pálidas mejillas, haciéndola revivir como por arte de magia. Trató de incorporarse, pero se desplomó de nuevo sobre la cama con un gemido de dolor, mientras se llevaba la mano a su costado.

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