Read El misterioso Sr Brown Online
Authors: Agatha Christie
—Los métodos del señor Brown no son tan rudos. Entretanto debemos llamar a un médico, pero antes de hacerlo, ¿hay algo en esta habitación que pueda resultarnos de valor?
Los tres se apresuraron a registrarla. Las cenizas de la chimenea indicaban que la señora Vandemeyer había estado quemando papeles antes de intentar emprender el vuelo. No encontraron nada de importancia, a pesar de revisar también en las otras habitaciones.
—Miren —dijo Tuppence de pronto señalando una pequeña y anticuada caja fuerte que había en la pared—. Creo que debe ser para guardar joyas, pero pudiera haber también algo más.
La llave estaba en la cerradura y Julius la abrió para examinar su interior, cosa en la que empleó algún tiempo.
—Bueno —dijo Tuppence impaciente.
Hubo una pausa antes de que Julius respondiera y luego, retirando la cabeza, volvió a cerrarla.
—Nada —dijo al fin.
A los cinco minutos llegó un joven médico que estuvo muy deferente con sir James, a quien conocía.
—Colapso, o posiblemente una dosis excesiva de alguna droga para dormir. —Suspiró—. Huele bastante a cloral.
Tuppence recordó el vaso que ella tirara y se acercó al tocador. Allí encontró la botellita de la que la señora Vandemeyer vertiera unas gotas.
Antes había más de la mitad de su contenido. Ahora estaba vacía.
Tuppence se sorprendió al ver con qué sencillez y facilidad se arreglaba todo gracias al hábil proceder de sir James. El médico aceptó enseguida la teoría de que la señora Vandemeyer había muerto por tomar accidentalmente una dosis excesiva de cloral. Incluso dudaba de que fuese necesario abrir una investigación; dijo que, de ser así, se lo comunicaría a sir James, y también que tenía entendido que la señora Vandemeyer estaba a punto de partir para el extranjero y que sus sirvientes ya se habían marchado. Sir James y sus jóvenes amigos habían ido a verla cuando se sintió repentinamente mal y, como no quisieron dejarla sola, pasaron toda la noche en el apartamento. ¿Conocían a alguno de sus parientes? Ellos no, pero sir James sugirió que acudiera al abogado de la señora Vandemeyer.
Poco después llegó una enfermera para hacerse cargo de todo y los demás abandonaron el edificio de la difunta.
—¿Y ahora qué? —preguntó Julius con un ademán de desaliento—. Me parece que hemos perdido la pista para siempre.
Sir James se acariciaba la barbilla, pensativo.
—No —dijo tranquilo—. Aún queda la posibilidad de que el doctor Hall nos diga algo.
—¡Es verdad! Lo había olvidado.
—Es una posibilidad muy remota, pero no hay que descontarla. Creo haberles dicho que se hospeda en el Metropole.
Les ruego que vayamos a verlo cuanto antes. ¿Les parece bien, después de un buen baño y un buen desayuno?
Quedaron de acuerdo en que Tuppence y Julius regresarían al Ritz y pasarían a recoger a sir James más tarde en el coche. Este plan se llevó a cabo con puntualidad y, poco después de las once, se detenían ante el Metropole. Preguntaron por el doctor Hall y un botones fue a buscarle. Llegó pocos minutos después.
—¿Puede dedicarnos unos minutos, doctor Hall? —le dijo sir James en tono amable —. Permítame presentarle a la señorita Cowley y al señor Hersheimmer al que, según creo, ya conoce.
—¡Ah, sí, mi querido amigo del episodio del árbol! ¿Qué tal el tobillo, bien?
—Creo que ya está curado gracias a su tratamiento.
—¿Y el corazón? ¡Ja! ¡Ja!
—Aún sigo buscando —replicó Julius con prontitud.
—Para ir directamente al asunto, ¿podríamos hablar con usted en privado? —le preguntó sir James.
—Desde luego. Creo que aquí hay una habitación en la que nadie nos molestará.
Abrió la marcha y los demás lo siguieron. Cuando se sentaron el doctor miró interrogativamente a sir James.
—Doctor Hall, estoy verdaderamente interesado en encontrar a cierta joven con objeto de obtener su declaración y tengo motivos para pensar que ha estado en su clínica de Bournemouth. Espero no transgredir su ética profesional al interrogarlo sobre este punto.
—Supongo que se trata de alguien que tendrá que atestiguar.
Sir James vaciló un momento, pero al fin replicó:
—Sí.
—Celebraré darle toda la información que obra en mi poder. ¿Cuál es el nombre de esa joven? Recuerdo que el señor Hersheimmer me preguntó... —Se volvió hacia Julius.
—El nombre importa poco en realidad —dijo sir James—. Con toda seguridad se la enviaron a usted con un nombre
falso. Pero me gustaría saber si conoce a una tal señora Vandemeyer.
—¿La señora Vandemeyer, del número veinte de South Audley Mansions? La conozco, aunque superficialmente.
—¿No sabe lo ocurrido?
—¿A qué se refiere?
—¿No sabe que la señora Vandemeyer ha muerto?
—¡Dios mío! ¡No tenía la menor idea! ¿Cuándo ha sido?
—Anoche tomó una dosis excesiva de cloral.
—¿Lo hizo a propósito?
—Se supone que por accidente. Yo no puedo ponerlo en duda. El caso es que esta mañana fue encontrada muerta.
—¡Qué lástima! Era una mujer muy hermosa. Supongo que debía ser amiga suya, puesto que conoce tan bien los detalles.
—Conozco los detalles porque... bueno, fui yo quien encontró el cadáver.
—¿De veras? —dijo el doctor, sobresaltado.
—Sí —replicó sir James.
—Es una noticia triste, pero ustedes me perdonarán si les digo que no veo qué relación puede tener con el motivo de su visita.
—Pues existe y es esta: ¿no es cierto que la señora Vandemeyer dejó a su cuidado a una joven parienta suya?
Julius se inclinó hacia delante con ansiedad.
—Sí, es cierto —replicó el doctor sin alterarse.
—¿Con el nombre de...?
—Janet Vandemeyer. Me dijeron que era una sobrina de la señora Vandemeyer.
—¿Cuándo se la envió?
—Creo que en junio o en julio de 1915.
—¿Era un caso mental?
—Está perfectamente cuerda, si es eso lo que quiere decir. Supe que la señorita Vandemeyer iba en el Lusitania cuando fue hundido y que, a consecuencia de ello, había sufrido un trauma.
—Creo que estamos sobre la pista correcta —dijo sir James mirando a sus acompañantes.
—¡Como dije antes, soy un estúpido! —replicó Julius.
El doctor miró a todos con curiosidad.
—Usted dijo que deseaba su declaración. Supongamos que no sea capaz de dársela.
—¿Qué? Acaba usted de decir que está perfectamente bien.
—Y lo está. Sin embargo, si desea que declare acerca de algún acontecimiento ocurrido antes del siete de mayo de mil novecientos quince, no podrá hacerlo.
Lo miraron estupefactos y él asintió.
—Es una lástima. Una gran lástima, puesto que me figuro que se trata de un asunto de gran importancia, sir James. Pero el caso es que no puede decir nada.
—Pero ¿por qué? Dígalo ya, ¿por qué?
El hombre posó su mirada benévola sobre el joven norteamericano.
—Porque Janet Vandemeyer ha perdido por completo la memoria.
—¿Qué?
—Es cierto. Es un caso interesante, muy interesante. Y no tan extraño como ustedes creen. Han habido otros muchos parecidos. Es el primero que tengo oportunidad de observar y debo confesar que lo he encontrado interesantísimo.
En sus palabras había cierta satisfacción morbosa.
—Así que no recuerda nada —dijo sir James, despacio.
—Nada que haya sucedido antes del siete de mayo de 1915. Después de esa fecha su memoria es tan buena como la suya o la mía.
—¿Qué es lo primero que recuerda?
—El desembarco con los supervivientes. Todo lo anterior está en blanco. No recuerda su propio nombre, de dónde venía, ni dónde estaba. Ni siquiera habla su propio idioma.
—Pero eso es, sin duda, muy poco corriente —intervino Julius.
—No, amigo mío. Es muy normal dadas las circunstancias. A raíz de la impresión sufrida su sistema nervioso, la pérdida de memoria siempre sigue esa pauta. Desde luego, yo les aconsejé que consultaran un especialista. Hay uno muy bueno en París que estudia estos casos, pero la señora Vandemeyer se opuso pensando que eso podría traer consigo mucha publicidad.
—Me lo imagino —replicó sir James.
—Yo comprendí su punto de vista, la muchacha es muy joven: diecinueve años. Hubiera sido una lástima que la publicidad perjudicara su porvenir. Además, no existe tratamiento especial para estos casos. Solo esperar.
—¿Esperar?
—Sí, tarde o temprano la memoria vuelve tan repentinamente como se fue. Pero es probable que la muchacha olvide por completo el período intermedio y vuelva a recordar a partir del momento en que la perdió al hundirse el Lusitania.
—¿Cuándo espera usted que ocurra?
—Ah, eso no puedo predecirlo —el médico se encogió de hombros—. Algunas veces es cuestión de meses, otras incluso se ha tardado veinte años. A veces otro shock realiza el milagro y hace que recuerde lo olvidado.
—Otro shock, ¿verdad? —dijo Hersheimmer pensativo.
—Exacto. Hubo un caso en Colorado...
Julius no parecía escucharlo. Había fruncido el ceño, absorto en sus propios pensamientos. De pronto salió de su abstracción y dio un golpe tremendo sobre la mesa, sobresaltándolos a todos, en especial al médico.
—¡Ya lo tengo! Creo que necesitaré su opinión médica acerca de la idea que voy a exponerles. Supongamos que Jane se vuelva a encontrar en la misma situación, que la reviva. El submarino, el barco que se hunde, todo el mundo a los botes salvavidas... ¿No recobraría la memoria? ¿No sería una fuerte impresión para su subconsciente, o como lo llamen, capaz de ponerlo de nuevo en funcionamiento?
—Es una sugerencia muy inteligente, señor Hersheimmer. En mi opinión, tendría éxito. Es una lástima que no haya posibilidad de llevarlo a la práctica.
—En realidad, tal vez no, doctor. Pero yo le estoy hablando de simularlo.
—¿Simularlo?
—Pues sí, ¿por qué no? Se alquila un transatlántico y...
—¡Un transatlántico! —murmuró el doctor Hall, asombrado.
—Se contratan pasajeros... y un submarino... Me parece que esta será la única dificultad. Los gobiernos se resisten a exhibir sus armas de guerra y no las venden al primero que se presenta. No obstante, creo que podría arreglarlo. ¿Ha oído hablar alguna vez de «soborno»? Pues bien, con ello se llega a todas partes. Reconozco que no tendremos que disparar un torpedo de verdad. Si todo el mundo chilla a su alrededor que el barco se hunde, creo que será suficiente para una joven tan ingenua como Jane. Cuando le hayan puesto el chaleco salvavidas y la introduzcan en un bote, rodeada de actores que interpreten escenas de histerismo, volverá a encontrarse como estaba antes del mes de mayo de mil novecientos quince. ¿Qué les parece mi plan?
El doctor Hall miró a Julius y en su mirada se reflejó todo lo que quería decirle en ese momento.
—No —dijo Julius, comprendiendo—. No estoy loco. Lo que acabo de decirle es perfectamente posible. En Estados Unidos se hace a diario para filmar películas. ¿No ha visto usted choques de trenes en la pantalla? ¿Qué diferencia existe entre comprar un tren, o comprar un transatlántico? ¡En cuanto tengamos lo necesario, lo pondremos en práctica!
El doctor Hall consiguió recuperar su voz.
—Pero ¿y el gasto, mi querido amigo? —Su voz se elevó—. ¡El gasto que eso representa! ¡Sería colosal!
—El dinero no me preocupa en absoluto —explicó Julius con sencillez.
El doctor Hall volvió su rostro hacia sir James, que le sonrió.
—El señor Hersheimmer está bien provisto. Sí, muy bien provisto.
La mirada del médico volvió sobre Julius con una nueva expresión. Ya no era un joven excéntrico que tenía la costumbre de caerse de los árboles y le miraba con la deferencia que merece un hombre verdaderamente rico.
—Es un plan muy interesante. Muy interesante —murmuró—. ¡Las películas... claro! Muy interesante. Me temo que nosotros estamos algo atrasados, igual que nuestros métodos. ¿De veras tiene intención de llevar a cabo su plan?
—Puede apostar hasta su último dólar que sí.
El médico le creyó, lo cual era un tributo a su nacionalidad. Si un inglés hubiera sugerido semejante cosa hubiera dudado de que estuviese en su sano juicio.
—Desde luego —replicó Julius—. Usted nos trae a Jane y el resto, déjemelo a mí.
—¿Jane?
—Bueno, la señorita Janet Vandemeyer. ¿Podemos poner una conferencia a su clínica pidiendo que la traigan, o prefiere que vaya a recogerla en mi coche?
El doctor se extrañó.
—Le ruego me perdone, señor Hersheimmer. Creí que había comprendido.
—¿Comprendido, qué?
—Que la señorita ya no está bajo mi cuidado.
Julius pegó un respingo.
—¿Qué?
—Creí que ya lo sabía.
—¿Cuándo se marchó?
—Déjeme pensar. Hoy es lunes, ¿verdad? Debió ser el miércoles pasado. Sí, seguro. Fue la misma tarde en que usted se cayó de mi árbol.
—¿Aquella tarde? ¿Antes o después?
—Déjeme recordar: oh, sí, después. Llegó un mensaje muy urgente de la señora Vandemeyer. La joven y la enfermera que la atendía salieron en el tren de la noche.
Julius volvió a reclinarse en su butaca.
—La enfermera Edith se marchó con una paciente... eso lo recuerdo —musitó—. ¡Cielos, haber estado tan cerca!
El doctor Hall pareció asombrado.
—No lo entiendo. ¿La joven no está con su tía?
Tuppence movió la cabeza y estaba a punto de hablar cuando una mirada de sir James la hizo contenerse. El abogado se puso en pie.
—Le estoy muy agradecido, doctor Hall. Todos le agradecemos lo que nos ha dicho. Me temo que ahora tendremos que volver a buscar la pista de la señorita Vandemeyer. ¿Y la enfermera que la acompañó? Supongo que no sabrá usted dónde se encuentra.
—No hemos sabido nada más de ella. Tengo entendido que tenía que permanecer con la señorita Vandemeyer durante una temporada. Pero ¿qué puede haber ocurrido? ¿Habrán secuestrado a la muchacha?
—Eso está todavía por ver —dijo sir James en tono grave.
—¿No cree usted que debo avisar a la policía? —El médico vacilaba.
—No, no. Seguramente estará con otros parientes.
El doctor no quedó muy satisfecho, pero vio que sir James había resuelto no decir nada más y que intentar sacarle alguna información era perder el tiempo. Se despidieron de él y salieron del hotel. Pocos minutos después hablaban junto al coche.