El misterioso Sr Brown (25 page)

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Authors: Agatha Christie

BOOK: El misterioso Sr Brown
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Había sido su canción favorita durante los días que estuvo en el hospital con Tuppence y estaba seguro de que tendría que reconocerla y sacar sus conclusiones. Tommy no tenía oído para la música, pero sí unos magníficos pulmones y organizó un escándalo terrible.

De pronto un mayordomo impecable, acompañado por otro criado igualmente impecable, apareció en la puerta principal para amonestarlo. Tommy continuó cantando, dirigiéndose al mayordomo y llamándole «viejo bigotes».

El criado lo tomó de un brazo y el mayordomo por otro y lo llevaron hasta la verja, amenazándolo con llamar a la policía si volvía a entrar. Todo fue hecho con sobriedad y el mayor decoro. Cualquiera hubiera jurado que el mayordomo era auténtico y el criado también. ¡Solo que daba la casualidad de que el mayordomo era Whittington!

Tommy regresó a la posada y aguardó el regreso de Albert.

—¿Y bien? —exclamó con ansiedad en cuanto apareció.

—Salió perfectamente. Mientras le echaban a usted, se abrió la ventana y alguien arrojó esto —Le tendió un pedazo de papel que envolvía el platillo de un pesacartas.

En el papel se leían estas cinco palabras:

Mañana a la misma hora.

—¡Gracias a Dios! —exclamó Tommy—. Hemos adelantado algo.

—Yo escribí un mensaje de respuesta y lo tiré por la ventana —continuó Albert sin respirar.

—Tu celo excesivo podría perdernos, Albert. ¿Qué escribiste?

—Puse que estábamos en la posada y que, si conseguía salir, que viniera y croara como una rana.

—Comprenderá que has sido tú —dijo Tommy con un suspiro de alivio—. Tu imaginación va demasiado lejos, Albert. Eres incapaz de reconocer el croar de una rana aunque la oyeras.

Albert pareció algo abatido.

—Anímate. No ha ocurrido nada malo. Ese mayordomo es un viejo amigo mío y apuesto a que sabe quién soy, aunque lo disimulara. No entra en sus cálculos demostrar que sospechan. Por eso nos ha salido todo bien. No quieren desanimarme del todo. Y por otro lado, tampoco quieren ponerme las cosas demasiado fáciles. Soy un simple peón en su juego, Albert, eso es lo que soy, ¿comprendes? Si la araña dejara escapar a la mosca demasiado fácilmente, la mosca pensaría que se trataba de un truco. De ahí la utilidad de ese joven prometedor, Tommy Beresford, que aparece en el momento oportuno. ¡Pero será mejor que Tommy Beresford esté alerta!

Tommy se retiró a descansar aquella noche muy contento. Había preparado un plan para la noche siguiente.

Estaba seguro de que los habitantes de Astley Priors no se meterían con él hasta cierto límite, y se disponía a darles una sorpresa.

No obstante, a las doce su calma sufrió una brusca sacudida. Le avisaron de que alguien lo esperaba en el bar; resultó ser un carretero cubierto de barro y cara de pocos amigos.

—Bien, usted dirá.

—Traigo esto para usted.

El carretero le tendió un sobre manchado que rezaba así:

Lleve esta nota al caballero que está en la posada cerca de Astley Priors y él le dará diez chelines.

La letra era de Tuppence. Tommy supo apreciar su ingenio, porque había adivinado que estaría en la posada bajo un nombre supuesto.

—Muy bien.

El hombre se la entregó. —¿Qué hay de mis diez chelines?

Tommy se apresuró a sacar un billete de diez chelines y el hombre le dio el sobre. El joven leyó la carta.

Querido Tommy:

Supe que eras tú. No vengas esta noche. Te están preparando una trampa. Mañana por la mañana se nos llevarán de aquí. Creo haber oído algo acerca de Gales, Holyhead, me parece. Si tengo oportunidad, tiraré esto por la carretera. Annette me contó cómo habías escapado. Animo.

Tuya,

TWOPENCE

Tommy llamó a Albert casi antes de terminar de leerla. —¡Haz el equipaje! ¡Nos vamos! —Sí, señor. Albert echó a correr. ¿Holyhead? ¿Qué es al fin y al cabo...? Tommy estaba intrigado y volvió a leer despacio. El ruido de las botas de Albert se oía en el piso de arriba. De pronto volvió a llamarle a gritos: —¡Albert! ¡Olvídate del equipaje! —Sí, señor.

Tommy alisó la nota, pensativo.

—Sí, soy un tonto —dijo en tono bajo—. ¡Pero no soy el único! ¡Y al fin sé quién es!

Capítulo XXIV
-
Julius echa una mano

En sus habitaciones del hotel Claridge, Kramenin estaba dictando a su secretario en ruso.

De pronto sonó el teléfono. El secretario atendió la llamada. Tras unas breves palabras, se volvió hacia su jefe diciéndole en tono respetuoso:

—Abajo preguntan por usted.

—¿Quién es?

—Dice llamarse Julius P. Hersheimmer.

—Hersheimmer —repitió Kramenin, pensativo—. Creo haber oído ese nombre.

—Su padre era uno de los reyes del acero en Estados Unidos —explicó el secretario, cuya obligación era saberlo todo—. Ese joven tiene que ser multimillonario.

Los ojos del otro se abrieron apreciativamente.

—Será mejor que bajes a verlo, Ivan. Averigua lo que desea.

El secretario obedeció. A los pocos minutos estaba de regreso.

—Se niega a decirlo. Insiste en que es un asunto personal y que debe hablarlo con usted.

—Un multimillonario —murmuró Kramenin—. Hazlo subir, mi querido Ivan.

El secretario abandonó la estancia una vez más, para volver escoltando a Julius.

—¿Monsieur Kramenin?

El ruso se inclinó, estudiándolo con una mirada venenosa.

—Celebro conocerlo —dijo el norteamericano—. Tengo que hablarle de algunos asuntos muy importantes, si es posible verlo a solas —concluyó señalando al otro.

—Este es mi secretario, monsieur Grieber, para el que no tengo secretos.

—Usted puede que no, pero yo sí —replicó Julius secamente—. De modo que le agradecería de veras si le dice que se largue.

—Ivan —dijo el ruso en tono suave—, tal vez no te importe retirarte a la habitación contigua.

—No sirve —le interrumpió Julius—. Conozco estas suites ducales y deseo que ésta quede vacía, con la excepción de usted y yo. Envíelo al colmado de la acera de enfrente a comprar un cucurucho de cacahuetes.

A pesar de que no le divertía precisamente el lenguaje desenfadado del norteamericano, a Kramenin lo estaba devorando la curiosidad.

—¿Van a tomarnos mucho tiempo sus asuntos?

—Tal vez toda la noche, si usted me escucha con atención.

—Muy bien, Ivan. No te necesitaré ya esta noche. Vete al teatro, tienes la noche libre.

—Gracias, excelencia.

El secretario se inclinó y se fue.

Julius permaneció en la puerta viéndolo marchar. Al fin, con un suspiro de alivio, la cerró y volvió a situarse en el centro de la estancia.

—Ahora, señor Hersheimmer, tal vez sea usted tan amable de ir directamente a la cuestión.

—No tardo ni un minuto. —replicó Julius y luego, con un repentino cambio de tono, agregó—: ¡Manos arriba o disparo!

Por un momento, Kramenin miró fijamente la enorme automática, pero luego, con prisa casi cómica, alzó sus manos por encima de su cabeza. En ese instante Julius tomó sus medidas. El hombre que tenía ante él era un vil cobarde. El resto sería fácil.

—Esto es un atropello —exclamó el ruso con voz histérica—. ¡Un atropello! ¿Es que quiere matarme?

—No, si procura bajar la voz. No se acerque al timbre. Así está mejor.

—¿Qué es lo que quiere? No cometa imprudencias. Recuerde que mi vida tiene un valor incalculable para mi pueblo. Tal vez me hayan calumniado.

—Creo que el hombre que lo agujeree hará un gran bien a la humanidad. Pero no tiene por qué preocuparse. No tengo intención de matarlo ahora; es decir, si se muestra razonable.

El ruso leyó la dura amenaza en los ojos de Julius y se pasó la lengua por los labios resecos.

—¿Qué quiere usted? ¿Dinero?

—No. Quiero a Jane Finn.

—¿Jane Finn? ¡Nunca oí ese nombre!

—¡Es usted un condenado mentiroso! Sabe perfectamente a quién me refiero.

—Le digo que nunca he oído hablar de ella.

—Y yo le digo que la pequeña Willie está deseando entrar en movimiento.

El ruso se amansó visiblemente.

—No se atreverá a...

—¡Oh, ya lo creo que sí!

Kramenin debió de comprender que hablaba en serio.

—Bueno —dijo a pesar suyo—. Suponiendo que supiera de quién se trata, ¿qué?

—Va a decirme ahora mismo dónde puedo encontrarla.

Kramenin movió la cabeza.

—No me atrevo.

—¿Por qué no?

—No me atrevo. Pide usted un imposible.

—Tiene miedo, ¿verdad? ¿De quién? ¿Del señor Brown? ¡Ah, eso le asusta! ¿Es que existe, entonces? Lo dudaba. ¡Su sola mención le produce tal efecto que se pone lívido de pavor!

—Le he visto —dijo el ruso despacio—. He hablado con él cara a cara. No lo supe hasta después. Era un tipo corriente. No lo reconocería. ¿Quién es en realidad? Lo ignoro. Pero sé que es un hombre de temer.

—Él no lo sabrá.

—Lo sabe todo y su venganza no se hará esperar. ¡Incluso yo, Kramenin, no podría librarme de ella!

—Entonces, ¿no hará lo que le pido?

—Imposible.

—Pues lo siento por usted —dijo Hersheimmer, en tono festivo—. Sin embargo, el mundo se beneficiará.

Alzó la pistola.

—¡Espere! —gritó el ruso—. ¿No irá a matarme?

—¡Pues claro que sí! Siempre he oído decir que ustedes, los revolucionarios, no le conceden importancia a la vida, pero parece que es distinto cuando no se trata de la propia. Le doy la oportunidad de salvar su sucio pellejo y no la aprovecha.

—¡Me matarán!

—Bueno —repuso Julius complacido—, como guste. Pero solo diré una cosa. ¡La pequeña Willie es la muerte cierta y yo en su lugar me arriesgaría a probar suerte con el señor Brown!

—Lo ahorcarán si me mata —musitó el ruso.

—No. Ahí es donde se equivoca. Olvida los dólares. Se pondrán a trabajar una multitud de abogados, me someterán al examen de varios médicos y al fin dirán que mi cerebro está desequilibrado. Pasaré unos cuantos meses en un sanatorio tranquilo, donde mejorará mi salud mental. Los médicos dirán que estoy curado y todo terminará bien para el pequeño Julius. Supongo que podré soportar unos meses de aislamiento con tal de librar al mundo de su presencia. No se engañe pensando que me ahorcarán.

El ruso le creyó. Como él era corrupto, creía ciegamente en el poder del dinero. Había leído que los juicios por asesinato se llevaban a cabo en Estados Unidos según las normas indicadas por Julius. Él mismo había comprado y vendido a la justicia. Aquel norteamericano tan joven y varonil, de voz expresiva, tenía la sartén por el mango.

—Voy a contar hasta cinco —continuó Julius— y si me deja pasar de cuatro ya no necesitará preocuparse por el señor Brown. ¡Puede que le envíe flores para su entierro, pero usted no las olerá! ¿Está dispuesto? Empezaré. Uno... dos... tres... cuatro...

El ruso lo interrumpió con un grito.

—No dispare. Haré lo que desea.

Julius bajó el arma.

—Sabía que se avendría a razones. ¿Dónde está esa joven?

—En Gatehouse, Kent. El lugar se llama Astley Priors.

—¿Está prisionera?

—No se le permite abandonar la casa, aunque es bastante segura, la verdad. La pobrecilla ha perdido la memoria, ¡maldita sea!

—Reconozco que debe de haber sido una contrariedad para ustedes. ¿Qué ha sido de la otra joven? La que secuestraron hará cosa de una semana.

—Está allí también.

—Bien. ¿No le parece que todo va saliendo estupendamente? ¡Hace una noche espléndida para viajar!

—¿Viajar? —repitió Kramenin, sorprendido.

—Nos vamos a Gatehouse, desde luego. Espero que sea usted aficionado al automovilismo.

—¿Qué quiere decir? Me niego a acompañarlo.

—Ahora no pierda los estribos. Debe comprender que no soy tan tonto como para dejarlo aquí. ¡Lo primero que haría sería telefonear a sus amigos! ¡Ah! —Observó por la expresión del ruso que no ofrecería resistencia—. Comprenda, hay que dejarlo todo bien atado. No señor, usted viene conmigo. ¿Su dormitorio está en la habitación de al lado? Entre allí. La pequeña Willie y yo lo seguiremos. Póngase un abrigo grueso. Bien. ¿Forrado de piel? ¡Y usted se llama socialista! Ahora ya estamos preparados. Bajaremos y usted atravesará el vestíbulo para llegar hasta mi automóvil. ¡No olvide que no cesaré de vigilarlo y que puedo disparar a través del bolsillo de mi abrigo! Una palabra, o tan solo una mirada a cualquiera de los empleados, y es hombre muerto.

Juntos bajaron la escalera y llegaron al vestíbulo. El ruso temblaba de rabia. Estaban rodeados de empleados y estuvo a punto de gritar, pero en el último momento le faltó valor. El norteamericano era un hombre de palabra.

Cuando estuvieron junto al coche, Julius exhaló un suspiro de alivio. Habían conseguido atravesar la zona de peligro y el miedo había hipnotizado al hombre que le acompañaba.

—Suba. —le ordenó y, al sorprender una mirada de soslayo del ruso, agregó—: No, el chófer no le ayudará. Es marino. Estaba en un submarino en Rusia cuando estalló la Revolución. Un hermano suyo fue asesinado por los suyos. ¡George!

—¿Diga, señor? —El chófer volvió la cabeza.

—Este caballero es un ruso bolchevique. No deseamos matarle a menos que sea estrictamente necesario. ¿Entendido?

—Perfectamente, señor.

—Deseo ir a Gatehouse, Kent. ¿Conoce la carretera?

—Sí, señor. Está a cosa de una hora y media.

—Hágalo en una hora. Tengo prisa.

—Haré lo que pueda, señor.

El coche salió disparado y Julius se recostó cómodamente junto a su rehén. Conservaba la mano en el bolsillo, pero sus modales eran de lo más corteses.

—Hubo un hombre contra el que disparé una vez en Arizona... —comenzó a decir en tono alegre.

Al cabo de una hora de viaje, el desgraciado Kramenin estaba más muerto que vivo. Después de la anécdota del hombre de Arizona, había tenido que soportar otra de San Francisco y un episodio de las Rocosas. ¡El estilo narrativo de Julius, si no verídico, era por lo menos muy pintoresco!

George aminoró la marcha, mientras anunciaba que estaban llegando a Gatehouse. Julius obligó al ruso a que les indicara el camino. Su plan era ir directamente a la casa donde Kramenin preguntaría por las dos jóvenes. Julius le explicó que la pequeña Willie no toleraría el menor fallo.

A estas alturas, el pobre ruso era un juguete en sus manos. La terrible velocidad a la que circularon durante todo el trayecto contribuyó a acobardarlo, convencido de encontrar la muerte en cada recodo. El coche enfiló la avenida y se detuvo ante el porche, donde el chófer aguardó nuevas órdenes.

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