Read El misterioso Sr Brown Online

Authors: Agatha Christie

El misterioso Sr Brown (26 page)

BOOK: El misterioso Sr Brown
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—Primero dé la vuelta al coche, George. Luego, llame al timbre de la casa y vuelva a su asiento. Conserve el motor en marcha y esté dispuesto a salir pitando cuando le avise.

—Muy bien, señor.

La puerta principal fue abierta por el mayordomo. Kramenin sintió el cañón de la pistola contra sus riñones.

—Vamos —susurró Julius—. Y ande con cuidado.

El ruso gritó con los labios muy pálidos y voz insegura:

—¡Soy yo! ¡Kramenin! ¡Baje a esa joven enseguida! ¡No hay tiempo que perder!

Whittington había bajado los escalones y lanzó una exclamación de asombro al ver al ruso.

—¡Usted! ¿Qué ocurre? Sin duda conocerá el plan.

Kramenin le interrumpió empleando las palabras que han creado tantos temores innecesarios:

—¡Hemos sido traicionados! ¡Hay que abandonar nuestros planes y salvar el pellejo! ¡La chica! ¡Enseguida! Es nuestra única oportunidad.

Whittington vacilaba, pero fue solo un instante.

—¿Tiene órdenes de él?

—¡Naturalmente! ¿Estaría aquí si no? ¡Deprisa! No hay tiempo que perder. La otra chica tiene que venir también.

Whittington dio media vuelta y corrió al interior de la casa. Los minutos transcurrieron angustiosamente. Al fin, dos figuras envueltas en sendas capas aparecieron en los escalones y fueron introducidas en el coche a toda prisa. La más pequeña de las dos quiso resistirse y Whittington la obligó a subir sin miramientos.

Julius se inclinó hacia delante y al hacerlo la luz le dio de lleno en el rostro. Un hombre que estaba detrás de Whittington lanzó una exclamación de sorpresa. El engaño había llegado a su fin.

—Vamos, George —gritó Julius.

El chófer apretó a fondo el acelerador y el coche arrancó con una brusca sacudida.

El hombre que había en el porche lanzó un juramento al llevarse la mano al bolsillo. Brilló un fogonazo y se oyó una detonación; la bala pasó a un centímetro de la más alta de las dos muchachas.

—Agáchate, Jane —gritó Julius—. Échate al suelo.

Luego apuntó con cuidado y disparó a su vez.

—¿Le ha dado? —exclamó Tuppence.

—Seguro —replicó Julius—. Aunque no lo he matado. Esos canallas tienen siete vidas. ¿Se encuentra bien, Tuppence?

—¡Claro que sí! ¿Dónde está Tommy? ¿Quién es este? —señaló al tembloroso Kramenin.

—Tommy está haciendo el equipaje para irse a la Argentina. Supongo que creyó que usted había muerto. ¡Atraviesa la verja, George! Muy bien. Tardarán más de cinco minutos en poder seguirnos. Es de suponer que utilizarán el teléfono, de modo que hay que estar ojo avizor para no caer en una trampa. Será mejor que no vayamos por la carretera general. ¿Pregunta usted que quién es éste? Permítame que le presente a monsieur Kramenin, al cual he convencido para que hiciera este viaje por cuestiones de salud.

El ruso permanecía callado, seguía lívido de terror.

—Pero ¿cómo nos han dejado salir? —preguntó Tuppence, recelosa.

—¡Debo confesar que monsieur Kramenin se lo ha pedido con tanta gentileza que no han podido negarse!

Aquello fue demasiado para el ruso.

—¡Maldito sea, maldito sea! —exclamó con vehemencia—. Ahora saben que los he traicionado. En este país ya no me queda ni una hora de vida.

—Es cierto —asintió Julius—. Le aconsejo que vuelva a Rusia enseguida.

—Suélteme entonces —exclamó el otro—. Ya hice lo que usted quería. ¿Por qué quiere que siga a su lado?

—No es precisamente por el placer de su compañía. Me imagino que puede marcharse ya, si lo desea, pero pensé que preferiría que lo lleváramos de nuevo a Londres.

—No llegarán nunca a Londres —rugió Kramenin—. Déjeme bajar aquí.

—Desde luego. Para, George. El caballero no nos acompaña de regreso. Si alguna vez voy a Rusia, monsieur Kramenin, espero un caluroso recibimiento y...

Pero antes de que Julius hubiera terminado su discurso y de que el coche se hubiera detenido del todo, el ruso saltó del automóvil y desapareció rápidamente en la noche.

—Estaba algo impaciente por dejarnos —comentó Julius cuando el coche volvió a tomar velocidad—. Y ni siquiera se ha despedido de las señoritas. Oye, Jane, ahora ya puedes sentarte.

Por primera vez habló la joven.

—¿Cómo le persuadiste? —preguntó.

Julius acarició su pistola.

—¡El mérito es de la pequeña Willie!

—¡Estupendo! —exclamó la joven y el color volvió a sus mejillas mientras miraba a Julius con admiración.

—Annette y yo no sabíamos qué iba a ocurrirnos —dijo Tuppence—. El viejo Whittington nos hizo salir a toda prisa. Pensábamos que nos llevaba al matadero como corderitos.

—Annette —dije Hersheimmer—, ¿es así como usted la llama?

Parecía querer acostumbrarse a la novedad.

—Ése es su nombre —replicó Tuppence, abriendo mucho los ojos.

—¡Demonios! —exclamó Julius—. Puede creer que se llama así porque la pobrecilla ha perdido la memoria. Pero ante usted tiene en estos momentos a la verdadera Jane Finn.

—¿Qué diantres...? —exclamó Tuppence.

Pero la interrumpió el ruido de una bala al introducirse en la carrocería del coche, rozando su cabeza.

—Agáchense —gritó Julius—. Es una emboscada. Esos individuos han ido muy deprisa, corre un poco más, George.

El automóvil aceleró aún más. Sonaron otros tres disparos; pero ninguno les alcanzó. Julius miró hacia atrás.

—No hay a quién disparar —anunció, contrariado—. Pero me imagino que no tardarán en darnos otra fiestecita. ¡Ah!

Se llevó la mano a la mejilla.

—¿Le han herido? —dijo Annette, preocupada.

—Solo es un rasguño.

La joven se levantó del suelo.

—¡Déjeme bajar! ¡Le digo que me dejen bajar! Paren el coche. Es a mí a quien persiguen. No quiero que pierdan la vida por mi culpa. Déjenme bajar.

Comenzó a forcejear con la manija de la portezuela.

Julius la sujetó por ambos brazos, mirándola con fijeza al darse cuenta de que había hablado sin el menor acento extranjero.

—Siéntate, pequeña —le dijo en tono amable—. Me parece que a tu memoria no le ocurre nada malo. Les has estado engañando todo el tiempo, ¿verdad?

La muchacha asintió y de pronto se deshizo en lágrimas. Julius le dio unas suaves palmaditas en el hombro.

—Vamos, vamos, tranquilízate. No permitiremos que te cojan.

Entre sollozos, la muchacha consiguió decir:

—Eres de mi país. Lo adivino por tu voz. Me hace sentir nostalgia de mi casa.

—¡Claro que soy de tu país! Soy tu primo, Julius Hersheimmer. Vine a Europa para buscarte ¡y vaya trabajo me has dado!

El coche aminoró la marcha y George dijo por encima del hombro:

—Aquí hay un cruce, señor, y no estoy seguro de qué dirección seguir.

El coche estaba a punto de detenerse cuando una figura, que por lo visto iba escondida en la parte trasera, asomó su cabeza en medio de todos ellos.

—Lo siento —dijo Tommy.

Le saludaron con una salva de exclamaciones.

—Estaba entre los arbustos de la avenida y me monté en la parte de atrás —les explicó Tommy—. No os pude avisar debido a la velocidad que llevabais. Bastante trabajo tenía en procurar no caerme. Ahora ¡ya podéis apearos!

—¿Apearnos?

—Sí. Hay una estación junto a esa carretera. El tren pasará dentro de tres minutos. Si os dais prisa podréis alcanzarlo.

—¿Qué diablos persigue con todo esto? —quiso saber Julius—. ¿Cree poder engañarlos abandonando el coche?

—Usted y yo no lo abandonaremos. Solo las chicas.

—Está usted loco, Beresford. ¡Loco de remate! No puedo dejarlas solas. Si lo hiciera sería el fin.

Tommy se volvió a Tuppence.

—Baja enseguida, Tuppence, y llévatela como te digo. Ninguna de las dos sufrirá daño alguno. Estáis a salvo. Coged el tren que va a Londres e id directamente a ver a sir James Peel Edgerton. El señor Carter vive fuera de la ciudad, pero estaréis a salvo con el abogado.

—¡Maldito sea! —exclamó Julius—. Está loco, Jane, quédate donde estás.

Con un movimiento rápido, Tommy arrebató el revólver de la mano de Julius.

—¿Ahora creéis que hablo en serio? Salid las dos y haced lo que os he dicho, o disparo.

Tuppence saltó del coche arrastrando a Jane, que se resistía.

—Vamos, si no pasa nada. Si Tommy dice que no hay peligro, será verdad. Date prisa. Vamos a perder el tren.

Echaron a correr.

Julius exteriorizó su coraje.

—¿Qué diablos...?

Tommy lo interrumpió:

—¡Cállese! Deseo hablar unas palabras con usted, Julius Hersheimmer.

Capítulo XXV
-
La historia de Jane Finn

Sin soltar el brazo de Jane, Tuppence llegó jadeante a la estación y su oído captó el rumor del tren que se aproximaba.

—Deprisa o lo perderemos.

Salieron al andén en el preciso momento en que se detenía. Tuppence abrió la puerta de un compartimiento de primera clase que estaba vacío y las dos muchachas se dejaron caer sobre los mullidos asientos, extenuadas y sin aliento.

Un hombre asomó la cabeza y luego pasó al coche siguiente. Jane se sobresaltó y sus pupilas se dilataron por el terror cuando miró a Tuppence inquisitivamente.

—¿Crees que será uno de ellos?

Tuppence meneó la cabeza.

—No, no. No te preocupes —Cogió la mano de Jane—. Tommy no nos hubiera obligado a hacer esto si no estuviera seguro de que saldría bien.

—¡Pero él no los conoce tan bien como yo! —La joven se estremeció—. Tú no puedes comprenderlo. ¡Cinco años! ¡Cinco largos años! Algunas veces creí que iba a volverme loca.

—No pienses en eso. Ahora ya ha pasado todo.

—¿Tú crees?

El tren comenzaba a moverse; poco a poco adquirió velocidad. De pronto Jane se sobresaltó.

—¿Qué ha sido eso? Me ha parecido ver una cara que miraba por aquella ventanilla.

—No, no hay nadie. Mira —Tuppence fue hasta la ventanilla y bajó el cristal.

—¿Estás segura?

—Segurísima.

Jane se vio obligada a dar una explicación.

—Creo que me estoy comportando como una tonta, pero no puedo evitarlo. Si me cogieran ahora... —Sus ojos se abrieron desmesuradamente.

—¡No! —suplicó Tuppence—. Acuéstate y no pienses. Puedes tener la seguridad de que Tommy no nos hubiera dicho que estaríamos a salvo si no fuera verdad.

—Mi primo no opinaba lo mismo. Él no quería que viniéramos.

—Es verdad —repuso Tuppence un poco turbada.

—¿En qué estás pensando? —preguntó Jane.

—¿Por qué?

—¡Tu voz ha sonado tan extraña!

—Sí, pensaba en algo —confesó Tuppence—. Pero no quiero decírtelo ahora. Quizá esté equivocada, aunque no lo creo. Es una idea que se me metió en la cabeza hace mucho tiempo. A Tommy le ha ocurrido lo mismo. Estoy casi segura. Pero no te preocupes, ya habrá tiempo para eso después. ¡O tal vez no lo haya en absoluto! De modo que haz lo que te digo: acuéstate ahora y no pienses en nada.

—Lo intentaré —dijo. Cerró los ojos.

Tuppence, por su parte, continuó sentada en actitud parecida a la de un terrier en guardia. A pesar suyo estaba nerviosa y sus ojos iban continuamente de una ventanilla a otra. Le hubiera sido difícil decir lo que temía, sin embargo, en su interior estaba muy lejos de sentir la confianza que puso en sus palabras. No es que desconfiara de Tommy, pero de vez en cuando le asaltaba la duda de que alguien tan sencillo y bueno como él fuera capaz de desenmascarar al criminal más malvado de aquellos tiempos.

En cuanto se reunieran con sir James todo iría bien. Pero ¿conseguirían llegar? ¿No se estarían organizando las silenciosas fuerzas del señor Brown contra ellas? Incluso el hecho de ver a Tommy revólver en mano la desalentaba. Tal vez ahora estuviese ya en manos de sus enemigos. Tuppence trazó un plan de campaña.

Cuando el tren se detuvo al fin en Charing Cross, Jane se incorporó, sobresaltada.

—¿Hemos llegado? ¡No creí que lo consiguiéramos!

—Oh, hasta aquí era de esperar que no ocurriera nada. Si tiene que haber problemas, empezarán ahora. Bajemos deprisa, tomaremos un taxi en cuanto podamos.

Al minuto siguiente cruzaban la salida y subían a un taxi.

—King's Cross —ordenó Tuppence y acto seguido pegó un respingo. Un hombre había mirado por la ventanilla en el momento en que el coche se ponía en marcha y estaba casi segura de que era el mismo que ocupó el compartimiento contiguo al suyo. Tuvo la horrible sensación de que el cerco se estrechaba por todos lados.

—¿Comprendes? —le explicó a Jane—. Si creen que vamos a ver a sir James, esto les despistará. Ahora creerán que vamos a casa del señor Carter, que vive en las afueras, al norte de Londres.

En Holborn había un atasco y el taxi tuvo que detenerse. Aquello era lo que Tuppence había estado esperando.

—Deprisa —susurró—. ¡Abre la portezuela de la derecha!

Las dos jóvenes se apearon y se confundieron entre el tránsito y poco después se hallaban en otro taxi en dirección contraria, esta vez para ir directamente a Carlton House Terrace.

—Vaya —dijo Tuppence con gran satisfacción—, esto les despistará. ¡Tengo que reconocer que soy bastante inteligente! ¡Cómo se enfadará el otro taxista! Pero he tomado su número y mañana le enviaré un giro postal para que no pierda nada, si es que era realmente un taxista. ¿Qué es eso? ¡Oh!

Hubo un gran ruido y una terrible sacudida. Habían chocado con otro taxi.

Como un relámpago, Tuppence saltó a la acera. Se aproximaba un policía, pero antes de que llegara, Tuppence había entregado cinco chelines al taxista y se perdía entre la multitud en compañía de Jane.

—Estamos solo a unos cuantos pasos —dijo Tuppence sin aliento. El accidente se había producido en Trafalgar Square.

—¿Tú crees que hemos chocado por casualidad o fue deliberado?

—No lo sé. Puede ser cualquiera de las dos cosas.

Las dos muchachas corrieron velozmente cogidas de la mano.

—Puede que sean imaginaciones mías —dijo Tuppence de pronto—, pero tengo la desagradable sensación de que alguien nos sigue.

—¡Corre! —murmuró Jane—. ¡Oh, corre!

Estaba llegando a la esquina de Carlton House Terrace y sus temores se disiparon. De pronto un hombre alto y al parecer beodo les bloqueó el paso.

—Buenas noches, señoritas —dijo entre hipos—. ¿Adonde van tan deprisa?

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