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Authors: Agatha Christie

El misterioso Sr Brown (24 page)

BOOK: El misterioso Sr Brown
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El primer ministro alzó la mirada.

—¿Y ese sobre que según dice incluye?

Carter sonrió.

—En la caja fuerte del banco. No quiero correr riesgos.

—¿No cree usted que sería mejor abrirlo ahora? —dijo el primer ministro—. Habrá que asegurar el documento, es decir, suponiendo que la corazonada de ese joven fuera cierta y podamos mantener en secreto que lo hemos abierto.

—¿Sí? No estoy tan seguro. Estamos rodeados de espías, una vez se supiera yo no daría ni esto —chasqueó los dedos— por la vida de esas dos señoritas. No, el muchacho ha confiado en mí y no voy a decepcionarle.

—Bien, bien, entonces lo dejaremos donde está. ¿Qué tal es ese muchacho?

—Exteriormente es el típico joven inglés. Lento en sus procesos mentales. Por otro lado, es casi imposible que lo pierda su imaginación porque no la tiene. Por eso es difícil de engañar. Medita las cosas lentamente y una vez consigue algo no lo deja escapar. Esa jovencita es muy distinta. Tiene más intuición y menos sentido común. Hacen una buena pareja para trabajar juntos. Calma y vitalidad.

—Parece de fiar —musitó el primer ministro.

—Sí, eso es lo que me da ciertas esperanzas. Es muy tímido y tiene que estar muy seguro de una cosa antes de aventurar su opinión.

—¿Cree que será capaz de desafiar al mayor criminal de nuestros días?

—¡Ese muchacho! Es capaz. Pero algunas veces creo ver una sombra detrás suyo.

—¿Se refiere a...?

—A Peel Edgerton.

—¿Peel Edgerton? —exclamó el primer ministro, asombrado.

—Sí. Veo su mano en esto —Blandió la carta—. Está aquí, trabajando en la sombra, silenciosamente. Siempre he pensado que si alguien habría de descubrir al señor Brown, sería Peel Edgerton. Le digo que ahora trabaja en este caso, pero no quiere que se sepa. Por cierto, el otro día me hizo una petición bastante rara.

—¿Ah, sí?

—Me envió una carta, adjuntándome un recorte de un periódico de Nueva York en el que se mencionaba el hallazgo del cadáver de un hombre en una dársena del puerto neoyorquino, hará cosa de tres semanas. Me pedía que recogiera toda la información a mi alcance sobre el asunto.

—¿Y bien?

Carter se encogió de hombros.

—No conseguí gran cosa. Resultó ser un hombre de unos treinta y cinco años, pobremente vestido, con el rostro desfigurado. No pudo ser identificado.

—¿Sospecha que ambos asuntos tienen alguna relación?

—En cierto modo, sí. Claro que puedo equivocarme. Le pedí que pasara por aquí. No es que pensara sonsacarle algo que él no quiera decir. Su sentido del deber es demasiado fuerte, pero no existe la menor duda de que él puede aclararnos un par de puntos oscuros de la carta del joven Beresford. ¡Ah, ya está aquí!

Los dos hombres se pusieron en pie al entrar el recién llegado y, como un relámpago, pasó por la mente del primer ministro este pensamiento: ¡Tal vez sea mi sucesor!

—Hemos recibido una carta del joven Beresford —dijo Carter, que fue directo al asunto—. Supongo que lo habrá usted visto.

—Pues supone usted mal.

—¡Oh!

Sir James sonrió, acariciándose la barbilla.

—Me telefoneó —dijo.

—¿Tendría inconveniente en decimos exactamente lo que pasó entre ustedes?

—Ninguno. Me dio las gracias por cierta carta que yo le había escrito. A decir verdad, ofreciéndole un empleo. Entonces me recordó algo que yo había dicho en Manchester con respecto a ese telegrama falso que hizo que se marchara la señorita Cowley. Le pregunté si había ocurrido algo nuevo y me dijo que en un cajón del salón del señor Hersheimmer había descubierto una foto. Le pregunté si la foto llevaba el nombre y la dirección de un fotógrafo de California y me replicó: «Ha acertado usted, señor. Así es». Luego continuó contándome algo que yo ignoraba: que el sujeto de aquella fotografía era la francesa. Annette, la chica que le salvó la vida.

—¿Qué?

—Exactamente eso. Le pregunté, no sin cierta curiosidad, qué había hecho de la fotografía, y replicó que la volvió a dejar donde la encontró. Eso estuvo bien... francamente bien. Ese joven sabe hacer uso de su inteligencia. Lo felicité. El descubrimiento fue providencial, puesto que desde el momento en que demostraba que la joven de Manchester era una impostora, todo cambiaba. El joven Beresford lo comprendió así, sin necesidad de que yo se lo dijera. Pero no podía confiar demasiado en sus razonamientos después de lo ocurrido a la señorita Cowley. Me preguntó si yo creía en la posibilidad de que siguiera con vida. Le dije que había muchas posibilidades a su favor, y todo eso nos hizo buscar ansiosos el telegrama.

—¿Sí?

—Le aconsejé que pidiera una copia original. Se me había ocurrido como cosa probable que después de que la señorita Cowley lo arrojara al suelo, ciertas palabras pudieron ser alteradas con la expresa intención de poner a sus amigos sobre una pista falsa.

Carter asintió y, tras sacar una hoja de papel de su bolsillo, leyó en voz alta:

Ven enseguida a Astley Priors, Gatehouse, Kent. Grandes acontecimientos.

TOMMY

—Muy sencillo y muy ingenioso —dijo sir James—. Solo unas palabras alteradas y la pista importante se pasa por alto.

—¿Cuál era?

—La declaración del botones de que la señorita Cowley se había dirigido a Charing Cross. Estaban tan seguros de sí mismos que dieron por hecho que se había equivocado.

—Entonces el joven Beresford ahora está...

—En Gatehouse, Kent, a menos que me equivoque.

Carter lo contempló con curiosidad.

—Me pregunto cómo no está usted también allí, Peel Edgerton.

—¡Ah, estoy muy ocupado trabajando en un caso!

—Creí que estaba de vacaciones.

—¡Oh! Tal vez fuese más exacto decir que estoy preparando un caso. ¿Sabe algo más de ese norteamericano sobre el que pedí informes?

—Me temo que no. ¿Es importante descubrir quién era?

—¡Oh! Ya sé de quién se trata. No puedo hablar, pero lo sé.

No le hicieron ninguna pregunta, convencidos de que sería perder el tiempo.

—Pero lo que no comprendo —dijo de pronto el primer ministro— es cómo fue a parar al cajón del señor Hersheimmer esa fotografía.

—Tal vez nunca salió de allí —insinuó el abogado.

—Pero ¿y el falso inspector de policía? ¿El inspector Brown?

—¡Ah! —replicó sir James, pensativo, al tiempo que se ponía en pie—. No debo entretenerlos más. Continúen con los asuntos de la nación. Yo debo volver a trabajar en mi caso.

Dos días después Julius Hersheimmer regresaba de Manchester y encontró una nota de Tommy encima de la mesa:

Apreciado Hersheimmer:

Siento haber perdido los estribos. Por si no volviera a verle, adiós. Me han ofrecido un empleo en Argentina y quizá lo acepte.

Suyo afectísimo,

T. BERESFORD

Una sonrisa muy peculiar apareció en el rostro de Julius. —¡El muy tonto! —murmuró.

Capítulo XXIII
-
Una carrera contrareloj

Después de llamar a sir James, el siguiente paso de Tommy fue visitar South Audley Mansions. Encontró a Albert cumpliendo sus tareas profesionales y se presentó sin rodeos como amigo de Tuppence. Albert se mostró muy amable.

—Esto ha estado muy tranquilo últimamente. Espero que la señorita esté bien.

—Pues ese es el tema, Albert. Ha desaparecido.

—¿Quiere decir que esos malvados se la llevaron?

—Eso han hecho.

—¿Al otro mundo?

—¡No, hombre!

—¿Usted cree que la habrán matado?

—Espero que no. A propósito, ¿no tendrías por casualidad una tía, prima, abuela o alguna otra pariente que pudiera simular que está a punto de morir?

Una sonrisa de placer se extendió lentamente por el rostro de Albert.

—Sí, señor. Mi pobre tía que vive en el campo hace tiempo que está enferma y no hace más que llamarme en su delirio.

Tommy hizo un gesto de aprobación.

—¿Por qué no das aviso en el lugar indicado y te reúnes conmigo en la estación de Charing Cross dentro de una hora?

—Allí estaré, señor. Cuente conmigo.

Como Tommy había supuesto, el ascensorista resultó un aliado valioso. Los dos instalaron su cuartel en la posada de Gatehouse. A Albert le correspondió la tarea de recoger información, cosa que hizo con suma facilidad.

Astley Priors era propiedad de un tal doctor Adams, que ya no ejercía. Se había retirado, le informó el posadero, pero aún tenía algunos pacientes particulares. Y aquí el buen hombre se llevó un dedo a la sien y dijo: «Chalados». El doctor era una figura popular en el pueblo, contribuía generosamente a todas las actividades deportivas, «Un caballero muy agradable». «¿Lleva aquí mucho tiempo?», preguntó. «¡Oh! Unos diez años o tal vez más. Era un científico. Venían a verlo a menudo profesores y gente de la ciudad. Su casa era muy alegre y siempre estaba llena de invitados.»

Tommy sintió dudas ante tanta información. ¿Sería posible que aquella figura tan conocida y popular fuese en realidad un criminal peligroso? Su vida parecía tan abierta, sin la menor sospecha de andanzas siniestras. ¿Y si todo aquello fuese una gigantesca equivocación? Tommy sintió frío solo de pensarlo.

Luego pensó en los pacientes particulares —los chalados— y con mucho tacto preguntó si entre ellos había alguno que respondiera a la descripción de Tuppence. Pero se sabía muy poco de los pacientes, pues apenas se les veía por los jardines. Luego describió a Annette, pero tampoco fue reconocida.

Astley Priors era un bonito edificio de ladrillos rojos, rodeado de un jardín donde abundaban los árboles que impedían su vista desde la carretera. La primera tarde, Tommy, acompañado de Albert, exploró los alrededores. Debido a la pertinente insistencia de Albert, lo hicieron arrastrándose sobre sus estómagos, haciendo mucho más ruido que si lo hubieran hecho discretamente. De todas formas, aquellas precauciones eran totalmente innecesarias. Aquellos terrenos, como todos los de las casas cercanas, estaban desiertos después de anochecer. Tommy temía encontrar un perro furioso. Albert soñaba con un puma, o una cobra amaestrada, pero llegaron hasta los setos que rodeaban la casa sin ser descubiertos.

Las cortinas estaban descorridas y vieron a un buen número de personas que estaban reunidas alrededor de una mesa. El oporto pasaba de mano en mano. Daba la sensación de que celebraban una fiesta agradable, habitual. Por la ventana se oían fragmentos de conversaciones que flotaban en el aire de la noche. ¡Se discutía acaloradamente sobre críquet!

De nuevo a Tommy le invadieron las dudas. Le resultaba difícil creer que aquellas personas fueran otra cosa que lo que parecían. ¿Se habría engañado una vez más? El caballero de la barba rubia y lentes que se sentaba a la cabecera de la mesa tenía un aspecto en extremo honrado y natural.

Tommy durmió mal aquella noche. A la mañana siguiente, el infatigable Albert, que se había hecho amigo del chico del colmado, ocupó su puesto y se ganó la confianza de la cocinera de Malthouse, tras lo cual volvió con el informe de que sin duda alguna «era de la banda», pero Tommy desconfiaba de su vivaz imaginación. Al interrogarlo, no pudo aportar nada que probara su declaración, solo su propia opinión de que no era una persona como es debido y que bastaba solo con verla.

La sustitución se repitió (con la consiguiente alegría del auténtico chico del colmado, que veía cómo se incrementaban sus ganancias) al día siguiente y Albert trajo la primera noticia prometedora. En la casa había una joven francesa, y Tommy dejó a un lado sus vacilaciones. Aquella era la confirmación de su teoría.

El tiempo apremiaba, estaban a 27. El 29 sería el tan proclamado «día del Trabajo», sobre el que circulaban tantos rumores. Los periódicos comenzaban a inquietarse y se hablaba en ellos libremente de un sensacional coup d'état laborista.

El gobierno no decía nada. Seguía los acontecimientos y estaba a la expectativa. Corrían rumores de desavenencia entre los dirigentes laboristas. No eran todos de la misma opinión. Los que veían más allá de sus narices comprendían que sus propósitos podrían resultar un golpe mortal para la Inglaterra que amaban de corazón. Temblaban ante la perspectiva de hambre y miseria que traería consigo una huelga general y deseaban encontrarse con el gobierno a medio camino. No obstante, detrás de ellos trabajaban fuerzas sutiles e insistentes, recordando antiguos errores, despreciando la debilidad de los términos medios y fomentando malentendidos.

Tommy, gracias a Carter, comprendía la situación con bastante exactitud. Con el documento fatal en manos del señor Brown, la opinión pública se inclinaría del lado de los extremistas y revolucionarios laboristas. Sin él, las fuerzas estarían equiparadas. El gobierno, con un ejército leal y la policía, podría ganar, pero a costa de grandes sufrimientos.

Tommy acariciaba otras ideas descabelladas. Una vez desenmascarado el señor Brown y hecho prisionero, creía que toda la organización se vendría abajo instantáneamente. La extraña y constante influencia de su jefe en el anonimato los mantenía unidos. Sin él, estaba convencido de que serían presa del pánico y, una vez los hombres honrados fueran de nuevo dueños de ellos mismos sería posible la reconciliación.

Esto es todo obra de un solo hombre, se decía Tommy. Lo que hay que hacer es cogerlo.

Para sostener, en parte, su ambicioso proyecto, había pedido a Carter que no abriera el sobre lacrado. El documento era su cebo. De vez en cuando se asustaba de su presunción. ¿Cómo se atrevía a pensar que había descubierto lo que tantos otros hombres mucho más inteligentes no consiguieron? Sin embargo, seguía firme en su idea.

Aquella noche, Albert y él invadieron una vez más el jardín de Astley Priors con el propósito de entrar en la casa como fuera. Mientras se aproximaba cautelosamente, Tommy ahogó una exclamación.

En el segundo piso se recortaba una silueta en una de las ventanas. ¡Tommy la hubiera reconocido en cualquier parte! ¡Tuppence estaba en Astley Priors!

Cogió a Albert por el hombro.

—¡Quédate aquí y, cuando yo empiece a cantar, mira la ventana!

Corrió a situarse en el camino que conducía a la casa y comenzó a cantar con voz ronca y paso vacilante el estribillo siguiente:

Soy un soldado,

un alegre soldado inglés.

Ustedes pueden verlo por mis pies...

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