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Authors: Agatha Christie

El misterioso Sr Brown (2 page)

BOOK: El misterioso Sr Brown
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Tommy asintió.

Los enormes ojos de Tuppence se nublaron.

—Eres un buen chico, Tommy. Siempre lo fuiste.

—¡Tonterías! Bueno, ésta es mi situación: casi desesperada.

—¡Igual que la mía! He resistido cuanto me ha sido posible. Lo he intentado todo. He contestado anuncios. ¡He ahorrado, economizado y pasado estrecheces! Pero ha sido inútil. ¡Tendré que regresar a casa!

—¿Quieres volver?

—¡Claro que no! ¿De qué sirve ser sentimental? Mi padre es un encanto, le quiero mucho, pero no tienes idea de lo mucho que le preocupo. Tiene un punto de vista muy victoriano en cuanto al largo de las faldas y considera que fumar es una inmoralidad. ¡Para él soy como una piedra en el zapato! Suspiró aliviado cuando la guerra me alejó de casa. Compréndelo, en casa somos siete. ¡Es horrible! ¡No puedes más que atender a las tareas de la casa y las reuniones de mamá! Yo siempre he sido la nota discordante. No quiero regresar. Pero... ¡oh, Tommy! ¿Qué otra cosa puedo hacer?

Tommy meneó la cabeza con tristeza. Hubo un silencio y finalmente Tuppence exclamó:

—¡Dinero! ¡Dinero! ¡Dinero! ¡Pienso en él por la mañana, por la tarde y por la noche! ¡Soy una interesada, pero ahí me tienes!

—A mí me ocurre lo mismo —convino Tommy con pesar.

—He pensado en todos los medios imaginables de conseguirlo —continuó Tuppence—. ¡Solo hay tres! Heredándolo, casándose o ganándolo. El primero queda eliminado. No tengo ningún pariente viejo y rico. ¡Todos los que tengo se encuentran recluidos en asilos! Siempre ayudo a las ancianas a cruzar la calle y a llevar paquetes a los viejecitos por si resultara ser algún millonario excéntrico. Pero ninguno me ha preguntado siquiera cómo me llamo y muchos ni me dan las gracias.

Hubo una pausa.

—Desde luego —prosiguió Tuppence—, el matrimonio es la mejor oportunidad. Cuando era muy joven, decidí casarme solo por dinero. ¡Cualquier chica sensata lo haría! Ya sabes que no soy sentimental —Se detuvo—. Vamos, no puedes decir que lo sea —agregó desafiante y mirándolo fijamente.

—Claro que no —se apresuró a decir Tommy—. Nadie pensará jamás que el sentimentalismo tenga algo que ver contigo.

—Eso no es muy galante. Pero me atrevo a asegurar que lo dices con buena intención. Bueno. ¡Aquí me tienes! Estoy dispuesta y deseosa de casarme, pero nunca conozco hombres ricos. Todos mis amigos andan tan apurados como yo.

—¿Qué me dices del general?

—Creo que en tiempos de paz lleva una tienda de bicicletas —le explicó Tuppence—. No, no me sirve. En cambio tú sí podrías casarte con una chica rica.

—Me pasa lo que a ti. No conozco ninguna.

—Eso no importa. Siempre queda la oportunidad de conocerla. En cambio yo, si veo salir del Ritz a un caballero envuelto en un abrigo de pieles, no puedo correr hasta él y decirle: «Escuche, usted es rico y me gustaría conocerlo».

—¿Sugieres que eso es lo que yo haría ante una mujer en tales condiciones?

—No seas tonto. Tropiezas con ella, le recoges el pañuelo o algo por el estilo. Si cree que deseas conocerla, se sentirá halagada y te ayudará.

—Sobrestimas mis encantos masculinos.

—En cambio —continuó Tuppence—, mi millonario echaría a correr como si le persiguiese el diablo. No, el matrimonio está lleno de dificultades. Por lo tanto, solo queda ganar dinero.

—Ya lo hemos intentado y fracasamos —le recordó Tommy.

—Sí, hemos probado todos los medios corrientes, pero imagina que probamos los otros, Tommy, ¡convirtiéndonos en aventureros!

—Bueno —replicó el muchacho alegremente—. ¿Cómo empezamos?

—Ahí está la dificultad. Si pudiéramos darnos a conocer, la gente nos contrataría para que cometiéramos delitos en su provecho.

—Delicioso. ¡Sobre todo viniendo de la hija de un clérigo!

—La culpa moral sería de ellos, no nuestra. Tienes que admitir que existe una gran diferencia entre robar un collar de diamantes para uno mismo, o que te contraten para robarlo.

—¡No existiría la menor diferencia si te pescaran!

—Tal vez no. Pero no me cogerían. Soy muy lista.

—La modestia ha sido siempre tu punto débil.

—No te hagas el gracioso. Escucha, Tommy, ¿quieres que lo hagamos? ¿Quieres que formemos una sociedad?

—¿Que formemos sociedad para robar collares de brillantes?

—Eso era solo un ejemplo. Podemos tener un... ¿cómo lo llaman...? ¿Libro de cuentas?

—No sé. Nunca llevé ninguno.

—Yo, sí. Pero siempre me confundía y colocaba las entradas en el debe y las salidas en el haber. Por eso me despidieron. Oh, ya sé, será una sociedad de aventureros. Me parece una frase romántica. Tiene cierto sabor isabelino. Me hace pensar en galeras y doblones. ¡Una sociedad de aventureros!

—¿Que opere con el nombre de Jóvenes Aventureros, Sociedad Limitada? ¿Es esa tu idea, Tuppence?

—Sí, ríete, pero creo que podría dar resultado.

—¿Cómo piensas ponerte en contacto con tus posibles clientes?

—Con un anuncio —replicó Tuppence en el acto—. ¿Tienes un lápiz y un pedazo de papel? Los hombres siempre lleváis. Igual que nosotras horquillas y polvos.

Tommy le alargó una libretita verde bastante usada y Tuppence empezó a escribir afanosamente.

—¿Comenzamos con: «Joven oficial, dos veces herido en la guerra...»?

—Desde luego que no.

—De acuerdo, muchacho. Pero te aseguro que esa clase de cosas ablandan el corazón de la solterona y tal vez quiera adoptarte, con lo que no necesitarás convertirte en aventurero.

—No quiero que me adopte nadie.

—Olvidé que tienes prejuicios. ¡Solo lo he dicho por hacerte rabiar! Los periódicos están llenos de esas cosas. Ahora escucha: «Se alquilan dos aventureros jóvenes dispuestos a hacer lo que sea y a ir a cualquier parte, por un buen precio». ¿Qué te parece? Debemos dejar esto bien sentado desde el principio. Luego podríamos agregar: «No rechazamos ninguna oferta razonable», como apartamentos y muebles.

—Creo que quedaría mejor si dijéramos que aceptaríamos cualquier oferta irrazonable.

—¡Tommy! ¡Eres un genio! Eso es mucho más chic. «Ninguna oferta irrazonable será rechazada, si está bien pagada». ¿Qué tal?

—Yo no volvería a mencionar el pago. Se nota demasiado que estamos ansiosos y eso sería perjudicial.

—¡Es imposible que se note lo ansiosa que estoy! Pero quizá tengas razón. Ahora voy a leértelo todo. «Se alquilan dos aventureros jóvenes dispuestos a hacer lo que sea y a ir a cualquier parte por un buen precio. Ninguna oferta irrazonable será rechazada.» ¿Qué opinarías tú si lo leyeras?

—Lo tomaría por una broma, o creería que lo ha escrito un lunático.

—No es ni la mitad de absurdo que el que leí esta mañana que empezaba con «Petunia» y lo firmaba «El Mejor Muchacho» —Arrancó la página y se la tendió a Tommy—. Ahí tienes, creo que lo mejor será publicarlo en The Times. La respuesta, a lista de correos, ya sabes. Supongo que por lo menos costará unos cinco chelines. Aquí tienes mi parte: media corona.

Tommy contemplaba el papel pensativo y su rostro se puso como la grana.

—¿Debemos intentarlo? ¿Tú crees, Tuppence? ¿Solo por si resulta divertido?

—Tommy, ¡eres un encanto! ¡Ya lo sabía! Bebamos por el éxito. —Sirvió en las dos tazas el poco té frío que quedaba.

—¡Por nuestra aventura en comandita y porque prospere!

—¡Por los Jóvenes Aventureros, Sociedad Limitada! —respondió Tommy.

Dejaron las tazas y se rieron un tanto inquietos. Tuppence se puso en pie.

—Tengo que regresar a mi suntuosa suite del hostal.

—Tal vez sea hora de que regrese al Ritz —dijo Tommy a su vez con una sonrisa—. ¿Cuándo volveremos a vernos? ¿Y dónde?

—Mañana, a las doce, en la estación del metro de Piccadilly. ¿Te va bien?

—Soy dueño de mi tiempo —replicó Beresford con empaque.

—Hasta mañana, entonces.

—Adiós, encanto.

Los dos jóvenes tomaron direcciones opuestas. El hostal de Tuppence estaba situado en una zona llamada compasivamente Southern Belgravia. Por razones de economía no tomó el autobús.

Cuando se encontraba en medio de Saint James's Park, se sobresaltó al oír una voz masculina a sus espaldas.

—Perdón. ¿Podría hablar un momento con usted?

Capítulo II
-
La oferta del señor Whittington

Tuppence se volvió airada, pero las palabras que estaba a punto de pronunciar se le quedaron en la punta de la lengua, ya que el aspecto y modales de aquel hombre no correspondían al tipo que esperaba encontrar. Como si le hubiese leído el pensamiento, él se apresuró a decir:

—Le aseguro que no tengo intención de molestarla.

Tuppence le creyó. A pesar del desagrado y la desconfianza instintiva, se sintió inclinada a excusarle del motivo que le había atribuido en principio. Lo miró de arriba abajo. Era un hombre corpulento, bien afeitado y con una considerable papada. Los ojos, pequeños y astutos, rehuían mirar directamente.

—Bien, ¿qué desea?

El hombre sonrió.

—Por casualidad escuché parte de su conversación con el joven caballero en Lyons.

—Bueno, ¿y qué?

—Nada, excepto que creo poder serle útil.

Otra deducción cruzó la mente de Tuppence.

—¿Me ha seguido hasta aquí?

—Me tomé esa libertad.

—¿En qué forma cree que podría serme de utilidad?

El hombre sacó una tarjeta y se la ofreció con cortesía.

La joven la estudió cuidadosamente. En ella se leía su nombre, «Edward Whittington» y después: «Esthonia Glassware Co.» y su dirección en la ciudad.

—Si quiere pasar por mi despacho mañana por la mañana a las once, le expondré los detalles de mi proposición —dijo Whittington.

—¿A las once? —dijo Tuppence, vacilando.

—A las once.

Tuppence se decidió.

—Muy bien. Allí estaré.

—Gracias. Buenas noches.

Se quitó el sombrero con ademán cortés y se alejó. La joven lo siguió con la mirada durante unos momentos. Luego sacudió los hombros con un movimiento muy particular, como el de los perros cuando salen del agua.

Empieza la aventura, comentó para sus adentros. Quisiera saber qué pretende. Hay algo en usted, señor Whittington, que no me gusta nada. Pero, por otro lado, no soy una miedosa y, como ya he dicho antes y sin duda repetiré, la pequeña Tuppence sabe cuidar de sí misma, ¡gracias a Dios!

Con un breve asentimiento de cabeza echó a andar con decisión. Sin embargo, como resultado de posteriores reflexiones, se desvió de su ruta para entrar en una oficina de correos, donde estuvo meditando algunos momentos con un formulario de telegrama en la mano. Al pensar en el gasto innecesario de cinco chelines se decidió a arriesgarse a malgastar nueve peniques.

Desdeñó la pluma despuntada y la tinta negra y espesa que ponía a su disposición el gobierno benefactor, sacó el lápiz de Tommy, que aún conservaba en su poder, y escribió a toda prisa:

No pongas el anuncio. Mañana te lo explicaré.

Lo dirigió a Tommy, a su club, al cual tendría que renunciar a final de mes, a menos que la fortuna le permitiera pagar la cuota.

—Quizá le llegue a tiempo —murmuró—. De todas formas vale la pena probarlo.

Después de entregarlo al empleado, emprendió a toda prisa el camino de su casa, deteniéndose en una panadería para comprar unos bollos.

Más tarde, en su diminuta habitación, en el último piso de la casa, se comió los bollos mientras meditaba sobre el futuro. ¿Qué sería aquella empresa Esthonia Glassware Co. y para qué diablos necesitarían de sus servicios? Una agradable excitación la hizo estremecer. Por lo menos, el regreso a la vicaría rural quedaba postergado de momento. El mañana le ofrecía nuevas posibilidades.

Aquella noche Tuppence tardó mucho en dormirse y, cuando al fin lo hubo conseguido, soñó que Whittington le mandaba lavar un enorme montón de vajilla de la compañía Esthonia Glassware Co. que se parecía extraordinariamente a los platos del hospital.

Faltaban aún cinco minutos para las once cuando Tuppence llegó ante el edificio donde se encontraban las oficinas de la compañía. Pero llegar antes de la hora señalada podría demostrar demasiada ansiedad; por ello decidió pasear hasta el final de la calle y luego regresar. A las once en punto entraba en el edificio. La Esthonia Glassware Co. se encontraba en el último piso. Había ascensor, pero prefirió subir a pie.

Algo exhausta, se detuvo ante la puerta. El rótulo en el cristal esmerilado rezaba: ESTHONIA GLASSWARE CO.

Tuppence llamó y, en respuesta a una voz que desde el interior la invitó a pasar, abrió la puerta y entró en una oficina reducida y bastante sucia.

Un empleado de mediana edad abandonó su taburete delante de un escritorio junto a la ventana y se acercó.

—Tengo una cita con el señor Whittington —dijo Tuppence.

—Por aquí, por favor.

Se dirigió a una puerta en la que se leía PRIVADO, llamó, abrió la puerta y se hizo a un lado para cederle el paso.

Whittington estaba sentado detrás de un gran escritorio cubierto de papeles. Tuppence confirmó su primer juicio. Había algo raro en su persona. La combinación de su aspecto próspero y su mirada huidiza no resultaba atractiva.

—¿De modo que ha venido? —exclamó al verla—. Bien. Siéntese, por favor.

Tuppence se sentó en la silla que le ofrecían. Aquella mañana parecía más menuda y tímida que de costumbre. Se sentó modestamente y permaneció con la mirada baja mientras Whittington revolvía entre sus papeles. Al fin los dejó a un lado y se inclinó sobre el escritorio.

—Ahora, mi querida señorita, hablemos de negocios —Su rostro alargado se ensanchó con una sonrisa—. ¿Quiere usted trabajar? Bien, yo tengo un trabajo que ofrecerle. ¿Qué le parecerían cien libras y todos los gastos pagados?

Whittington se echó hacia atrás introduciendo sus pulgares en las sisas del chaleco.

Tuppence le miró, atenta.

—¿Cuál es la naturaleza del trabajo?

—Nominal, puramente nominal. Un viaje de placer, eso es todo.

—¿Adonde?

Whittington volvió a sonreír.

—A París.

—¡Oh! —exclamó Tuppence, pensativa, al tiempo que se decía para sus adentros: Si papá le escuchara le daría un síncope. Pero, de todas maneras, no puedo imaginarme al señor Whittington en el papel de alegre seductor.

—Sí —continuó Whittington—. ¿Qué podría haber más agradable? Retrasar el reloj unos pocos años... muy pocos, estoy seguro, y volver a uno de esos encantadores pensionnats de jeunes filles que tanto abundan en París.

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