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Authors: Matthew G. Lewis

El monje (17 page)

BOOK: El monje
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—¿Y adónde va, al abandonar el castillo?

—Al cielo, espero. Aunque si es así, el lugar no es de su gusto, pues siempre regresa al cabo de una hora de ausencia. Entonces la dama se retira a su cámara, y no vuelve a aparecer durante otros cinco años.

—¿Y vos creéis eso, Inés?

—¿Cómo podéis preguntarme una cosa así? ¡No, no, Alfonso! Tengo demasiados motivos para considerarme víctima de la influencia de la superstición. Sin embargo, debo callar mi incredulidad ante la baronesa: ella no abriga ninguna duda sobre la veracidad de esta historia. En cuanto a doña Cunegunda, mi institutriz, declara que hace quince años vio el espectro con sus propios ojos. Me ha contado cómo una noche se quedaron aterrados, ella y varios criados más, cuando estaban cenando, ante la aparición de la Monja Sangrienta, como llaman al fantasma en el castillo. Precisamente he trazado este boceto de acuerdo con su relato, y podéis tener por seguro que no he omitido a la propia Cunegunda. ¡Aquí está! ¡Jamás se me olvidará lo enojada que se puso, ni su fea expresión, cuando me reprendió por haberla sacado tan parecida!

Y señaló la figura burlesca de una vieja en actitud aterrada.

A pesar de la melancolía que me oprimía, no pude por menos de sonreír ante la traviesa imaginación de Inés: había plasmado perfectamente el parecido de doña Cunegunda, aunque había exagerado tanto cada uno de sus defectos, haciendo tan irresistiblemente risibles sus rasgos, que no me fue difícil imaginar el enfado de su dueña.

—¡La figura es admirable, mi querida Inés! No sabía que poseyerais esta habilidad para captar lo ridículo.

—¡Aguardad un instante! —replicó—. Os voy a enseñar una figura aún más ridícula que la de doña Cunegunda; si os gusta podéis quedárosla, dado que es más propio que la poseáis vos.

Se levantó y fue a un mueble vecino. Abrió un cajón, sacó un pequeño estuche, lo abrió y me lo presentó.

—¿Conocéis este rostro? —dijo sonriendo.

Era el suyo.

Conmovido por el regalo, besé el retrato con apasionamiento; me arrojé a sus pies y le declaré mi gratitud en los términos más cálidos y afectuosos. Me escuchó complacida y me aseguró que compartía mis sentimientos. Y de pronto, profirió un grito, retiró la mano que yo le había cogido y huyó de la habitación por la puerta que daba al jardín. Asombrado ante esta súbita huida, me incorporé del suela apresuradamente. Entonces vi a la baronesa a mi lado, ardiendo de celos y casi sofocada de rabia. Al recobrarse de su desvanecimiento, se había torturado la imaginación por descubrir quién era su oculta rival. Nadie pareció merecer sus sospechas más que Inés. Inmediatamente, corrió en busca de su sobrina, a fin de censurarla por animar mis galanteos y comprobar si eran fundadas sus conjeturas. Desgraciadamente, había visto demasiado para necesitar ninguna otra confirmación. Había llegado a la puerta en el preciso instante en que Inés me daba su retrato. Me oyó profesar amor eterno a su rival y arrodillarme a sus pies. Entró a separarnos. Nosotros estábamos demasiado pendientes el uno del otro para verla, y no nos dimos cuenta hasta que Inés la descubrió de pie, junto a mí.

La rabia por parte de doña Rodolfa, y la confusión por la mía, nos mantuvo callados a los dos durante unos minutos. La dama se recobró primero.

—Así que mis sospechas eran fundadas —dijo—. Ha triunfado la coquetería de mi sobrina, y es por ella por quien me habéis sacrificado. En un aspecto, sin embargo, soy afortunada: no seré la única en lamentar la frustración de mi pasión. ¡También vos sabréis lo que es vivir sin esperanzas! De un día para otro, espero recibir órdenes de devolver a Inés a sus padres. Inmediatamente después de su llegada a España, profesará, lo que pondrá una barrera infranqueable en vuestra unión. Podéis ahorraros vuestras súplicas —prosiguió, al verme a punto de hablar—. Mi decisión es firme e inconmovible. Vuestra amada permanecerá encerrada en su cámara hasta que cambie este castillo por el claustro.

Quizá la soledad le devuelva el sentido del deber. Pero para evitar que os opongáis a tan deseado acontecimiento, debo informaros, don Alfonso, que vuestra presencia aquí no es grata ya ni al barón ni a mí. No es para decirle tonterías a mi sobrina para lo que vuestros familiares os han enviado a Alemania; vuestra misión es viajar, y lamentaría impedir más tiempo tan excelente propósito. Adiós, señor. Recordad que mañana habremos de vernos por última vez.

Dicho esto, me dirigió una mirada orgullosa, despectiva y malévola, y abandonó el aposento. Yo me retiré también al mío, y me pasé la noche planeando el medio de rescatar a Inés del poder de su tiránica tía.

Tras la tajante declaración de su dueña, me era imposible permanecer más tiempo en el castillo de Lindenberg. Así que al día siguiente anuncié mi inmediata partida. El barón declaró que esto le apenaba sinceramente, y se mostró en mi favor con términos tan fervientes que traté de ganarle para mi causa. Apenas le mencioné el nombre de Inés, me quitó la palabra, y dijo que estaba más allá de sus posibilidades interferir en ese asunto. Vi que era inútil discutir: la baronesa dominaba a su esposo de manera tan despótica que comprendí que le había predispuesto contra tal unión. Inés no apareció: pedí permiso para despedirme de ella, pero mi petición fue rechazada. No tuve más remedio que marcharme sin verla.

Al despedirme del barón, me estrechó la mano afectuosamente, y me aseguró que tan pronto como se marchase su sobrina, podía considerar su casa como la mía propia.

—¡Adiós, don Alfonso! —dijo la baronesa, y me tendió la mano.

Se la tomé, e hice ademán de llevármela a los labios. Ella me lo impidió. Su esposo estaba al otro extremo de la estancia, y no podía oírnos.

—¡Cuidaos! —prosiguió ella—. Mi amor se ha convertido en odio, y mi orgullo herido no quedará sin satisfacción. Id adonde queráis: ¡mi venganza os seguirá!

Acompañó estas palabras con una mirada que bastaba para hacerme temblar. No contesté, sino que me apresuré a abandonar el castillo.

En el momento en que mi coche salía del patio, miré hacia las ventanas del aposento de vuestra hermana. No vi a nadie; volví a meterme desalentado en mi carruaje. No me acompañaban más criados que un francés a quien había contratado en Estrasburgo, en lugar de Stephano, y el pequeño paje del que ya os he hablado. La fidelidad, inteligencia y buen carácter de Theodore ya habían conquistado mi afecto. Pero ahora se dispuso a prestarme un servicio que me haría considerarle como mi genio guardián. Apenas nos alejamos media milla del castillo, cuando acercó su caballo a la portezuela del coche.

—¡Animaos, señor! —dijo en español, que ya había aprendido a hablar con fluidez y corrección—. Mientras vos estabais con el barón, yo aguardé el momento en que doña Cunegunda se encontrase abajo para subir a su cámara, que está encima de la de doña Inés. Canté lo más alto que pude una pequeña tonada alemana que ella conoce, con la esperanza de que reconociese mi voz. No me equivoqué, pues no tardé en oír abrirse la ventana y dejé caer la cuerda de que me había provisto. Al oír cerrarse la ventana otra vez recogí la cuerda, y atada a ella encontré este trozo de papel.

Seguidamente me tendió una nota dirigida a mí. La abrí con impaciencia. Contenía las siguientes palabras escritas a lápiz:

Ocultaos durante estas dos semanas en algún pueblo vecino. Mi tía creerá que os habéis ido de Lindenberg y me devolverán la libertad. Estaré en este pabellón el día treinta a las doce de la noche. No faltéis, y tendremos ocasión de concertar nuestros planes futuros. Adiós.

Inés

Al leer estas líneas, mi emoción rebasó todos los límites, y no sé decir cuántas expresiones de gratitud derramé sobre Theodore. La verdad es que su habilidad y atención merecían mi más cálida alabanza. Comprenderéis que yo no le había confiado mi pasión por Inés; pero el jovencito era demasiado listo para no descubrir mi secreto, y demasiado discreto para no ocultar que lo sabía. Observó en silencio lo que pasaba, y no intervino en el asunto como agente mío hasta que mis intereses lo requirieron. Admiré asimismo su sensatez, su perspicacia, su habilidad y su fidelidad. No era la primera vez que me resultaba de infinita utilidad, y cada día me sentía más convencido de su viveza y capacidad. Durante mi breve estancia en Estrasburgo, se había dedicado con interés a aprender los rudimentos del español; siguió estudiándolo, y con tanto éxito, que lo hablaba con la misma soltura que su lengua natal. Se pasaba casi todo el tiempo leyendo. Había adquirido muchos conocimientos para su edad, y unía a las ventajas de un rostro vivo y una figura atractiva un excelente entendimiento y el mejor de los corazones. Ahora cuenta quince años. Aún está a mi servicio, y cuando le veáis, estoy seguro de que os agradará. Pero perdonad esta digresión. Vuelvo al tema que había dejado.

Obedecí las instrucciones de Inés. Me dirigí a Munich. Allí dejé mi coche al cuidado de Lucas, mi criado francés, y luego volví a caballo a un pueblecito situado a unas cuatro millas del castillo de Lindenberg. Al llegar allí, conté una historia al posadero en cuya posada me hospedé, a fin de evitar que le causara extrañeza mi larga estancia en su casa. Afortunadamente, el viejo era crédulo y poco curioso: se creyó todo lo que le dije, y no quiso saber nada más que lo que yo consideré conveniente contarle. Conmigo no venía más que Theodore; íbamos los dos disfrazados, y como nos manteníamos retirados, nadie sospechó que fuésemos otra cosa que lo que parecíamos. Y así transcurrieron cinco días. Durante ese tiempo, tuve la agradable prueba de que Inés estaba una vez más en libertad: pasó por el pueblo con doña Cunegunda. Parecía animada, y hablaba con su acompañante sin el menor indicio de estar haciendo un esfuerzo.

—¿Quiénes son esas damas? —pregunté al posadero, al pasar el coche.

—La sobrina del barón de Lindenberg con su institutriz —contestó él—. Va regularmente todos los viernes al convento de Santa Catalina, en el que se ha educado, que se encuentra a una milla de aquí.

Podéis tener la seguridad de que esperé con impaciencia a que llegara el viernes siguiente. Otra vez vi a mi adorable, amada. Me lanzó una mirada al cruzar por delante de la posada. El rubor que inundó su rostro me demostró que me había reconocido. Me incliné profundamente. Ella me devolvió el cumplido con un leve gesto de cabeza, como el que se le hace a un inferior, y miró hacia otro lado, hasta que el carruaje se perdió de vista.

Llegó la noche largamente esperada y deseada. Reinaba una gran quietud y había luna llena. Tan pronto como el reloj dio las once, me dirigí apresuradamente al lugar de la cita, deseoso de no llegar tarde. Theodore había dispuesto una escala de cuerda. Salvé el muro del jardín sin dificultad. El paje me siguió y retiró la escala después. Me aposté en el cenador de poniente, y esperé con impaciencia la llegada de Inés. Cada brisa que susurraba, cada hoja que caía, creía que eran sus pasos y corría a su encuentro. Así me vi obligado a pasar una hora entera, cada minuto de la cual me pareció un siglo. Por fin, la campana del castillo dio las doce, y apenas pude creer que la noche no estuviese más avanzada. Transcurrió otro cuarto de hora, y oí los callados pasos de mi amada que se acercaban cautelosos al cenador. Corrí a su encuentro y la llevé a un banco. Me arrojé a sus pies, y había empezado a expresar mi gozo, cuando me interrumpió de este modo:

—No tenemos tiempo que perder, Alfonso. Los instantes son preciosos, pues aunque ya no estoy prisionera, Cunegunda me vigila cada paso. Ha llegado un correo de mi padre. Debo partir inmediatamente para Madrid, y he conseguido con mucha dificultad aplazar el viaje una semana. La superstición de mis padres, alentada por las declaraciones de mi cruel tía, no me dejan abrigar la esperanza de mover su compasión. En este dilema, he decidido encomendarme a vuestro honor: ¡Dios quiera que no deis jamás motivo para arrepentirme de mi resolución! Mi único recurso para eludir los horrores de un convento es huir, y mi imprudencia se justifica por la inminencia del peligro. Ahora escuchad el plan por el que espero llevar a cabo mi fuga.

»Hoy es treinta de abril. Dentro de cinco días se espera que aparezca el espectro de la monja. En mi última visita al convento conseguí ropa apropiada para ese personaje: una amiga que tengo allí, a la que he confiado sin temor alguno mi secreto, accedió de buen grado a proporcionarme un hábito de religiosa. Conseguid un coche y estad cerca de la puerta grande del castillo. Tan pronto como el reloj dé la una, saldré de mi aposento vestida con el mismo atuendo que se supone que lleva el fantasma. Quienquiera que me vea se quedará demasiado aterrado para interponerse en mi camino. Llegaré fácilmente a la puerta, y me pondré bajo vuestra protección. De este modo, el éxito será seguro. Pero, ¡oh, Alfonso, si me engañarais! Si despreciarais mi imprudencia y la recompensarais con la ingratitud, ¡en el mundo no habrá un ser más desdichado que yo! Sé a qué peligros me voy a exponer. Sé que voy a daros el derecho a tratarme con liviandad. ¡Pero confío en vuestro amor, en vuestro honor! El paso que estoy a punto de dar levantará a mis parientes contra mí: si me abandonáis, si traicionáis la confianza que deposito en vos, no tendré a ningún amigo que castigue vuestra afrenta ni defienda mi causa. Sólo en vos descansa toda mi esperanza; si vuestro corazón no sale en mi favor, ¡me habré perdido para siempre!

El tono en que pronunció estas palabras fue tan conmovedor, que a pesar de mi gozo al escuchar su promesa de seguirme, no pude por menos de sentirme afectado. Lamentaba en secreto no haber tomado la precaución de traer un coche al pueblo, en cuyo caso podía haberme llevado a Inés esa misma noche. Tal decisión era ahora irrealizable: el coche y los caballos estaban en Munich, que distaba de Lindenberg dos días largos de viaje. Así que me vi obligado a aceptar su plan, que en definitiva me parecía bastante bueno. Su disfraz impediría que la detuviesen en el momento de salir del castillo, y le permitiría subir en el coche en la misma puerta del castillo sin dificultades ni pérdidas de tiempo.

Inés apoyó tristemente la cabeza en mi hombro, y a la luz de la luna vi que le corrían las lágrimas por las mejillas. Me esforcé en disipar su melancolía y la animé a pensar en' nuestra felicidad futura. Prometí con los más solemnes términos que su virtud e inocencia estarían a salvo bajo mi custodia, y que hasta tanto la iglesia no la hiciese mi esposa legítima, su honor sería para mí tan sagrado como el de una hermana. Le dije que mi primer cuidado sería buscaros, Lorenzo, para que aprobaseis nuestra unión; y seguí hablando en estos mismos términos, cuando me alarmó un ruido del exterior. De pronto se abrió la puerta del cenador y surgió Cunegunda ante nosotros. Había oído salir a Inés sigilosamente de su aposento; la siguió al jardín y la vio entrar en el cenador. Protegida por los árboles, pasó sin ser vista por Theodore, que me esperaba a cierta distancia, se acercó en silencio y oyó toda nuestra conversación.

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