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Authors: Matthew G. Lewis

El monje (18 page)

BOOK: El monje
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—¡Admirable! —exclamó Cunegunda con voz destemplada por la ira—: ¡Por Santa Bárbara, señora, excelente invención la vuestra! ¡Haceros pasar por la Monja Sangrienta! ¡Qué impiedad! ¡Qué descreimiento! Hacedlo; tengo intención de dejaros llevar a cabo vuestro plan: ¡cuando os enfrentéis con el fantasma de verdad, os aseguro que vais a encontraros en bonita situación! Don Alfonso, deberíais avergonzaron de haber seducido a una criatura joven e ignorante, y haberla inducido a abandonar a su familia y sus amigos. Sin embargo, por esta vez al menos he malogrado vuestros malvados proyectos. Informaré de todo esto a la noble dama, e Inés tendrá que esperar una ocasión más propicia para representar el papel de espectro. Adiós, señor. Doña Inés, hacedme el honor de conducir vuestra espectralidad de nuevo a vuestro aposento.

Se acercó al sofá en el que la temblorosa discípula estaba sentada, la cogió de la mano y se dispuso a sacarla del cenador.

La detuve, y traté, con súplicas, promesas, halagos y dulzura, de ganarla para mi causa. Pero viendo que era inútil cuanto decía, renuncié a seguir intentándolo.

—Vuestra terquedad será vuestro propio castigo —dije—. Me queda un recurso para salvarnos Inés y yo, y no vacilaré en emplearlo.

Aterrada ante esta amenaza, pugnó otra vez por abandonar el cenador. Pero yo la cogí por la muñeca y la retuve a la fuerza. En ese mismo instante, Theodore, que la había seguido, cerró la puerta, impidiendo que escapara. Cogí el velo de Inés y se lo até a la dueña alrededor de la cabeza, ya que profería tan penetrantes chillidos que, a pesar de lo distantes que estábamos del castillo, temí que la oyeran. Finalmente, conseguí amordazarla tan completamente que no pudo emitir un solo grito. Entre Theodore y yo conseguimos atarle las manos y los pies con alguna dificultad, valiéndonos de nuestros pañuelos, y aconsejamos a Inés que volviese a su aposento a toda prisa. Le prometí que Cunegunda no sufriría ningún daño, le pedí que recordase que el cinco de mayo la esperaba a la entrada principal del castillo, y me despedí cariñosamente de ella. Temblorosa y desasosegada, apenas tuvo fuerzas para manifestar su conformidad con el plan, y huyó a su aposento trastornada y confundida.

Entretanto, Theodore me ayudó a llevarme a mi anticuada presa. La izamos por encima del muro, la coloqué sobre el caballo, delante de mí, como un saco de viaje, y me alejé al galope del castillo de Lindenberg. Jamás había hecho la desventurada dueña un viaje más desagradable en su vida. Recibió tantos golpes y sacudidas que al final pareció poco más animada que una momia. Y no hablemos del miedo que pasó cuando vadeamos un riachuelo, el cual tuvimos que cruzar para regresar al pueblo. Antes de llegar a la posada, ya había decidido yo qué hacer con la engorrosa Cunegunda. Entramos en la calle donde se encontraba la posada, y mientras llamaba el paje a la puerta, yo esperé a cierta distancia. Abrió el posadero con una lámpara en la mano.

—¡Dadme la luz! —dijo Theodore—. Mi señor viene ahora.

Le cogió la lámpara precipitadamente y la dejó caer al suelo adrede. El posadero regresó a la cocina para encenderla otra vez, dejando la puerta abierta. Aprovechando la oscuridad, salí de detrás del caballo con Cunegunda en brazos, subí corriendo la escalera, entré en mi aposento sin sed, visto, y abriendo la puerta de un armario espacioso, la metí allí; luego cerré con llave. El posadero y Theodore aparecieron poco después con luces. El primero se mostró algo sorprendido de mi tardío regreso, pero no me hizo preguntas indiscretas. Se marchó poco después de la habitación, dejando que disfrutara a mis anchas del éxito de mi empresa.

Acto seguido, hice una visita a mi prisionera. Me esforcé en persuadirla para que se sometiese con paciencia a su encierro transitorio. Fueron inútiles todos mis intentos. Imposibilitada para hablar ni moverse, expresaba su furia con miradas; y salvo en las comidas, no me atreví a desatarla ni librarla de la mordaza. En tales ocasiones, la tenía con una espada sobre ella, declarándole que como diese un solo grito se la hundiría en el pecho. Tan pronto como terminaba de comer, volvía a ponerle la mordaza. Yo me daba cuenta de que este procedimiento era cruel, y sólo puede justificarse por la urgencia de las circunstancias. En cuanto a Theodore, no tenía el menor escrúpulo a este respecto. La cautividad de Cunegunda le divertía lo indecible. Durante su estancia en el castillo, había habido una continua guerra entre él y la dueña, y ahora que tenía a su enemiga tan absolutamente bajo su poder gozaba de su triunfo sin misericordia. Parecía no pensar en otra cosa que en la forma de atormentarla. Unas veces fingía compadecerse de su desventura, luego se reía de ella, la injuriaba y la remedaba; le hacía mil diabluras, cada una más molesta que las otras, y se divertía diciéndole que su secuestro debió de causar honda sorpresa en casa del barón. En realidad, así era. Nadie excepto Inés podía imaginar qué le había sucedido a doña Cunegunda. La buscaron por todos los rincones. Dragaron los estanques y efectuaron un completo registro del bosque. Sin embargo, doña Cunegunda no apareció. Inés guardó silencio, y yo guardé a la dueña. Así que la baronesa estuvo en completa ignorancia respecto al destino de la vieja, aunque sospechaba que se había suicidado. Así transcurrieron cinco días, durante los cuales preparé todo lo necesario para mi empresa. Al despedirme de Inés, había hecho mi primera diligencia enviando a un campesino a Munich con una carta para Lucas, en la que le ordenaba que cuidase de tener un coche y cuatro caballos, a las diez en punto de la noche del 5 de mayo, en el pueblo de Rosenwald. Obedeció mis instrucciones puntualmente. El carruaje llegó a la hora señalada. A medida que se acercaba el momento del rapto de su ama, la rabia de Cunegunda aumentaba. Sinceramente creo que la ira y el enojo la habrían matado, de no descubrir yo felizmente su predilección por el licor de cerezas. Le suministramos en abundancia esta bebida favorita; y como Theodore estaba siempre vigilándola, se le pudo quitar la mordaza de cuando en cuando. El licor parecía producir el maravilloso efecto de suavizar la acritud de su naturaleza; y dado que su cautiverio no le permitía ningún otro entretenimiento, se embriagaba regularmente una vez al día, a modo de pasatiempo.

¡Llegó el 5 de mayo, fecha que no olvidaré jamás! Antes de que el reloj diese las doce, acudí al escenario de la acción. Theodore me siguió a caballo. Oculté el coche en una espaciosa caverna del monte, en cuya cima se alzaba el castillo. Dicha caverna era de considerable profundidad, y los del lugar la conocían con el nombre de la Cueva de Lindenberg. La noche era serena y hermosa. La luna bañaba las antiguas torres del castillo y derramaba su luz plateada sobre sus coronamientos. Todo estaba callado a mi alrededor. No se oía más que la brisa de la noche suspirando entre las hojas, el ladrido lejano de los perros del pueblo, o el búho que se había instalado en un rincón de la deshabitada torre oriental. Oí su chillido melancólico y miré hacia arriba. Estaba posado en el antepecho de una ventana, que yo reconocí como la de la habitación embrujada. Esto me recordó la historia de la Monja Sangrienta, y suspiré, al pensar en la influencia de la superstición y la debilidad de la razón humana. De pronto, oí elevarse un débil coro en el silencio de la noche.

—¿Cuál puede ser la causa de esos sonidos, Theodore?

—Un distinguido extranjero —replicó él— ha pasado hoy por el pueblo, camino del castillo: se dice que es el padre de doña Inés. Sin duda el barón ha dado una fiesta para celebrar su llegada.

La campana del castillo anunció la hora de la medianoche. Esta era señal habitual para que la familia se retirase a descansar. Poco después, vi luces en el castillo que iban de un lado a otro en distintas direcciones. Supuse que cada uno se retiraba a su habitación. Pude oír el chirrido de las pesadas puertas al abrirse con dificultad; y al cerrarse otra vez, retemblar las podridas contraventanas en sus marcos. El aposento de Inés estaba en el otro extremo del castillo. Temblé al pensar si habría podido conseguir la llave de la habitación embrujada: era preciso que pasara por ella para llegar a la estrecha escalera por la que se suponía que bajaría el fantasma al gran salón. Angustiado por este temor, mantuve los ojos constantemente fijos en la ventana, donde esperaba vislumbrar el amistoso resplandor de la lámpara de Inés. Ahora oí descorrer las pesadas puertas del castillo. Merced a la vela que llevaba en la mano, reconocí al viejo Conrad, el portero. Abrió las puertas de par en par y se retiró. Las luces del castillo desaparecieron gradualmente, y finalmente el edificio entero se sumió en tinieblas.

Sentado en la quebrada cima de la colina, la quietud del escenario me inspiró melancólicas ideas, no del todo desagradables. El castillo, que ahora tenía plenamente a la vista, constituía un objeto a la vez pintoresco y tremendo. Sus gruesas murallas, que la luna teñía con solemne brillantez, sus viejas y medio ruinosas torres elevándose en las nubes y dominando ceñudas las llanuras que las rodeaban, sus altas almenas cubiertas de hiedra y el puente levadizo tendido en honor a la espectral moradora, me producían un miedo fúnebre y reverencial. Sin embargo, no me absorbían estas sensaciones hasta el punto de no darme cuenta con impaciencia del lento progreso del tiempo. Me acerqué al castillo y me aventuré a rodearlo. Todavía brillaban unos rayos de luz en el aposento de Inés. Los observé con alegría. Y mientras miraba, una figura se acercó a la ventana y corrió cuidadosamente la cortina para ocultar la lámpara que ardía allí. Convencido por este detalle de que Inés no había abandonado nuestro plan, regresé animado a mi puesto.

¡Sonó la media! ¡Los tres cuartos! Mi pecho latía de prisa con esperanza y expectación. Finalmente, sonó la hora deseada. La campana dio la una, y la mansión reprodujo su sonido con eco grave y solemne. Miré la ventana de la habitación encantada. Apenas habían transcurrido cinco minutos, cuando apareció la esperada luz. Me hallaba ahora cerca de la torre. La ventana no estaba excesivamente alta, pero me pareció percibir una figura femenina, con una lámpara en la mano, que recorría lentamente el aposento. No tardó en desvanecerse la luz, quedando todo oscuro y tenebroso otra vez. De las ventanas de la escalera brotaban ocasionales destellos luminosos, a medida que el adorable fantasma pasaba por delante de ellas. Seguí la luz a través del salón: llegó a la entrada, y por fin vi a Inés cruzar el puente levadizo. Iba vestida exactamente como me había descrito al espectro. De su brazo colgaba un rosario, llevaba la cabeza oculta en un largo velo blanco; su hábito de monja estaba manchado de sangre, y había tenido el cuidado de proveerse de una lámpara y una daga. Avanzó hacia el lugar donde yo estaba. Corrí a su encuentro y la estreché entre mis brazos.

—¡Inés! —dije mientras la apretaba contra mi pecho,

¡Inés! ¡Inés! ¡Ya eres mía!

¡Inés! ¡Inés! ¡Ya soy tuyo!

¡Mientras corra sangre por mis venas Serás mía!

¡Seré tuyo!

¡Tuyo mi cuerpo! ¡Tuya mi vida!

Aterrada y sin aliento, fue incapaz de decir nada: soltó la lámpara y la daga, y se desplomó en silencio sobre mi pecho. La alcé en brazos y la llevé al coche. Theodore se quedó para liberar a doña Cunegunda. También le di una, carta para la baronesa, explicándole todo el asunto, y suplicándole la ayuda de sus buenos oficios para que don Gastón accediese a mi unión con su hija. Le descubría mi verdadero nombre. Le demostraba que mi cuna y expectativas justificaban mis aspiraciones a la mano de su sobrina, y le aseguraba que, aunque no me era posible corresponder a su amor, me esforzaría incansablemente en conseguir su estima y amistad.

Subí al coche, en el que ya se había acomodado Inés. Theodore cerró la puerta, y los postillones emprendieron la marcha. Al principio me alegró la velocidad de nuestra marcha. Pero tan pronto como desapareció el peligro de que fuéramos perseguidos, llamé a los cocheros y les pedí que moderaran el paso. Trataron en vano de obedecerme. Los caballos se negaban a responder a las riendas, y siguieron corriendo a asombrosa velocidad. Los postillones redoblaron sus esfuerzos por detenerlos, pero coceando y saltando, las bestias se libraron de sus frenos. Con un tremendo alarido, los conductores salieron despedidos del pescante. Inmediatamente, unas nubes espesas oscurecieron el cielo. Los vientos aullaron a nuestro alrededor, los relámpagos fulguraron y los truenos estallaron de manera enloquecedora. ¡Jamás había presenciado una tempestad más espantosa! Aterrados, los caballos parecían aumentar a cada instante su velocidad. Nada podía interrumpir su carrera. Arrastraban el carruaje a través de setos y zanjas, saltaban los más peligrosos precipicios, y parecían competir en velocidad con la rapidez de los vientos.

Durante todo este tiempo, mi compañera permaneció inmóvil en mis brazos. Sinceramente alarmado por la magnitud del peligro, trataba en vano de hacerle recobrar el sentido, cuando el sonoro estrépito de un choque anunció que nuestra carrera había finalizado de la manera más desagradable. El carruaje se destrozó. En la caída me golpeé una sien contra una roca. El dolor de la herida, la violencia del choque y la angustia por la seguridad de Inés me dominaron tan por completo que me abandonaron los sentidos y me derrumbé exánime en el suelo.

Probablemente permanecí bastante tiempo en ese estado, ya que cuando abrí los ojos era totalmente de día. A mi alrededor había varios campesinos y parecían discutir sobre si me recobraría o no. Yo hablaba el alemán aceptablemente. Tan pronto como logré articular un sonido, pregunté por Inés. ¡Cuál no fue mi sorpresa y angustia, cuando me aseguraron aquellos lugareños que no habían visto a nadie que respondiese a la descripción que yo les daba! Me dijeron que cuando se dirigían a su trabajo diario, descubrieron con alarma los fragmentos de mi carruaje, y oyeron los gemidos de un caballo, el único de los cuatro que había sobrevivido. Los otros tres yacían muertos junto a mí. No vieron a nadie más cuando se acercaron, y habían empleado mucho tiempo, hasta que consiguieron hacerme recobrar los sentidos. Indeciblemente preocupado por la suerte de mi compañera, supliqué a los campesinos que se dispersasen y fuesen en su busca. Les describí cómo iba vestida, y prometí una inmensa recompensa para el que me trajese alguna noticia... En cuanto a mí, me era imposible unirme a la búsqueda. Me había roto dos costillas en la caída, y mi brazo dislocado me colgaba inútil; además tenía la pierna izquierda tan terriblemente magullada que no creí que pudiera recobrar su uso.

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