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Authors: Matthew G. Lewis

El monje (38 page)

BOOK: El monje
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Dicho esto, siguió camino de la puerta de la calle, la abrió y, sin entretenerse en colocarse el velo, se dirigió a la abadía de los capuchinos. Entretanto, Flora subió corriendo a la cámara de su señora, igualmente sorprendida y alarmada ante la consternación de Jacinta. Encontró a Antonia tendida en la cama, sin conocimiento. Utilizó los mismos medios que Jacinta para hacerla volver en sí. Pero viendo que su ama sólo se recuperaba de un desvanecimiento para caer en otro, mandó llamar a toda prisa un médico. Mientras esperaba su llegada, desvistió a Antonia y la metió en la cama.

Sin hacer caso de la tormenta, aterrada casi hasta la pérdida del dominio de sí, Jacinta corrió por las calles, y no se detuvo hasta que llegó a la entrada de la abadía. Tocó sonoramente la campanilla, y tan pronto como apareció el portero, pidió permiso para hablar con el prior. Ambrosio estaba en ese momento deliberando con Matilde sobre los medios de lograr el acceso a Antonia. Dado que la causa de la muerte de Elvira había quedado en el anonimato, estaba convencido de que los crímenes no eran seguidos inmediatamente por su correspondiente castigo, como sus instructores le habían enseñado, y como hasta entonces había creído él mismo. Esta convicción le hizo decidirse por la ruina de Antonia, pues los peligros y dificultades del goce de su persona parecían haber incrementado su pasión. El monje había hecho ya un intento de que se le admitiese a su presencia. Pero Flora le había denegado la petición en tales términos que le convenció de que todos sus esfuerzos futuros serían inútiles. Elvira había confiado sus sospechas a esta fiel criada. Le había pedido que no dejase nunca a Ambrosio a solas con su hija, y de ser posible evitara que la volviese a ver. Flora prometió obedecerla, y había cumplido sus órdenes casi al pie de la letra. Aquella mañana, había rechazado la visita de Ambrosio aunque Antonia lo ignoraba. Y el monje comprendió que conseguir ver a su amada abiertamente era imposible; así que él y Matilde se habían pasado la noche esforzándose en idear algún plan cuyo resultado fuese más fructífero. Y en ello estaban, cuando un hermano lego entró en la celda del abad y le informó de que una mujer llamada Jacinta Zúñiga solicitaba, unos minutos de audiencia.

Ambrosio no estaba dispuesto ni mucho menos a conceder tal petición a la solicitante. Se negó categóricamente, y pidió al hermano lego que dijese a la desconocida que volviera al día siguiente. Matilde le interrumpió:

—Id a ver a esa mujer —dijo en voz baja—. Tengo mis motivos.

El abad obedeció, y dijo que iría al locutorio en seguida. Con este recado, el hermano lego se retiró. Tan pronto como se quedaron solos, Ambrosio preguntó a Matilde por qué deseaba que viese a la tal Jacinta.

—Es la que tiene en su casa a Antonia —explicó Matilde—, puede que sea útil. Pero interroguémosla, y sabremos qué la trae aquí.

Se dirigieron juntos al locutorio, donde Jacinta aguardaba ya al abad. Ésta tenía una alta opinión de su piedad y virtud; y considerando que debía de poseer gran poder sobre el diablo, creyó que le resultaría sencillo expulsar el espectro de Elvira. Fundada en esta convicción, había corrido a la abadía. Y tan pronto como vio al monje entrar en el locutorio, cayó de rodillas y comenzó a contar el asunto que la traía en estos términos:

—¡Oh, reverendo padre! ¡Qué accidente! ¡Qué aventura! No sé qué determinación tomar, y a menos que me ayudéis, me volveré loca. ¡Os aseguro que jamás ha habido mujer más desdichada que yo! He hecho cuanto estaba de mi parte por mantenerme alejada de semejante abominación, y sin embargo ha resultado demasiado insuficiente. ¿De qué me sirve rezar el rosario cuatro veces al día y cumplir todos los ayunos prescritos por el calendario? ¿De qué me sirve haber hecho tres peregrinaciones a Santiago de Compostela, y comprar tantas indulgencias papales como las que habría necesitado el castigo de Caín? ¡Nada de eso me vale! ¡Todo me sale mal, y sólo Dios sabe cuándo me irá bien! Porque ahora, juzgue vuestra santidad. Mi inquilina muere entre convulsiones. Por pura consideración, la entierro a mi propia costa (no porque sea pariente mía ni porque haya recibido yo un solo doblón a su muerte. No he recibido nada de ella, así que tanto su vida como su muerte eran exactamente iguales para mí. Pero esto no tiene nada que ver con mi objeto. Volveré a lo que estaba diciendo), me ocupé de su funeral y de que se cumpliese todo de manera decente y apropiada, lo que fue bastante, ¡bien lo sabe Dios! ¿Y cómo creéis que paga la dama mi amabilidad? Pues negándose a dormir tranquila en su ataúd, como debe hacer todo espíritu pacífico y benévolo, y viniendo a acosarme a mí, que no deseo volver a poner los ojos en ella otra vez. ¡Y así, viene a alborotar mi casa a media noche, metiéndose en la habitación de su hija por el ojo de la cerradura y trastornando a la pobre criatura! Aunque sea un fantasma, podía ser más educada y no entrar de sopetón en casa de las personas que tan poco desean su compañía. En cuanto a mí, reverendo padre, la situación es ésta: si ella entra en mi casa, yo me marcho, pues no aguanto esa clase de visitas, ¡no, señor! De modo que, como ve vuestra santidad, sin vuestra ayuda me siento arruinada y perdida para siempre. Me veré obligada a abandonar mi casa; nadie querrá venir a ella, cuando se sepa que su espectro la visita, ¡y en bonita situación me encontraré! ¡Qué desdichada soy! ¿Qué puedo hacer? ¿Qué va a ser de mí?

Y se echó a llorar amargamente, retorciéndose las manos, y suplicando al abad que le dijese qué opinaba de su caso.

—En verdad, buena mujer —respondió él—, que me es difícil aliviaros sin saber qué es lo que os ocurre. Habéis olvidado contarme qué ha sucedido, y qué es lo que queréis.

—¡Válgame Dios! —exclamó Jacinta—. ¡Vuestra santidad tiene razón! Mirad; brevemente, esto es lo que ha pasado: una huésped mía ha muerto recientemente; era una mujer muy buena, tengo que decir en su favor, según lo que yo sabía de ella, aunque no mucho, ya que guardaba muy bien las distancias y solía darse muchos aires, y cada vez que me atrevía a dirigirle la palabra adoptaba un gesto que me hacía sentirme como extraña; que Dios me perdone por decir, eso. Sin embargo, aunque se mostraba más arrogante de lo necesario y simulaba mirarme con altivez (aunque, si me han informado bien, tengo tan buenos padres como pudo tenerlos ella, ya que su padre fue zapatero en Córdoba, y el mío sombrerero en Madrid, sí señor, y muy conocido además, debo decir). Sin embargo, a pesar de todo su orgullo, era persona muy educada, y no deseo huésped mejor. Por eso me extraña que no descanse en paz en su tumba; ¡pero no se puede fiar una de la gente de este mundo! Por mi parte, jamás la vi hacer nada malo, salvo el viernes anterior a su muerte. En efecto, ¡me escandalizó verla comerse un ala de pollo! «¡Cómo, doña Flora! —dije yo (Flora, reverencia, es la doncella)—. ¡Cómo, doña Flora! —dije—, ¿come carne vuestra señora los viernes? ¡Vaya, vaya! ¡Tenedlo en cuenta, y recordad que doña Jacinta os ha advertido de ello!»Estas fueron mis palabras, pero, ¡ay! ¡Ya podía haberme mordido la lengua! Nadie me lo tuvo en cuenta; y Flora, que es algo brusca y respondona (peor para ella, digo yo), me dijo que tanto daba comerse un pollo que el huevo del que había salido. Es más, incluso llegó a decirme que si su señora añadía una loncha de tocino, no se habría aproximado ni una pulgada más a su condenación. ¡Dios nos proteja! ¡Es una pobre ignorante! Le aseguro a vuestra santidad que me estremecí al oír semejantes blasfemias, y a cada momento esperaba ver abrirse la tierra para tragársela; ¡comer pollo! Pues debéis saber, excelentísimo padre, que mientras hablábamos de esto, sostenía ella una bandeja en la que había también pollo asado. ¡Y muy buen aspecto que tenía, todo hay que decirlo! Hecho en asador, pues yo misma me proponía guisarlo: era un pollito gallego que había criado yo, santidad, con una carne blanca como la cáscara de huevo, tal como doña Elvira me confesó. «Doña Jacinta», dijo de buen humor, porque a decir verdad, siempre se ha mostrado muy cortés conmigo...

Aquí la paciencia de Ambrosio se agotó. Ansioso por saber el asunto que traía a Jacinta, en el que parecía estar implicada Antonia, casi perdió los nervios escuchando las divagaciones de aquella vieja pesada. La interrumpió, y declaró que si no le contaba inmediatamente lo que tuviera que decirle, abandonaría inmediatamente el locutorio y la dejaría que resolviese sus dificultades por sí sola. Jacinta relató su caso con la brevedad de que fue capaz; pero su relato siguió siendo tan circunstanciado que Ambrosio necesitó recurrir a toda su paciencia para aguantar hasta su conclusión.

—Así, reverencia —dijo después de contar la muerte y el entierro de Elvira con todos sus detalles—; así, reverencia, después de oír el grito, dejé mi labor y acudí corriendo al aposento de Antonia. Al no encontrar a nadie allí, fui al siguiente. Pero debo confesar que sentí un poco de temor al entrar, pues era la misma habitación en que doña Elvira solía dormir. Sin embargo, entré; y efectivamente, allí estaba la joven dama, tendida cuan larga era en el suelo, fría como el mármol y blanca como el papel. Me quedé sorprendida, como bien puede suponer vuestra santidad. Pero, ¡oh, cómo me estremecí al ver una figura alta junto a mi codo, cuya cabeza tocaba al techo! Tenía la cara de doña Elvira, debo confesar. Pero de su boca salían llamaradas de fuego, tenía los brazos cargados de cadenas que chirriaban espantosamente, ¡y cada cabello suyo era una serpiente tan gruesa como mi brazo! Al verla me asusté, y empecé a rezar el avemaría. Pero el fantasma, interrumpiéndome, profirió tres sonoros gemidos, y rugió con voz terrible: «¡Oh, aquella ala de pollo! ¡Mi pobre alma sufre ahora por ella!». Y tan pronto como dijo esto, se abrió la tierra y se tragó al espectro; oí el estallido de un trueno, y la habitación se llenó de olor a azufre. Cuando me recobré del susto y logré hacer volver en sí a doña Antonia, quien me dijo que había gritado al ver al fantasma de su madre (¡Y con toda la razón, pobre criatura! De haber estado yo en su lugar, habría gritado diez veces más que ella), me vino a la cabeza inmediatamente la idea de que si había alguien capaz de apaciguar a este espectro debía de ser vuestra reverencia. De modo que aquí he venido a toda prisa, a suplicaros que asperjéis mi casa con agua bendita y expulséis a la aparición.

Ambrosio se quedó perplejo ante esta extraña historia, a la que no daba crédito.

—¿Vio doña Antonia también el fantasma? —preguntó.

—¡Tan claramente como os veo yo a vos, reverendo padre!

Ambrosio guardó silencio un momento. Aquí se le brindaba una ocasión de tener acceso a Antonia, pero vacilaba en utilizarla. Aún le era querida la reputación de que gozaba en Madrid; y puesto que había perdido la realidad de la virtud, parecía como si su simulación se hubiese vuelto más valiosa. Era consciente de que quebrantar públicamente la norma de no salir jamás del recinto de la abadía anularía gran parte de su supuesta austeridad. Al visitar a Elvira, había tomado siempre la precaución de ocultar su rostro ante la servidumbre. Salvo la dama, su hija y la fiel Flora, no era conocido en la familia más que por el nombre de padre Jerónimo. De acceder a la petición de Jacinta y acompañarla a su casa, sabía que la violación de su norma dejaría de ser un secreto. Sin embargo, su ansiedad por ver a Antonia obtuvo la victoria. Esperaba que la singularidad de esta aventura le justificaría ante los ojos de Madrid. Pero fueran las consecuencias que fuesen, decidió aprovechar la oportunidad que el azar le brindaba. Una mirada expresiva de Matilde le confirmó en su resolución.

—Buena mujer —dijo a Jacinta—, lo que me contáis es tan extraordinario que apenas puedo dar crédito a vuestras afirmaciones. Sin embargo, accederé a vuestra petición. Mañana, después de los maitines, podéis esperarme en vuestra casa. Entonces veré lo que puedo hacer por vos; y si está en mi poder, os libraré de tan importuna visitante. Ahora regresad a vuestra casa, y quedad en paz.

—¿A casa? —exclamó Jacinta—. ¿Irme yo a casa? ¡Por nada del mundo! ¡Si no es con vuestra protección, no traspondrá esta servidora el umbral! ¡Líbreme Dios, lo mismo puede salirme el fantasma en la escalera y llevarme consigo al infierno! ¡Oh, si hubiese aceptado el ofrecimiento del joven Melchor Basco! Ahora tendría a alguien que me protegiese. ¡Pero soy una mujer sola que no se tropieza más que con cruces y desventuras! ¡Gracias al Cielo, aún no es tarde para el arrepentimiento! Aceptaré las proposiciones de Simón González un día de éstos; y es más, si sigo con vida cuando rompa el día, me casaré con él sin otra demora: tendré marido; está decidido, pues ahora que tengo en mi casa a ese fantasma, me voy a morir de miedo si duermo sola. Pero, por amor de Dios, reverendo padre, venid conmigo ahora. No podré descansar hasta que haya sido purificada mi casa, y la pobre joven... ¡Pobrecita muchacha! Se encuentra en una situación lastimosa. La he dejado en medio de violentas convulsiones, y dudo que se recobre fácilmente del susto.

El fraile se alarmó, y la interrumpió ansioso:

—¿Presa de convulsiones, decís? ¿Antonia presa de convulsiones? ¡Guiadme, buena mujer! ¡Os sigo ahora mismo!

Jacinta insistió en que llevase el recipiente del agua bendita. Accedió a esta petición. Creyéndose a salvo bajo su protección aunque la atacase una legión de fantasmas, la vieja se deshizo en expresiones de agradecimiento, y partieron juntos hacia la calle de Santiago.

Tan fuerte era la impresión que el espectro había causado en Antonia, que durante las primeras dos o tres horas el médico declaró que su vida corría peligro. Finalmente, al hacerse los ataques menos frecuentes, modificó su opinión. Dijo que lo único necesario era procurar que estuviese tranquila. Y mandó preparar una medicina que sosegara sus nervios y le procurara el descanso que de momento tanta falta le hacía. La visión de Ambrosio, que ahora apareció con Jacinta junto a su cama, contribuyó esencialmente a apaciguar sus alterados ánimos. Elvira no le había explicado suficientemente la naturaleza de sus propósitos, para dejar advertida a una joven tan ignorante del mundo de lo peligroso que resultaba el trato con el monje. En este instante, transida de horror ante la escena que acababa de pasar, y temerosa de contemplar la predicción del fantasma, su espíritu necesitaba de todos los auxilios de la amistad y la religión; así que miró al abad con ojos doblemente parciales. Aún abrigaba la acusada predisposición en su favor que había sentido por él al principio. Se figuraba, aunque no sabía por qué, que su presencia era una salvaguardia frente a toda clase de peligro, ofensa o desventura. Le agradeció cálidamente su visita, y le contó la aventura que tan gravemente la había alarmado.

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