Así pues, cuando Betelgeuse llegó al final de su vida en la secuencia principal y comenzó a evolucionar hacia una gigante roja, los habitantes inteligentes del planeta terroide original (que, naturalmente, giraría en torno de Betelgeuse a una distancia mucho mayor que la Tierra respecto del Sol, puesto que Betelgeuse era la estrella más caliente, pero no a una distancia muchísimo mayor) habrían podido realizar viajes espaciales para alejarse más hacia afuera. El movimiento se efectuaría por etapas porque, aunque la evolución hacia la fase de gigante roja es rápida en comparación con los cambios producidos durante la secuencia principal, sigue siendo de todos modos bastante lenta a escala de la vida humana.
Así, cuando nuestro Sol comience a evolucionar hacia la fase de gigante roja, los seres humanos (o nuestros evolucionados descendientes), si aún existen, podrían desplazarse poco a poco hacia Marte; luego, centenares de miles de años después, hacia Europa; a continuación, un millón de años mas tarde hacia Titán, y así sucesivamente. Al tener más masa, Betelgeuse evolucionaría con mayor rapidez que el Sol, pero, de todos modos, no habría ninguna prisa.
Por lo tanto, el distante planeta de la fase de gigante roja de Betelgeuse no contendría la vida inteligente que se hubiese desarrollado allí, sino la vida que hubiese
emigrado
desde algún planeta interior y que hubiese sido vaporizado físicamente y absorbido por Betelgeuse cuando esa estrella se hubiese expandido.
¡Pero esto no funciona!
En nuestro Sistema Solar, los mundos relativamente cercanos al Sol son esencialmente rocosos, con o sin núcleo metálico, y se puede pensar que podrían albergar vida humana a largo plazo, de una forma natural (como la Tierra), o después de considerables modificaciones tecnológicas, como podrían hacer la Luna o Marte.
Los mundos fuera del cinturón de asteroides, que sobrevivirán al gigante solar rojo, son, sin embargo, de una composición fundamentalmente diferente. Los grandes mundos son principalmente gaseosos, mientras que los mundos pequeños están en su mayor parte helados. Estos mundos no ofrecen demasiadas esperanzas como refugios a largo plazo. Los gaseosos son del todo inconvenientes. Los helados carecen de los elementos rocosos y metálicos que necesitamos.
Naturalmente, se puede pensar que el gigante rojo solar puede calentar Júpiter hasta el punto de que gran parte del mismo se disperse, y podríamos soñar con que se expusiese un núcleo rocoso que fuese una nueva Tierra. Desgraciadamente, no estamos seguros de que exista un núcleo rocoso, ni de lo grande que podría ser, ni de si incluso un Júpiter calentado no seguiría unido o más o menos intacto, gracias a su gran campo gravitatorio.
De los grandes satélites de Júpiter, Ganímedes y Calisto están helados, y en la época de la gigante roja pueden fundirse y dispersarse. lo, con seguridad, es rocoso, pero carece de agua. Calisto es rocoso y posee un océano superficial que rodea todo el mundo (en la actualidad, está helado, por lo menos en la parte superior). La gigante roja podría fundir y vaporizar el océano, que de este modo se perdería en el espacio exterior.
Más allá de Júpiter, todo quedaría intacto, pero los mundos no son realmente atractivos.
Existen muchas razones para pensar que esta pauta general —mundos rocosos cerca de una estrella, y mundos gaseosos o helados lejos de una estrella— es general en los sistemas planetarios. Así pues, se podría suponer que existe la regla de que la vida comienza relativamente cerca de una estrella, y que en la época de la gigante roja, la retirada a las regiones exteriores implicaría una terraformación tan extensa que sería algo prohibitivo.
¿Pero no estamos limitando demasiado el posible avance de la tecnología? La terraformación podría ser muy sencilla para unas especies avanzadas tecnológicamente. Considerando el índice de avance tecnológico en los últimos cien años (desde los planeadores sin motor hasta las sondas de cohetes que han tomado fotografías en primer plano de los anillos de Saturno), ¿qué no podríamos esperar de nosotros mismos en otro centenar de años, por no decir más de un millar?
¿Y quién dice que debemos estar satisfechos, como refugiados, con cualquier mundo que pueda existir en los confines de un sistema planetario? Son sólo acumulaciones de recursos.
Podemos representar a la Humanidad, cuando se acerque la ¿poca de la gigante roja solar, viviendo en colonias espaciales artificiales, tan cómodas y agradables como la superficie de la Tierra, y mucho más seguros. Podría no existir jamás el pensamiento de regresar a cualquier mundo. Simplemente, habría que desplazar las colonias, alejándolas del Sol, poco a poco, año a año, siguiendo el ritmo del aumento de intensidad de la radiación solar.
Incluso podríamos imaginarnos a la Humanidad salvando mundos de la destrucción solar, impulsándolos más lejos del Sol de vez en cuando, a fin de mantenerlos como recursos.
Por lo tanto, podríamos imaginar la vida que al principio se desarrolló relativamente cerca de Betelgeuse en sus días de la secuencia principal, viviendo ahora en grandes colonias a cerca de diez mil millones de kilómetros de la estrella, con satélites y asteroides rescatados también en órbita. Incluso podríamos suponer que los habitantes poseyeran métodos para amortiguar las diferencias de radiación recibidas cuando Betelgeuse se expande y contrae. Podrían resguardar las colonias y desviar la mayor parte de la radiación cuando se calentase Betelgeuse, y reunir y concentrar la radiación cuando se enfriase.
¡Tampoco funcionaría!
Todo esto depende de sí realmente hubiese podido iniciarse y desarrollarse vida en el sistema planetario de Betelgeuse mientras esa estrella se encontraba todavía en la secuencia principal.
Consideremos, por ejemplo, nuestro Sol, y al hacerlo no hablemos de miles de millones de años. Resulta difícil captar tan enormes períodos de tiempo. En vez de ello, definamos «6 años largos» como iguales a mil millones de años ordinarios (1.000.000.000). A esta escala, «1 segundo largo» equivale a 31 años.
Empleando esta «medida larga», el Sistema Solar se condensaría a partir de un remolino de polvo y gas primordial en, más o menos, 7 meses largos e iniciaría su existencia en la secuencia principal. Permanecería en la secuencia principal durante unos 72 años largos (aproximadamente la vida media de un ser humano, que es el motivo por el que he elegido esta escala particular), luego pasaría por la fase de gigante roja en no más de 4
días largos
y se derrumbaría y convertiría en enana blanca, en cuyo estado permanecería indefinidamente, enfriándose poco a poco.
Si miramos más de cerca la porción de secuencia principal de la vida del Sol, y lo hacemos en años largos, éstos son los resultados.
Los planetas y otros cuerpos fríos del Sistema Solar llegaron a su forma actual sólo de un modo lento, a medida que fueron recogiendo los restos en sus órbitas. El bombardeo de estos restos ha dejado su marca en forma de cráteres meteóricos que cicatrizan todos los mundos donde no están erosionados ni oscurecidos por factores tales como aire, agua, lava volcánica, actividad viva, etcétera. No fue hasta que el Sol tuvo tres años largos de edad cuando este bombardeo acabó esencialmente, y la Tierra y los otros mundos se mostraron ya más o menos en su forma actual.
Cuando el Sol tenía una edad de 6 años largos, las primeras trazas de moléculas, lo suficientemente complicadas para considerarse vivas, aparecieron en la Tierra.
Cuando el Sol tenía 21 años largos de edad, se formó la primera vida multicelular, y los registros de fósiles empiezan a los 24 años largos. El Sol tenía una edad de poco más de 25 años largos cuando la vida pasó a tierra, y ahora tiene un poco más de 27,5 años largos de edad. Para cuando tenga 60 años largos, puede que haga demasiado calor en la Tierra para estar cómodos, y los seres humanos o sus evolucionados descendientes (si aún existen) quizá comiencen a retirarse. Para cuando tenga 72 años largos, nuestro Sol será una gigante roja, aunque no tan grande como es ahora Betelgeuse.
En realidad, no todas las estrellas permanecen en la secuencia principal durante igual espacio de tiempo. En general, cuanta más masa tiene una estrella, mayor es su suministro de combustible nuclear. Sin embargo, cuanta más masa tiene, más rápidamente debe consumir ese suministro de combustible si ha de generar suficiente calor y presión de radiación para impedir derrumbarse bajo la atracción de su mayor masa.
La proporción de gasto de combustible aumenta con mayor rapidez que el abastecimiento del mismo, a medida que la masa aumenta. De ahí se deduce que cuanta más masa tiene una estrella, más corto es el tiempo en la secuencia principal y más rápidamente alcanza la fase de gigante roja.
Consideremos ahora las enanas rojas, que constituyen las tres cuartas partes de todas las estrellas. Se trata de estrellas relativamente pequeñas con masas de 1/5 a 1/2 la del Sol, masa suficiente para producir presiones internas capaces de poner en marcha reacciones nucleares. Consumen gota a gota su relativamente pequeño suministro de combustible, por lo que permanecen en la secuencia principal durante un espacio de tiempo que va desde 450 años largos hasta 1.200 años largos.
Eso es una enorme cantidad de tiempo, si se piensa que se cree que el Universo en sí no tiene más que unos 90 años largos de vida en la actualidad. Eso significa que todas las enanas rojas existentes se hallan aún en la secuencia principal. Ninguna ha tenido tiempo todavía de llegar al estado de gigante roja.
Por otra parte, las estrellas que tienen más masa que el Sol permanecen menos tiempo en la secuencia principal. Proción, por ejemplo, que tiene 1,5 veces más masa que el Sol, permanecerá en la secuencia principal durante un total de 24 años largos. Sirio, con una masa 2,5 veces superior a la del Sol, permanecerá en la secuencia principal durante sólo 3 años largos. (Examinaré de nuevo este tipo de cosas, de un modo diferente, en el capítulo final de este libro.)
¿Y qué cabe decir de Betelgeuse, que tiene una masa 16 veces superior a la del Sol? Pues permanece en la secuencia principal durante unas 3 semanas largas. Comparemos esto con los 6 años largos (un período de tiempo centenares de veces mayor) que transcurrieron antes de que aparecieran en la Tierra los primeros indicios de vida.
Incluso dando por sentado que nuestro Sistema Solar fuese fenomenalmente lento en desarrollar la vida, resulta difícil imaginar que ésta pudiese desarrollarse en menos de una centésima de ese tiempo.
Y no son sólo los primeros indicios de vida lo que nos interesa. Esperamos que la vida evolucione
lentamente
hacia formas cada vez más complicadas, hasta que pueda surgir alguna especie con la suficiente inteligencia para desarrollar una tecnología avanzada. La Tierra tardó 27 años largos en conseguir esto. ¿Podría haberlo hecho el planeta de Betelgeuse en 3 semanas largas, no mucho más que 1/500 de ese periodo?
Simplemente, parece no haber ninguna posibilidad de que se hubiese podido desarrollar vida en cualquier planeta que girase en torno de Betelgeuse, o de que pudiera haber ahora allí vida propia. (Digo «vida propia» porque no quiero excluir la posibilidad de que algunos seres con tecnología avanzada, que podrían haberse originado en cualquier otro sistema estelar, hubiesen fundado un observatorio científico en los ámbitos exteriores del sistema de Betelgeuse, a fin de estudiar de cerca a una gigante roja. Si semejante estación tuviese formas de vida en ella, sería mejor que se marchasen y estuviesen a un año luz de distancia el día en que explote Betelgeuse.)
Por lo tanto, no hay un Mundo del Sol Rojo en el sentido de Betelgeuse, y no podemos esperar que se origine vida terroide cerca de ninguna estrella apreciablemente con más masa que nuestro Sol. Las estrellas que tienen apreciablemente menos masa que nuestro Sol quedan excluidas por otras razones.
Esto nos deja sólo las estrellas razonablemente cercanas a la masa de nuestro Sol como adecuadas para el desarrollo de una vida terroide. Por fortuna, dichas estrellas constituyen el 10% del total, y eso nos deja un margen considerable.
Una idea lleva a otra y estoy acostumbrado a dejar vagar mi mente. Por ejemplo, algo en lo que pensé recientemente me ha hecho preguntarme acerca de la frase: «¡Es el amor lo que hace girar el mundo!»
Lo que esto significa para la mayoría de las personas es que el amor es una emoción tan excitante que el experimentarlo le hace sentir a uno que el mundo entero es nuevo y maravilloso, mientras que su pérdida hace que el mismo Sol parezca perder su brillo y que el mundo cese de girar. Esta clase de tonterías.
¿Y quién dijo esto primero?
Me dirigí a mi biblioteca de referencias y descubrí, ante mi gran asombro, que su primer uso, en la literatura inglesa, fue en 1865, cuando la Duquesa Maladice, en
Alicia en el País de las maravillas,
de Lewis Carroll: «Y la moral de eso es «Oh, el amor, el amor, es lo que hace girar el mundo».»
En el mismo año, apareció (con un «el amor» más) en la obra de Charles Dickens
Nuestro común amigo.
La invención independiente parece improbable, por lo que ese sentimiento debió de haber tenido una existencia anterior, como los refranes, y, en realidad, existe un verso de una canción popular francesa de hacia 1700, que dice
Cest lamour, lamour, qui fait le monde á la ronde,
que se traduce por la expresión de la Duquesa.
Si retrocedemos aún más en el tiempo, llegamos al último verso de La
divina comedia
de Dante, que contiene la frase
Lamor che move u sole e l'altre stelIe
(El amor hace girar el sol y las Otras estrellas). Esto se refiere al movimiento general más que a la mera rotación sobre un eje, pero sirve. Y verán que por «amor» no queremos decir ese sentido del afecto romántico humano en que la mayoría de nosotros pensamos cuando se emplea la palabra. Más bien, Dante se está refiriendo a ese atributo de Dios que muestra su preocupación por la Humanidad y mantiene el Universo en funcionamiento para nuestro bien y nuestra comodidad.
Esto, a su vez, debió, al menos en parte, de inspirarse en un antiguo proverbio latino que data, supongo, de la época romana:
Amor mundum fecit
(El amor hizo el mundo).
Y de aquí retrocedemos a las cosmogonías místicas de los griegos. Según lo que sabemos de las doctrinas incluidas en los misterios orificios, el Universo comenzó cuando la noche (es decir, el caos primitivo) formó un huevo, del que salió Eros (el amor divino), y fue ese amor divino el que creó la Tierra, el cielo, el Sol y la Luna, y lo puso todo en movimiento.