El monstruo subatómico (5 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia, Ensayo

BOOK: El monstruo subatómico
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Al cabo de pocos días, el físico francés Dominique F. J. Arago (1786-1853) mostró que un cable que llevase una corriente eléctrica atraía no sólo agujas magnetizadas, sino también a las limaduras de hierro ordinarias no magnetizadas, igual que lo haría un auténtico imán. Se trataba de un efecto magnético, absolutamente indistinguible del de los imanes corrientes, originado en la corriente eléctrica.

Antes de que acabase el año, otro físico francés, André Marie Ampere (1775-1836), mostró que dos cables paralelos que estuviesen unidos a dos baterías separadas, de tal modo que la corriente fluyese a través de cada una en la misma dirección, se atraían mutuamente. Si la corriente fluía en direcciones opuestas, se repelían uno a otro. En otras palabras, las corrientes podían actuar como polos magnéticos.

Ampere enrolló un hilo en forma de solenoide, o hélice (como un muelle de colchón) y descubrió que la corriente al fluir en la misma dirección en cada vuelta, producía un refuerzo. El efecto magnético era más fuerte que si se hubiese producido en un hilo recto, y el solenoide actuaba exactamente igual que un imán de barra, con un polo norte y un polo sur.

En 1823, un experimentador inglés, William Sturgeon (1783-1850), colocó dieciocho vueltas de cobre simple en torno de una barra de hierro en forma de U, sin permitir que, en realidad, el hierro tocase la barra. Esto concentraba el efecto magnético aún más, hasta el punto que consiguió un «electroimán». Con la corriente dada, el electroimán de Sturgeon podía alzar veinte veces su propio peso en hierro. Con la corriente desconectada, ya no era un imán y no podía levantar nada.

En 1829, el físico estadounidense Joseph Henry (1797-1878) empleó cable aislado y enrolló innumerables vueltas en torno de una barra de hierro para producir un electroimán aún más potente. Hacia 1831, había conseguido un electroimán de no gran tamaño que podía levantar más de una tonelada de hierro.

Entonces se planteó la pregunta: dado que la electricidad produce magnetismo, ¿puede el magnetismo producir también electricidad?

El científico inglés Michael Faraday (1791-1867) demostró que la respuesta era afirmativa. En 1831 colocó un imán de barra dentro de un solenoide de cable en el que no había conectada ninguna batería. Cuando metió el imán, se produjo una descarga de corriente eléctrica en una dirección (esto se observó con facilidad con un galvanómetro, que había sido inventado en 1820 empleando el descubrimiento de Oersted de que una corriente eléctrica haría mover una aguja magnetizada). Cuando retiró el imán, se produjo una descarga de electricidad en la dirección opuesta.

Entonces Faraday siguió con la construcción de un mecanismo en el que se hacía girar continuamente un disco de cobre entre los polos de un imán. Se estableció así una corriente continua en el cobre, y ésta podía extraerse. Esto constituyó el primer generador eléctrico. Henry invirtió las cosas haciendo que una corriente eléctrica hiciese girar una rueda, y esto fue el primer motor eléctrico.

Faraday y Henry, conjuntamente, iniciaron la era de la electricidad, y todo ello derivó de la observación inicial de Oersted.

Era ahora cierto que la electricidad y el magnetismo constituían fenómenos íntimamente relacionados, que la electricidad producía magnetismo y viceversa. El interrogante era sí podían existir también por separado; si había condiciones en las que la electricidad no produjese magnetismo, y viceversa.

En 1864, el matemático escocés James Clerk Maxwell imaginó una serie de cuatro ecuaciones relativamente simples, que ya hemos mencionado en el capítulo 1. Describían la naturaleza de las interrelaciones de la electricidad y el magnetismo. Se hizo evidente pronto que las ecuaciones de Maxwell se cumplían en todas las condiciones y que explicaban la conducta electromagnética. Incluso la revolución de la relatividad introducida por Albert Einstein (1879-1955) en las primeras décadas del siglo XX, una revolución que modificó las leyes de Newton del movimiento y de la gravitación universal, dejó intactas las ecuaciones de Maxwell.

Si las ecuaciones de Maxwell eran válidas ni los efectos eléctricos ni los magnéticos podían existir aislados. Los dos estaban siempre presentes juntos, y sólo existía electromagnetismo, en el que los componentes eléctricos y magnéticos eran dirigidos en ángulos rectos uno a otro.

Además, al considerar las implicaciones de sus ecuaciones, Maxwell descubrió que un campo eléctrico cambiante tenía que inducir un campo magnético cambiante, que, a su vez, tenía que inducir un campo eléctrico cambiante, y así sucesivamente. Por así decirlo, ambos saltaban por encima, por lo que el campo progresaba hacia afuera en todas direcciones en forma de una onda transversal que se movía a una velocidad de 300.000 kilómetros por segundo. Esto era la «radiación electromagnética». Pero la luz es una onda transversal que se mueve a una velocidad de 300.000 kilómetros por segundo, y la conclusión irresistible fue que la luz en todas las longitudes de onda, desde los rayos gamma hasta las ondas radio, era una radiación electromagnética. El conjunto formaba un espectro electromagnético.

Luz, electricidad y magnetismo se mezclaban en un solo fenómeno descrito por una sola serie de relaciones matemáticas:
e pluribus unum.
Ahora sólo quedaban dos formas de acción a distancia: gravitación y electromagnetismo. Al desaparecer el concepto del éter, hablamos de «campos»; de un «campo gravitatorio» y de un «campo electromagnético», consistiendo cada uno de ellos en una fuente y una radiación que se expande indefinidamente desde esta fuente, moviéndose hacia afuera a la velocidad de la luz.

Habiendo reducido los cinco a dos, ¿no deberíamos buscar alguna serie de relaciones matemáticas aún más general que se refiera a un
solo
«campo electromagnetogravitatorio», con la gravitación y el electromagnetismo meramente como dos aspectos del mismo fenómeno?

Einstein trató durante treinta años de elaborar semejante «teoría del campo unificado», y fracasó. Mientras lo intentaba, se descubrieron dos nuevos campos, disminuyendo cada uno en intensidad con la distancia con tanta rapidez, que mostraban su efecto sólo a distancias comparables al diámetro de un núcleo atómico o menos (de ahí que se descubrieran tan tarde). Se trata del «campo nuclear fuerte» y del «campo nuclear débil»

En los años 1870 el físico estadounidense Steven Weinberg (n. 1933) y el físico paquistanobritánico Abdus Salam (n. 1926), independientemente elaboraron un tratamiento matemático que mostraba que los campos elecromagnético y nuclear débil eran aspectos diferentes de un único campo, y probablemente puede lograrse también que este nuevo tratamiento incluya el campo nuclear fuerte. Sin embargo, hasta hoy la gravitación sigue estando tozudamente fuera de la puerta, tan recalcitrante como siempre.

Así pues, lo que cuenta es que ahora existen dos grandes descripciones del mundo: la teoría de la relatividad, que trata de la gravedad y el macrocosmos, y la teoría cuántica, que trata del campo electromagnético débil fuerte y el microcosmos.

Aún no se ha encontrado la manera de combinar los dos, es decir ninguna manera de «cuantificar» la gravitación. No creo que exista ningún modo más seguro de conseguir un premio Nobel dentro de un año que el de realizar esta tarea.

III. LAS DOS MASAS

Vi a Albert Einstein en una ocasión.

Fue el 10 de abril de 1935. Yo regresaba de una entrevista en el Columbia College, una entrevista de la que dependía mi permiso para entrar en el mismo. (Resultó desastrosa, puesto que yo era un muchacho de quince años totalmente inexpresivo, y no entré.)

Me detuve en un museo para recuperarme, puesto que no me hacía ilusiones en cuanto a mis posibilidades después de aquella entrevista, y me encontraba tan confuso y alterado que nunca he sido capaz de recordar de qué museo se trataba. Pero al pasear en un estado semiconsciente por sus salas, vi a Albert Einstein, y no estaba tan sordo y ciego al mundo que me rodeaba para no reconocerle al instante.

A partir de ese momento, durante media hora, le seguí con paciencia de una sala a otra, sin mirar nada más, simplemente contemplándole. No estaba solo, puesto que había otros que hacían lo mismo. Nadie pronunciaba una palabra, nadie se le acercó para pedirle un autógrafo o con cualquier otro propósito; todos, simplemente, se limitaban a mirarle. De todos modos Einstein tampoco prestaba la menor atención; supongo que estaba acostumbrado a ello.

A fin de cuentas, ningún otro científico, excepto Isaac Newton, fue tan reverenciado en vida, incluso por otros grandes científicos y también por los profanos y por los adolescentes. Y no se trata sólo de que sus logros fuesen enormes, sino que son, en ciertos aspectos, casi demasiado refinados para describirlos, especialmente en relación con lo que se considera en general como su descubrimiento más importante: la relatividad general.

Sin duda es también algo demasiado sutil para mí, puesto que sólo soy bioquímico (en cierto modo) y no un físico teórico, pero en el papel que he asumido de entrometido que lo sabe todo, supongo que, de todos modos, debo intentarlo.

En 1905, Einstein había formulado su teoría especial de la relatividad (o relatividad especial, para abreviar), que es la parte más familiar de su trabajo. La relatividad especial comienza suponiendo que la velocidad de la luz en un vacío se medirá siempre con el mismo valor constante, sin tener en cuenta la velocidad de la fuente de luz respecto del observador.

A partir de aquí, una línea ineludible de deducciones nos dice que la velocidad de la luz representa la velocidad límite de cualquier cosa de nuestro Universo; es decir, que si observamos un objeto en movimiento, descubriremos que su longitud en la dirección del movimiento y el índice de paso del tiempo por él se ve disminuido y su masa aumentada, en comparación con lo que sería si el objeto estuviese en reposo. Estas propiedades varían con la velocidad de una manera fija tal, que a la velocidad de la luz, la longitud y el tiempo podrían medirse como cero mientras la masa se haría infinita. Además, la relatividad especial nos dice que energía y masa están relacionadas, según la actualmente famosa ecuación
e = mc
2
.

Sin embargo, supongamos que la velocidad de la luz en un vacío
no
es inmutable en todas las condiciones. En ese caso, ninguna de las deducciones es válida. ¿Cómo, pues, podemos decidir acerca de este asunto de la constancia de la velocidad de la luz?

En realidad, el experimento de Michelson-Morley (véase «
The Light That Failed
», en
Adding a dimension,
Doubleday, 1964) indicó que la velocidad de la luz no cambiaba con el movimiento de la Tierra, es decir, que era la misma tanto si la luz se movía en la dirección de las vueltas de la Tierra en tomo del Sol, o en ángulos rectos respecto del mismo. Se podría extrapolar el principio general a partir de esto, pero el experimento de Michelson-Morley es susceptible de otras interpretaciones. (Llegando hasta un extremo, podría indicar que la Tierra no se movía, y que Copérnico estaba equivocado.)

En cualquier caso, Einstein insistió más tarde en que no había tenido noticia del experimento de Michelson-Morley en la época en que concibió la relatividad especial, y que le parecía que la velocidad de la luz debía ser constante porque se encontraba envuelto en contradicciones si no era así.

En realidad, la mejor manera de comprobar el supuesto de Einstein seria comprobar si las deducciones de tal presunción se observan en el Universo real. Si es así, entonces nos vemos obligados a llegar a la conclusión de que el supuesto básico debe ser cierto, porque entonces no conoceríamos otra forma de explicar la verdad de las deducciones. (Las deducciones
no
proceden del anterior punto de vista newtoniano del Universo, ni de ningún otro punto de vista no einsteiniano, o no relativista.)

Hubiera sido en extremo difícil comprobar la relatividad especial si el estado de los conocimientos físicos hubiera sido el de 1895, diez años antes de que Einstein formulase su teoría. Los desconcertantes cambios que predijo en el caso de la longitud, la masa y el tiempo con la velocidad sólo son perceptibles a grandes velocidades, mucho más que las que encontramos en la vida cotidiana. No obstante, por un golpe de suerte, el mundo de las partículas subatómicas se había abierto en la década previa a los enunciados de Einstein. Estas partículas se mueven a velocidades de 15.000 kilómetros por segundo y más, y a esas velocidades los efectos relativísticos son apreciables.

Se demostró que las deducciones de la relatividad especial estaban todas allí, todas ellas; no sólo cualitativamente sino también cuantitativamente. No sólo un electrón ganaba masa si se aceleraba a los nueve décimos de la velocidad de la luz, sino que la masa se multiplicaba 3 1/6 veces, tal y como había predicho la teoría.

La relatividad especial ha sido verificada un increíble número de veces en las últimas ocho décadas, y ha pasado todas las pruebas. Los grandes aceleradores de partículas construidos desde la Segunda Guerra Mundial no funcionarían si no tuviesen en cuenta los efectos de la relatividad, exactamente del modo requerido por las ecuaciones de Einstein. Sin la ecuación
e= mc
2
,
no existe explicación para los efectos energéticos de las interacciones subatómicas, el funcionamiento de las centrales de energía nuclear, el brillo del Sol. Por consiguiente, ningún físico que se halle mínimamente cuerdo duda de la validez de la relatividad especial.

Esto no quiere decir que la relatividad especial represente necesariamente la verdad definitiva. Es muy posible que algún día pueda proponerse una teoría más amplia para explicar todo lo que la relatividad especial hace, y más incluso. Por otra parte, no ha surgido hasta ahora nada que parezca requerir tal explicación excepto la llamada
aparente
separación de los componentes del quasar a más de la velocidad de la luz, y la apuesta es que probablemente se trata de una ilusión óptica que puede explicarse dentro de los límites de la relatividad especial.

Pero aunque esta teoría más amplia se desarrollara, debería llegar hasta la relatividad especial dentro de los limites de la experimentación actual, igual que la relatividad especial llega hasta las leyes del movimiento ordinarias de Newton, si uno se atiene a las bajas velocidades que empleamos en la vida cotidiana.

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