Sin embargo, un desplazamiento hacia el rojo de este tipo era asimismo muy pequeño y haría falta un campo gravitatorio enormemente intenso para producir uno que pudiera medirse de manera inconfundible.
En la época en que Einstein presentó su teoría de la relatividad general, el campo gravitatorio más intenso que podía estudiarse fácilmente parecía ser el del Sol, y éste, por intenso que fuese, era demasiado débil para resultar útil como prueba del desplazamiento hacia el rojo de Einstein.
Pese a todo, sólo unos meses antes del ensayo de Einstein, el astrónomo estadounidense Walter Sydney Adams había presentado pruebas de que el oscuro compañero de Sirio («Sirio B») era en realidad una estrella con la masa del Sol, pero con el volumen de un pequeño planeta. (Véase El
sol brilla luminoso,
publicado en esta misma colección.) Esto resultó un poco difícil de creer al principio, y durante algún tiempo no se hizo caso de la «enana blanca».
Sin embargo, fue Eddington quien vio, con toda claridad, que si Sirio B era muy pequeño tenía que ser asimismo muy denso, y que poseería un campo gravitatorio enormemente intenso. Su luz, por lo tanto, mostraría un desplazamiento hacia el rojo de Einstein claramente perceptible si la relatividad general fuera correcta.
Adams continuó estudiando el espectro de Sirio B con detalle, y en 1925 informó que el desplazamiento hacia el rojo de Einstein se encontraba allí, y bastante cerca de lo pronosticado por la relatividad general.
Una vez más aquello fue considerado como un triunfo, pero, de nuevo, pasado el período de euforia, pareció que el resultado no era del todo claro. La medida del desplazamiento no era muy exacta por cierto número de razones (por ejemplo, el movimiento de Sirio B a través del espacio introducía un desplazamiento de la línea espectral que no estaba relacionado con la relatividad general, y que introducía una enojosa incertidumbre). Como resultado de todo ello, la prueba ciertamente no podía emplearse para distinguir la relatividad general de Einstein de otras teorías que competían con ella, y el estudio de la luz procedente de otras enanas blancas tampoco mejoró las cosas.
Todavía en 1960, es decir, cuarenta y cuatro años después de que se introdujera la relatividad general y cinco años después de la muerte de Einstein, la teoría aún descansaba sobre las tres pruebas clásicas que eran, simplemente, inadecuadas para esta tarea. Y lo que es más, parecía como si no existiese ninguna otra comprobación que pudiera siquiera empezar a dejar zanjado el asunto.
Daba la impresión de que los astrónomos tendrían, simplemente, que vivir sin tener una descripción adecuada del Universo en conjunto, y discutir eternamente acerca de las diferentes posibilidades de la relatividad general, como los escolásticos al debatir el número de ángeles que podrían bailar encima de la cabeza de un alfiler.
La única cosa que se podía afirmar, de un modo constructivo, era que la versión de Einstein era la más sencilla de explicar matemáticamente y, por tanto, también la más elegante. Pero eso tampoco era una prueba segura de la verdad.
Luego, a partir de 1960, todo cambió.
El físico alemán Rudolf Ludwig Móssbauer recibió su doctorado en 1958, a la edad de veintinueve años, y el mismo año anunció lo que habría de llamarse «el efecto Móssbauer», por el que recibió el premio Nobel de Física en 1961.
El efecto Móssbauer implica la emisión de rayos gamma por ciertos átomos radiactivos. Los rayos gamma consisten en fotones de energía, y su misión induce un retroceso en el átomo que realiza la emisión. El retroceso hace disminuir un poco la energía del fotón del rayo gamma. Normalmente, la cantidad de retroceso varia de un átomo a otro por varias razones, y el resultado es que cuando los fotones se emiten en cantidad por una colección de átomos, son aptos para tener una amplia extensión de contenido energético.
Sin embargo, hay condiciones en las que los átomos, cuando existen en un cristal algo grande y ordenado, emitirán fotones de rayos gamma experimentando el retroceso todo el cristal como una unidad. Dado que el cristal tiene una masa enorme en comparación con un solo átomo, el retroceso que sufre es insignificantemente pequeño. Todos los fotones se emiten con toda la energía, por lo que el rayo posee una extensión de energía de prácticamente cero. Esto es el efecto Móssbauer.
Los fotones de rayos gamma de
exactamente
el contenido de energía emitido por un cristal en estas condiciones serán absorbidos con fuerza por otro cristal del mismo tipo. Si el contenido energético es incluso muy ligeramente distinto en una u otra dirección, la absorción por un cristal similar quedará en extremo reducida.
Pues bien, supongamos entonces que un cristal está emitiendo fotones de rayos gamma en el sótano de un edificio, y una corriente de fotones se dispara hacia arriba, hacia un cristal absorbente que está en el tejado, 20 metros más arriba. Según la relatividad general, los fotones que suben contra la atracción de la gravedad de la Tierra perderían energía. La cantidad de energía que perderían sería en extremo pequeña, pero suficiente para impedir que el cristal del tejado la absorbiera.
El 6 de marzo de 1960, dos físicos estadounidenses, Robert Vivian Pound y Glen Rebka, Jr., informaron de que habían llevado a cabo este experimento y descubierto que los fotones no eran absorbidos. Y lo que es más, luego movieron hacia abajo el cristal receptor muy despacio, para que su movimiento incrementase muy levemente la energía de colisión con los fotones que entraban. Midieron la proporción de movimiento descendente que originaría el suficiente incremento de energía para producirse la pérdida de relatividad general y para permitir que los fotones fuesen absorbidos con fuerza. De esta manera determinaron exactamente cuanta energía perdían los rayos gamma al ascender contra la atracción gravitatoria de la Tierra, y descubrieron que el resultado coincidía con la predicción de Einstein hasta el 1 por 100. Ésta fue la primera demostración real e indiscutible de que la relatividad general era correcta, y fue la primera demostración llevada a cabo por completo en un laboratorio. Hasta entonces, las tres pruebas clásicas habían sido siempre de tipo astronómico y habían requerido mediciones con algunas inexactitudes que habían sido casi imposibles de reducir. En el laboratorio, todo podía ser perfectamente controlado, y la precisión era mucho más elevada. De forma también asombrosa, el efecto Móssbauer no requería una enana blanca, ni siquiera el Sol. El comparativamente débil campo gravitatorio de la Tierra era suficiente, y en una diferencia de altura no mayor que la distancia entre el sótano y el tejado de un edificio de seis pisos.
Sin embargo, aunque podría considerarse que el efecto Móssbauer había asentado por fin la relatividad general, y dejado atrás definitivamente la gravedad newtoniana, las demás variedades de relatividad general (que, en realidad, habían sido introducidas a partir de 1960), no quedaban eliminadas por este experimento.
El 14 de setiembre de 1959, se recibió un eco de radar, por primera vez, desde un objeto externo al sistema Tierra-Luna: desde el planeta Venus.
Los ecos de radar se producen por un rayo de microondas (ondas de radio de muy alta frecuencia), que viajan a la velocidad de la luz, una cifra que conocemos con considerable precisión. Un rayo de microondas puede viajar rápidamente hasta Venus, chocar contra su superficie y reflejarse, y a continuación regresar a la Tierra en de 2 1/4 a 25 minutos, según donde se encuentren la Tierra y Venus en sus respectivas órbitas. A partir del tiempo realmente consumido por el eco al regresar, puede determinarse la distancia de Venus en un momento dado con una precisión mayor que la que cualquier otro método anterior había hecho posible. La órbita de Venus, por lo tanto, puede calcularse con gran exactitud.
Esto invirtió la situación. Se hizo posible predecir cuánto tiempo tardaría exactamente un rayo de microondas en chocar con Venus y regresar cuando el planeta se encontrase en cualquier posición concreta de su órbita en relación con nosotros mismos. Hasta las menores diferencias de la predicha extensión de tiempo podían determinarse sin ninguna seria incertidumbre.
La importancia de esto radica en que Venus, con intervalos de 584 días, estará casi exactamente en el lado opuesto al Sol desde nuestra posición, de manera que la luz que se dirija de Venus a la Tierra debe rozar el borde del Sol durante su camino.
Según la relatividad general, esa luz seguiría una trayectoria curvada y la posición aparente de Venus se desplazaría alejándose ligeramente del Sol. Pero Venus no puede observarse cuando se encuentra tan cerca del Sol, y aunque pudiese hacerse, el ligero desplazamiento de su posición seria casi imposible de medir con seguridad.
Sin embargo, debido a que la luz sigue una trayectoria levemente curvada al rozar la superficie del Sol,
tarda más en llegar a nosotros
que si hubiese seguido la habitual línea recta. No podemos medir el tiempo que tarda la luz de Venus en llegar hasta nosotros, pero podemos enviar un rayo de microondas a Venus y aguardar el eco. El rayo pasará cerca del Sol cuando se desplace en cada dirección, y podemos medir el tiempo que se tarda en recibir el eco.
Si sabemos cuán cerca el rayo de microondas se aproxima al Sol, conoceremos, por la matemática de la relatividad genera, exactamente cuánto debería tardar. La tardanza real y la teórica pueden compararse con mayor exactitud de lo que podemos medir el desplazamiento de las estrellas en un eclipse total.
Luego, también nuestras sondas planetarias emiten pulsaciones de microondas y éstas pueden descubrirse. Cuando se sabe con exactitud la distancia de la sonda en cualquier momento, el tiempo que tardan las pulsaciones en viajar hasta la Tierra puede medirse y compararse con el teórico, cuando las pulsaciones no se mueven en absoluto cerca del Sol, y luego de nuevo cuando deben pasar rozando el Sol. Estas mediciones, realizadas a partir de 1968 han demostrado coincidir con las formulaciones de Einstein de la relatividad general en un porcentaje de 0,1.
Por lo tanto, parece que ahora no hay duda de que no sólo la relatividad general es correcta, sino de que la formulación de Einstein es el general victorioso. Las teorías que competían con ella están desapareciendo.
Existen también en la actualidad demostraciones astronómicas de la validez de la relatividad general, demostraciones que implican objetos cuya existencia no se conocía en el momento en que Einstein presento por primera vez su teoría.
En 1963, el astrónomo holandés-estadounidense Maarten Schmidt consiguió demostrar que ciertas «estrellas» que eran fuertes emisores de ondas de radio no eran estrellas de nuestra propia galaxia, sino objetos situados a mil millones o más de años luz de distancia. Esto pudo demostrarse por el enorme desplazamiento hacia el rojo de sus líneas espectrales, que mostraron que retrocedían respecto de nosotros a unas velocidades elevadas sin precedente. Esto (presumiblemente) sólo podía ser debido a que se encontraban sumamente alejadas de nosotros.
El asunto provocó una considerable controversia acerca de qué podrían ser esos objetos («quasares»), pero esa controversia carece de toda importancia en relación con lo que nos interesa ahora. Lo que sí importa es que los quasares emiten fuertes rayos de ondas de radio. Gracias a los elaborados radiotelescopios construidos desde que se reconocieron por primera vez los quasares como lo que son, las fuentes de radio dentro de los quasares pueden localizarse con una exactitud mucho mayor de la que es posible para localizar un objeto simplemente emisor de luz.
Ocasionalmente, las ondas de luz (y de radio) que salen de un quasar determinado rozan la superficie del Sol en su camino hacia nosotros. Las ondas de luz se pierden en el fuerte brillo del Sol, pero las ondas de radio pueden descubrirse con facilidad, con Sol o sin él, por lo que no hay necesidad de aguardar a que se produzca un eclipse que sólo tiene lugar cuando el Sol se encuentra en la Posición correcta para nuestros propósitos. Y aún más: la fuente de ondas de radio se ha registrado con tanta exactitud, que el leve desplazamiento inducido por la relatividad general puede determinarse con mucha mayor exactitud que el famoso desplazamiento en la posición de la estrella durante el eclipse de 1919.
El desplazamiento de la posición en las ondas de radio del quasar, medido una gran cantidad de veces durante los últimos quince años, ha demostrado encontrarse menos de un 1 por 100 dentro de lo que dan las previsiones de la relatividad general de Einstein, y las mediciones llevadas a cabo durante el eclipse de 1919, por poco fiables e inseguras que fuesen, han quedado vindicadas.
Los quasares se hallan implicados en otro fenómeno que apoya la relatividad general, un fenómeno particularmente impresionante.
Supongamos que existe un objeto emisor de luz que está lejos, y entre éste y nosotros se halla un pequeño objeto con un poderoso campo gravitatorio. El objeto emisor de luz que está lejos enviaría ondas de luz que pasarían rozando los invisibles objetos cercanos por todos lados. En todos los lados la luz se desplazaría hacia afuera por el efecto de la relatividad general, y el resultado sería exactamente como si la luz pasase a través de una lente de cristal ordinaria. El objeto distante quedaría ampliado y parecería mayor de lo que realmente fuese. Esto constituiría una «lente gravitatoria» y su existencia fue ya predicha por el propio Einstein.
El problema con el concepto era que no se conocía que existiese ningún caso de ello en el firmamento. Por ejemplo, no había ninguna gran estrella luminosa que tuviese una pequeña enana blanca exactamente entre sí misma y nosotros. Pero aunque existiese, ¿cómo podríamos decir que la estrella estaba un poco más agrandada de lo que normalmente estaría si la enana blanca no se encontrase allí? No podríamos apartar la enana blanca y observar la estrella encogerse para recuperar su tamaño normal.
Pero consideremos los quasares. Los quasares están mucho más alejados que las galaxias ordinarias, y las galaxias ordinarias existen en un número de miles de millones. Hay una razonable posibilidad de que pudiera existir una pequeña galaxia entre nosotros y uno de los centenares de quasares ahora conocidos. Y lo que es más, la fuente de radio dentro de un quasar (que es lo que observamos con mayor exactitud), y la galaxia intermedia serían objetos irregulares, de modo que el efecto sería similar al de la luz que atravesase una lente bastante defectuosa. En vez de simplemente agrandarse el quasar se descompondría en dos o más imágenes separadas.