El monstruo subatómico (28 page)

Read El monstruo subatómico Online

Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia, Ensayo

BOOK: El monstruo subatómico
6.86Mb size Format: txt, pdf, ePub

Así pues, parecía natural suponer que, si un hombre tuviese que volar, no debería proveérsele de alas sino de plumas.

Así, cuando Dédalo en el mito griego, quiso huir de Creta, se fabricó unas alas pegando plumas con cera. Él y su hijo Icaro, equipados con esos conglomerados de plumas en forma de alas, pudieron volar, no gracias a algo siquiera vagamente aerodinámico, sino gracias a las propiedades aeronáuticas de las plumas. Cuando Icaro voló demasiado alto y, por lo tanto, demasiado cerca del Sol, la cera se derritió, las plumas se separaron y él se precipitó al suelo y se mató.

En realidad, sólo las aves vuelan gracias a las plumas, y ningún ser humano o artefacto construido por él ha volado nunca batiendo unas alas, estuviesen éstas provistas o no de plumas. Cuando se logró la propulsión activa a través del aire, fue por unas hélices que giraban o por los tubos de escape de un reactor, método que no emplea ningún organismo que vuele de modo natural.

Sin embargo, no es necesario volar para viajar a través del aire y ser aeronauta. Es decir, no es necesario moverse independientemente del viento. Basta moverse
con
el viento y aprovechar las corrientes ascendentes para no descender bajo la atracción inexorable de la gravedad; por lo menos, durante algún tiempo. Ese movimiento con el viento se llama «planeo».

Algunas veces, aunque pueden volar perfectamente, de vez en cuando planean durante considerables períodos de tiempo, con las alas extendidas y mantenidas firmes. Cualquiera que observe a un ave que haga esto tendrá la impresión de que planear es más divertido que volar. El vuelo requiere un esfuerzo constante y enérgico, mientras que el planear es reposado.

Algunos animales (tales como las ardillas voladoras, el lemur volador, los falangeros voladores y otros) que
no
pueden volar, pueden, no obstante planear. Sus «vuelos» son naturalmente, muy limitados cuando los comparamos con los de los voladores auténticos. Los planeadores son más pasivos que activos: se mueven bajo el control del aire y no bajo el de su voluntad.

No obstante, es mucho más sencillo emular el planeo que el vuelo. Cualquier cosa ligera y plana, que presente una gran superficie al aire, puede llegar a deslizarse a través de éste. Si se construye un objeto planeador lo suficientemente ligero y lo bastante grande y se idea una forma de hacerlo maniobrar desde el suelo, aprovechando las corrientes ascendentes, se tiene una cometa, algo que se ha usado como juguete en el Asia oriental desde los tiempos antiguos.

Cuanto mayor es la cometa, cuanto mayor es su área superficial en comparación con su peso total, mayor sería el peso ajeno que llevara. Si se hace una cometa lo suficientemente grande (y, sin embargo, lo bastante fuerte), puede llevar a un ser humano. Esto es así particularmente si se desarrolla la ciencia aerodinámica y si una gran cometa (o «planeador») tiene una forma con la que se incremente su eficacia. En 1891, el aeronauta alemán Otto Lilienthal (1848-1896) construyó el primer planeador capaz de llevar a un ser humano, y navegó por los aires con él. (Por desgracia, cinco años después Lilienthal murió al estrellarse su planeador.)

Todos sabemos que los planeadores tienen el aspecto de frágiles aviones sin motores o hélices. En realidad, en 1903, cuando los hermanos Wilbur Wright (1867-1912) y Orville Wright (1871-1948) inventaron el aeroplano, lo hicieron añadiéndole un motor y una hélice a un planeador que habían mejorado de varias formas.

Así pues, ¿podemos decir que Otto Lilienthal fue el primer aeronauta? No, si lo hiciéramos nos equivocaríamos, pues Lilienthal no fue el primero por más de un siglo. Al parecer, existe una tercera manera de viajar provechosamente a través del aire
[5]
: no se trata de volar, ni de planear, sino de
flotar.

Desde los más remotos inicios del pensamiento humano, la gente debió de notar que el humo de una fogata se eleva en el aire y que, cerca de un fuego, los objetos ligeros como fragmentos de ceniza, de hollín, de plumas u hojas se elevan con el humo.

Indudablemente, ni uno entre un millón de aquellos que observaron esto pensó en ello en absoluto. Sin embargo, los filósofos griegos lo hicieron, puesto que su oficio consistía en darle sentido al Universo. Aristóteles, en su resumen de la ciencia de su tiempo, elaboró esto hacia el año 340 a. de J.C.

Existen cinco sustancias básicas que forman el Universo: tierra, agua, aire, fuego y éter. Estas están dispuestas en capas concéntricas. La tierra se halla en el centro, es una esfera sólida. Alrededor se encuentra una capa de agua (no suficiente para formar una capa completa, y por ello aparecen expuestos los continentes). En torno de la tierra y del agua hay una capa de aire, y a su alrededor una capa de fuego (normalmente invisible, pero que puede verse alguna vez como el destello de un relámpago). En el auténtico exterior se halla el éter, que compone los cuerpos celestes.

Cada sustancia tenía su lugar y, cuando por alguna razón salía de ésta, se apresuraba a regresar. De este modo, cualquier objeto sólido suspendido en el aire caía hacia la tierra en cuanto se le soltaba. Por otra parte, el agua o el aire atrapados bajo tierra tenderán a elevarse si se les suelta. En particular, un fuego, una vez iniciado se esforzará por alcanzar su lugar por encima del aire. Ésta es la razón de que las llamas se eleven. El humo, que contiene muchas partículas ardientes, también se desplaza hacia arriba a través del aire, y con tanta fuerza que puede llevar consigo partículas ligeras no flamígeras por lo menos durante algún tiempo.

Esta era una explicación muy razonable, dados los conocimientos de la época, y el asunto ya no se puso más en tela de juicio.

Naturalmente, existían problemas en esta explicación. Una piedra soltada en la superficie de una charca se hunde en el agua y, al final, reposa en el fondo de tierra, como cabría esperar según la teoría de Aristóteles. Sin embargo, la madera, que al igual que una piedra es sólida y, por tanto, se pensaría que es una forma de tierra, si se suelta en la superficie de una charca se quedaría allí, flotando indefinidamente en el agua.

Una explicación aristotélica podría ser que la madera contiene una mezcla de partículas de aire que imparten suficiente movimiento ascendente natural para hacerla flotar, y esto tampoco es un mal intento de explicación.

El matemático griego Arquímedes (287-212 a. de J.C.), no obstante, elaboró el principio de la flotabilidad. Esta explicaba la flotación comparando las densidades de los objetos sólidos con el agua. Un sólido que fuera menos denso que el agua flotaría en ella. La flotación fue, de este modo, tratada en términos cuantitativos, y no meramente cualitativos. Midiendo la densidad no sólo se podía predecir que una sustancia flotaría, sino también exactamente hasta dónde se hundiría en el agua antes de empezar a flotar. También explicaba por qué un objeto que no flotaba reducía, sin embargo, su peso cuando se le sumergía en agua, y exactamente en cuánto se reduciría su peso.

En resumen, la explicación de Arquímedes era mucho más satisfactoria que la de Aristóteles.

De esto se dedujo que el principio de flotabilidad podría aplicarse también al aire. Algo menos denso que el aire se elevaría en éste, exactamente igual que algo menos denso que el agua ascendería si se sumergiese en agua. Sin embargo, esta analogía no se le ocurrió a nadie hasta dieciocho siglos después de la época de Arquímedes, simplemente porque nadie pensó en el aire de ninguna manera análoga al agua. En realidad, el aire no era reconocido como sustancia.

El punto decisivo se presentó en 1643, cuando el físico italiano Evangelista Torricelli (1608-1647) demostró que la atmósfera (y, por lo tanto, cualquier muestra de aire) poseía un peso mensurable. En realidad, podía aguantar una columna de mercurio de 76 centímetros de altura (una columna así constituyó el primer barómetro). De esta forma, se reconoció finalmente el aire como materia, una materia muy atenuada, pero materia al fin y al cabo.

A partir del descubrimiento de Torricelli, se podía razonar que, si un volumen dado de cualquier sustancia pesaba menos que el mismo volumen de aire, esa sustancia sería menos densa que el aire y se elevaría.

Luego, en 1648, el matemático francés Blaise Pascal (1623-1662) persuadió a su cuñado para que subiera a una montaña local con dos barómetros y demostrase que el peso de la atmósfera se reducía con la altura. En realidad, el peso bajó de tal manera, que resultó evidente que la densidad del aire decrecía con la altitud.

Esto significaba que una sustancia menos densa que el aire se elevaría hasta alcanzar una altura en la que su densidad fuera igual a la del aire más sutil. Entonces no se elevaría más.

Hasta aquí todo bien, pero no había ninguna sustancia conocida que fuera menos densa que el aire. Incluso el menos denso de los líquidos y sólidos ordinarios que conocían los seres humanos de aquella época era centenares de veces más denso que el aire.

Pero, ¿qué cabe decir de ninguna sustancia en absoluto? ¿Qué pasa con la nada?

Cuando Torricelli construyó su barómetro, había un espacio por encima de la parte superior de la columna de mercurio que no contenía más que trazas de vapor de mercurio. Constituyó el primer vacío creado por seres humanos, y un vacío es, ciertamente, menos denso que el aire.

Y lo que es más, en 1650, un físico alemán, Otto von Guericke (1602-1686), inventó una bomba de aire que, por primera vez, podía (con arduos esfuerzos) producir un volumen considerable de vacío.

Así pues, hacia 1670. un físico italiano, Francesco de Lana (1631-1687), se convirtió en el primero en sugerir la construcción de algo que flotase en el aire. Señaló que si se vaciara una delgada esfera de cobre, en ese caso el peso total del cobre alcanzaría un promedio superior al volumen de la esfera (sin aire dentro que añadir al peso) y sería menor que el de un volumen igual de aire. Semejante esfera vaciada se elevaría. Si la esfera se fabricase lo suficientemente grande, y si gran parte de ella se uniese a alguna clase de barquilla ligera, el conjunto se elevaría en el aire llevando a un hombre.

En realidad, el proyecto no era práctico. Si una esfera de cobre fuera lo suficientemente delgada para alzarse tras ser vaciada el cobre sería demasiado delgado para resistir la presión del aire a la que se vería expuesto. Se derrumbaría si se la vaciase. Si la esfera fuese lo bastante gruesa para soportar la presión del aire, sería demasiado gruesa para tener como promedio menos de la densidad del aire en cualesquiera circunstancias prácticas. Sin embargo, De Lana fue el primero en prever la creación de un «globo».

No obstante, la noción de De Lana de emplear un vacío para la flotabilidad, no constituyó el final. En los años 1620, el químico flamenco Jan Baptista van Helmont fue el primero en reconocer que existían diferentes gases (también fue el primero en emplear esta palabra), y que el aire no era único. En particular, fue el primero en estudiar lo que ahora llamamos anhídrido carbónico (véase capítulo IX).

Era posible que existiese un gas que fuese menos denso que el aire y que, por lo tanto, flotase en el aire, pero en ese caso no se trataría del anhídrido carbónico, puesto que éste es 1,5 veces más denso que el aire. Sin embargo, no hubo nadie hasta los años 1760 que midiese las densidades de gases concretos, por lo que hasta entonces nadie pudo especular de modo razonable con globos llenos de gas.

En 1766, el químico inglés Henry Cavendish (1731-1810) consiguió un gas por medio de la acción de ácidos sobre metales. Descubrió que era muy inflamable y, por lo tanto, lo llamó «gas de fuego». Midió su densidad y vio que era sólo 0,07 veces la del aire. Esto constituyó un récord de la baja densidad de las sustancias normales en las condiciones de la superficie de la Tierra que ha perdurado hasta hoy.

En 1784, Cavendish descubrió que el hidrógeno, al arder, formaba agua, por lo que el químico francés Antoine Laurent Lavoisier (1743-1794) lo llamó «hidrógeno» (de las voces griegas que significan «productor de agua»).

Supongamos ahora que tenemos un volumen de aire que pese 1 kilogramo. Ese mismo volumen de vacío pesaría 0 kilogramos, y si podemos imaginarnos colgando pesos en ese volumen de vacío, podríamos colgar 1 kilogramo para que pesase igual que el mismo volumen de aire (y eso elevaría la densidad media del sistema hasta la del aire). Así se evitaría que el vacío ascendiera.

Si en vez de esto tomásemos el mismo volumen de hidrógeno, que tendría un peso de 0,07 kilogramos deberíamos tener un peso de 0,93 kilogramos en él para que su peso fuera igual al del mismo volumen de aire y evitar que ascendiera. En otras palabras, el hidrógeno tendría un sorprendente 93% de la flotabilidad del vacío, y es muchísimo más fácil llenar un contenedor con hidrógeno que tener que vaciarlo.

Y lo que es más, el hidrógeno, en condiciones normales, tendría el mismo número de moléculas por unidad de volumen que el aire. Aunque las moléculas de hidrógeno son más ligeras que las de aire, las moléculas de hidrógeno se mueven más deprisa y, al final, el momento de las moléculas (y por lo tanto la presión) es el mismo en ambos casos.

Esto significa que mientras el vacío, cuando se usa por su efecto de flotabilidad, debe estar contenido en un metal lo suficientemente grueso para resistir la presión del aire, lo cual añade al sistema un peso prohibitivo, la situación es del todo diferente con el hidrógeno. La presión del hidrógeno dentro del contenedor equilibraría la presión del aire exterior, de modo que el contenedor mismo sería tan fino y ligero como fuese posible, mientras fuese razonablemente hermético y no permitiese que el hidrógeno se difundiese hacia afuera, o que el aire se difundiese hacia dentro.

Cabria pensar, pues, que en cuanto Cavendish hubo descubierto la baja densidad del hidrógeno él, o posiblemente alguna otra persona, habría pensado en su efecto de flotabilidad
y
se habría dedicado a confeccionar un globo. Pero no fue así.

Por clara que pueda ser la visión retrospectiva, la previsión puede ser notablemente baja incluso para un científico de primera clase como Cavendish.

En realidad, el hidrógeno acabó no teniendo nada que ver con la invención del globo.

Esto nos hace retroceder a la cuestión anterior del humo que asciende. ¿Por qué asciende el humo, cuando está compuesto por partículas que, individualmente, son más densas que el aire y contiene gases, como el anhídrido carbónico, que también son más densas que el aire?

Other books

My Secret Guide to Paris by Lisa Schroeder
Prin foc si sabie by Henryk Sienkiewicz
The Reservoir by John Milliken Thompson
The Wild One by Terri Farley
Double Jeopardy by Martin M. Goldsmith
The Burden of Doubt by Angela Dracup