El mozárabe (44 page)

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Authors: Jesús Sánchez Adalid

BOOK: El mozárabe
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Una mañana le despertaron bruscamente las voces de los remeros. Todos los vikingos corrían alborotados hacia la borda, gritando y agitando los brazos. Asbag se irguió cuanto pudo y por encima de las cabezas de aquellos hombres alcanzó a ver a lo lejos una hilera de montañas que emergían de un mar grisáceo y tranquilo. Por la euforia de los tripulantes y por la alegría que se había dibujado en sus semblantes supo que habían llegado a su destino.

A los cautivos les costó trabajo enderezarse cuando cortaron sus ligaduras, pero no les dieron tiempo para que estirasen sus miembros, y tuvieron que descender renqueando la rampa que deslizaron desde el muelle del puerto.

Asbag sintió su ropa acartonada y pegada al cuerpo, y un agudo dolor en las rodillas y en los tobillos. Cientos de caras les observaban, llenas de curiosidad. Mujeres, niños, ancianos y campesinos se aglomeraban junto a los embarcaderos para recibir a los recién llegados. Un intenso olor a pescado podrido y a salazón inundaba el ambiente, mientras que un pálido sol se abría camino entre las brumas y empezaba a iluminar las extrañas construcciones de madera que se agolpaban a lo lejos, dentro de una elevada empalizada hecha de gruesos troncos de árboles. Un poco más arriba, un sendero subía hasta una compacta fortificación de piedra que sobresalía de la espesura de los bosques que tapizaban las laderas abruptas.

El Salmo 106 acudió casi mecánicamente a la memoria de Asbag, cuando sintió el suelo firme bajo sus pies:

Y enmudecieron las olas del mar.

Se alegraron de aquella bonanza,

y Él los condujo al ansiado puerto.

Allí mismo, los vikingos se repartieron el botín. Esparcieron sobre el suelo las joyas, las telas, los objetos preciosos, los tarros de las esencias y las especias. Hicieron lotes que contenían las piezas más valiosas, las mejores cautivas y algún caballo para los jefes; el resto se distribuyó entre los demás hombres en una larga discusión que amenazaba con llegar a las manos. Pero por fin llegaron a un acuerdo y quedaron todos como amigos. Hubo abrazos, brindis e incluso lágrimas de despedida. Después cada uno recogió lo suyo y se puso en camino hacia sus pueblos, sus granjas o nuevamente hacia el mar, los que serían de alguna isla.

Asbag fue considerado alguien valioso y pasó a engrosar el lote que le había correspondido al jefe de la embarcación, junto con dos hermosas muchachas, un par de caballos árabes y varias sacas de monedas y alhajas. Los criados del capitán vikingo se ocuparon de la mercancía y todo fue cuidadosamente dispuesto sobre bestias de carga. A él le miraron de arriba abajo y, como vieran que estaba aturdido y anquilosado por el viaje, le hicieron subir en un asno. El obispo se preguntó qué habrían visto en él para tratarlo con tal consideración.

El viaje duró dos jornadas y media, discurriendo por caminos que se abrían paso entre densos bosques, por tierras de labor, por extensos y verdes prados donde pastaban los rebaños; cruzando ríos caudalosos, pasando por pequeños e insignificantes villorrios; hasta que divisaron a lo lejos una ciudad que se extendía a lo largo de una amplía ría por donde entraban y salían los barcos, desplegando sus velas, y las pequeñas barcazas a golpe de remo. Aquél le pareció a Asbag un lugar extraño, con las construcciones iguales y los tejados revestidos de obscuras lajas cubiertas de secos líquenes. Todo era primitivo y austero.

Entraron en la ciudad por una puerta cuyas hojas de madera estaban abiertas y sin vigilancia, y un bullicio de chiquillos que jugaban junto a los muros les acompañó desde entonces hacia el interior. Eran niños de raza nórdica, de sonrosados rostros y enmarañados rubios cabellos, que gritaban: «¡Torak!, ¡Torak!».

Ése era el nombre del jefe de los vikingos que se había adueñado de Asbag; el obispo lo sabía bien, pues lo había oído con frecuencia a bordo de la nave.

Cruzaron la ciudad y llegaron al otro lado, a un caserón que se encontraba al borde mismo de la ría, donde salieron a recibirlos algunas mujeres, más criados y una manada de perros que se abalanzaron sobre Torak para lamerlo de la cabeza a los pies.

A Asbag volvieron a mirarlo y remirarlo, como a las desdichadas doncellas. Nada entendía de lo que hablaban en su extraña lengua. Sin embargo, vio el alboroto que se armó cuando descubrieron las alhajas, que hicieron las delicias de las mujeres, al igual que las telas y los vestidos que se pusieron inmediatamente.

Se hizo de noche, y condujeron a Asbag hasta unas dependencias obscuras, en donde lo hicieron entrar de un empujón. La puerta se cerró y cayó una pesada aldaba. A tientas, el obispo buscó un lugar donde recostarse, pues estaba deshecho por el agotamiento. Palpó a un lado y a otro y dio con una especie de jergón relleno de paja y con una áspera manta de lana. Y casi sintió un alivio placentero al encontrarse fuera de aquel horrible barco. Pero enseguida acudieron a su mente las crueles escenas de la captura y los rostros de los peregrinos aterrorizados. ¿Qué habría sido del joven Juan aben-Walid?, se preguntó. Y un nuevo salmo acudió a su mente:

Has alejado de mí a amigos y compañeros:

Mi compañía son las tinieblas…

Capítulo 45

Córdoba, año 967

Abuámir sostenía en sus brazos al pequeño Hixem, frente a la jaula que había mandado construir en una glorieta de los jardines, y en la cual jugueteaban, saltaban y se peleaban los monos que había traído del parque de Zahra. A su lado, el príncipe Abderrahmen brincaba de placer viendo las evoluciones de los simios.

Era una deliciosa tarde del final del verano, con un suave sol que se colaba en finos rayos entre las hojas de las parras y un dulce aroma de mosto exhalado por los dorados racimos. Un momento antes, se habían estado bañando los tres en el fresco estanque, donde flotaban ya algunas hojas amarillentas. Durante todo el verano habían bajado cada tarde a chapotear allí, lo cual hacía las delicias de los niños.

Un poco más allá, Subh estaba sentada bajo un sauce tejiéndose una túnica, ayudada por las criadas. De vez en cuando, levantaba los ojos del bastidor y contemplaba la escena de sus dos hijos y Abuámir divirtiéndose juntos. Su semblante transparentaba el alma de una mujer feliz, cuyo pasado se había borrado en los últimos meses y cuya mente había dejado de hacerse preguntas. El verano se iba, y desde aquella noche de luna en la
munya
de al-Ruh parecía que hubiese pasado una vida.

No habían dejado de ir un solo sábado a Zahra para ver al califa, y ella le había contado a su esposo lo feliz que era; aunque hubiese deseado contarle también el motivo último de tanta dicha. No obstante, Alhaquen se alegraba viéndola así, y con eso bastaba. Era mejor dejarlo todo estar, en la ingenuidad culpable. ¿Qué otra cosa podía hacer? Eso sí, ninguno de aquellos sábados había perdido el tiempo a la hora de ensalzar al joven administrador de su casa y de su pasión.

Le había hablado al califa constantemente de los progresos de la hacienda, de lo cuidado que estaba todo y de las habilidades de Abuámir a la hora de tratar con la servidumbre. Pero sobre todo le hablaba del trato con los niños, que le adoraban. Inventaba cuentos para ellos, les instruía constantemente y sabía tratarlos como lo que eran, niños que habían añorado siempre el mundo de los juegos y la imaginación que les había faltado en el enrarecido ambiente del harén de
Zahra.

A ella le habría gustado que el califa los viera así, en el vivir cotidiano del palacio, y que sus propios ojos contemplaran la armonía y el encanto que reinaba bajo la mano firme y delicada a la vez de Abuámir.

Y fue como si alguien hubiera escuchado su deseo. Aquella tarde, en uno de los pasillos que formaban los setos, Alhaquen en persona estaba quieto como un poste deleitándose con la escena.

Las criadas se sobresaltaron y se arrojaron repentinamente de bruces, dejando lo que estaban haciendo. Subh se puso de pie y no pudo evitar una exclamación.

—¡Señor! ¡Mi señor!

Abuámir se volvió y se encontró de frente con la mirada bondadosa del califa. Entonces dejó al pequeño en el suelo y se dispuso a postrarse.

—¡Oh, no! —dijo el califa—. Seguid como estabais… No os alborotéis; me gusta veros así.

Alhaquen avanzó hasta la jaula y, después de besar a sus hijos, se divirtió un rato contemplando a los monos.

—Ha sido una buena idea poner esto aquí —observó—. Cuando yo era pequeño disfrutaba viendo a los animales. Y… ese estanque… Os he visto jugar en el agua fresca. ¡Ah, si no me dolieran tanto los huesos…!

—Ya ves, señor —dijo Subh mientras se aproximaba—, como te decía, somos felices.

—Sí, sí, ya lo veo —dijo él con satisfacción—. Y ello me hace feliz a mí.

Inmediatamente, los eunucos mandaron traer una mesa, donde sirvieron golosinas y refrescos. Nadie podía disimular la impresión que le causaba la presencia del califa.

Subh se apresuró a llenar un vaso con jarabe de granadas y se lo ofreció a su esposo. Alhaquen lo saboreó, cerró los ojos e inspiró profundamente. Luego miró a su alrededor, deteniendo la mirada en cada ángulo, como reconociendo los jardines donde pasó su infancia.

—¡Ah, cuántos recuerdos! —exclamó—. Si pudiera volver atrás miraría la vida de forma diferente. Pero ningún zorro viejo es capaz de cambiar de madriguera…

Subh se abalanzó a él y rodeó su cuello con los brazos. Le besó y dijo:

—No, tú no eres un zorro viejo.

—¡Ah, ja, ja, ja…! —rió él—. Mi pequeña, mi pequeña Chafar, eres tan adorable…

Las criadas se ruborizaron, sonrieron y se miraron con ojos tiernos, después de contemplar aquella escena. Y Abuámir se vio dominado por una extraña perplejidad.

—¡Bien, Abuámir! —El califa se volvió hacia él—. Ahora tú y yo tenemos que hablar.

El corazón le dio un vuelco.

—Ha… hablar —balbució.

—Sí. Tú y yo; a solas. Pero… hagámoslo paseando; me encanta respirar este aire.

Abuámir se situó a su lado y ambos se encaminaron por uno de los pasillos del jardín, cuya tierra estaba cubierta de claro y limpio albero. Al principio anduvieron en silencio, mientras se alejaban, y Alhaquen se detenía de vez en cuando a olisquear las plantas o arrancar algunas hojas de romero, lavanda o mirto, que apretaba entre sus dedos y se llevaba a la nariz para apreciar su aroma.

—¡Hummm…, qué familiar me es todo esto! —exclamó el califa.

Abuámir estaba atemorizado y confuso. Las preguntas se agolpaban en su mente. ¿Podría haberle contado alguien al califa lo suyo con la sayida? ¿Algún criado? ¿Los eunucos tal vez? Se angustió entonces al comprobar que no había sido suficientemente precavido. ¿Cómo había podido dejarse llevar por la pasión de aquella manera? Presintió que Alhaquen desearía primero desahogarse a su forma; haciéndole ver cómo había abusado de su confianza y de su magnanimidad. Sí, el califa no era un hombre impetuoso. Cualquier otro hubiera irrumpido allí con sus guardias y habría ordenado que le cercenaran la cabeza en el acto, o tal vez lo habría hecho él mismo. O, algo peor, habría ordenado que le torturasen lenta y cruelmente para completar una merecida venganza. «¡Oh, Dios! —pensó—. ¡Cómo he podido ser tan insensato!» Un frío estremecimiento le recorrió entonces la espalda y las sienes, y una especie de zozobra le llenó la cabeza de tinieblas. Presentía que de un momento a otro el califa soltaría su perorata y luego le pondría en manos de los alguaciles, que a su vez le llevarían ante los jueces, cuya sentencia estaría ya dictada. Sí, por eso le había apartado de Subh y de los niños, porque a ellos no deseaba dañarlos.

—¡Pero bueno! —exclamó Alhaquen—. ¿Te ocurre algo? Te has puesto pálido. Ah, esto de bañarse por la tarde en agua fría… Ya no estamos en pleno verano.

Abuámir se quedó desorientado ante aquellas palabras tan paternales.

—No… no es nada… —balbució.

—Bien vayamos al grano —dijo el califa—. Quiero que sepas que estoy muy satisfecho con tu misión de administrador de los alcázares. La sayida me ha contado cómo confía en ti y cuánta alegría has traído a mis hijos. El propio gran visir me ha dicho que las haciendas que te han sido encomendadas prosperan como nunca antes lo habían hecho. Veo que eres un administrador impecable y que las cuentas no tienen secretos para ti. Pero, sobre todo, te estoy inmensamente agradecido por una cosa: has devuelto la paz y las ganas de vivir a la madre de mis hijos. Eso para mí, muchacho, vale más que nada…

—Oh, señor —dijo Abuámir—, no ha sido tan difícil. Sólo necesitaba algo de aire puro y divertirse un poco; nada más.

—Sí, y tú has sabido hacer ese milagro. La sayida no había estado nunca como ahora: hermosa, resplandeciente, llena de vitalidad… Todo lo necesario para que mis hijos crezcan en un ambiente sano. Lo cual yo agradezco de corazón.

—Yo soy el que debe agradecer tu confianza, señor —repuso Abuámir.

—Bueno, pues dicho esto —prosiguió Alhaquen— quiero manifestarte ahora mis deseos de que ocupes otro cargo; espero que sabrás desempeñarlo con la misma eficacia que has demostrado hasta ahora.

Ambos se detuvieron junto a un verde granado salpicado de rojizos frutos. Abuámir miraba al califa con unos abiertos ojos de sorpresa. Alhaquen arrancó una de las granadas y, mientras la observaba, prosiguió:

—Mi primo el visir Ben-Hodair te aprecia de verdad. Hace pocos días nos encontramos en una reunión familiar y me habló de ti. Me dijo que tienes amplios conocimientos de leyes y que las cuentas se te dan de maravilla; lo cual salta a la vista al comprobar la manera en que administras los bienes de la sayida. Pues bien, resulta que necesito un jefe para la Ceca, la casa de la moneda. El que ocupaba dicho cargo se ha retirado recientemente a causa de su avanzada edad. Mi padre lo nombró de entre los eunucos administradores de Zahra y, como es natural, no tiene ningún hijo que herede su posición. He pensado que no encontraré a nadie mejor que tú para sucederle. Mañana irás a prestar juramento al palacio del cadí.

Abuámir cogió las manos del califa y las besó con fervor, lleno de agradecimiento.

—Bien, bien —dijo Alhaquen—. Te mereces el cargo, no tienes nada que agradecer. Pero no olvides que es un puesto de gran responsabilidad. Por esa casa pasa todo el oro y la plata del imperio, y desde que mi padre la fundó hace cincuenta años ha sido uno de los motivos de orgullo del califato.

—Señor —respondió Abuámir—, no te arrepentirás.

—Sé que no. El Todopoderoso te ha dotado singularmente y yo he de aprovechar esos dones.

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