Authors: Albert Espinosa
El señor Fermín era un hombre asombroso: había tenido treinta profesiones, tenía setenta y seis años y una vida llena de anécdotas increíbles. Para un chaval de catorce años que Ingresaba por primera vez en un hospital, aquél era el espejo donde quería reflejarme, el destino que deseaba y que no estaba seguro si conseguiría lograr. Me apasionaba ese hombre. Era pura fuerza.
Siempre comía naranjas; le encantaban las naranjas. Olía a cítrico. Durante las siete noches que compartí habitación con él, me contó consejos para tener una buena vida; él los llamaba consejos para conseguir la felicidad.
Cada consejo iba unido a una explicación de una hora de duración, con ejemplos gráficos. Los asistentes a aquellas clases de vida éramos un amigo pelón canario manco y yo (que más tarde sería cojo). Sus disertaciones eran muy amenas, muy divertidas. Él nos obligaba a apuntarlo todo, creo que pensaba que en muchas ocasiones no nos enterábamos de casi nada. Y era cierto; yo no me enteré de casi nada, pero aquellos garabatos con letra de un adolescente de catorce años me han servido el resto de mi vida.
Él nos hizo prometer que jamás explicaríamos los siete consejos a no ser que sintiéramos próxima nuestra muerte. Los dos lo prometimos, aunque negociamos (éramos adolescentes, a esa edad se negocia todo); nos parecía difícil guardar esos secretos. Fue un toma y daca duro, pero al final nos permitió que contáramos uno. Y éste es el que te contaré.
El que te relataré fue el primer consejo que nos dio. Lo escuché el primer día de hospital de mi vida. Es un recuerdo con olor a naranja. Me entusiasma que los recuerdos huelan.
Nos pidió que nos sentáramos, nos miró a ambos y nos dijo: «Apuntad, hay que saber decir no en esta vida».
El chico canario y yo nos miramos; no entendimos nada. Decir no a qué? Y aún más: ¿por qué había que decir no, con lo genial que es decir sí?
A partir de ahí, al igual que durante los seis días posteriores, nos dio una gran explicación sobre por qué había que decir no. Yo apunté lo siguiente:
No a lo que no deseas.
No a lo que todavía no sabes que no deseas pero que deseas.
No por compromiso.
No si sabes que no podrás cumplir.
No al exceso.
Y sobre todo: ¡¡¡no a ti mismo!!!
Creo que el no a ti mismo debía de ser el más importante porque nos obligó a ponerle muchos signos de admiración. Al lado de la última admiración hay incluso una mancha de gajo de naranja (o ésa es la sensación que me da a mí). A veces lo que uno desea es tan intenso que se hace realidad.
Al día siguiente de darnos el séptimo consejo murió. Fue una muerte de esas que marcan: nos da siete consejos para ser feliz y se muere. Tanto el canario como yo nos dimos cuenta de su legado. Decidimos hacer un pacto: no perder jamás aquellas notas, y cuando las entendiéramos ponerlas en práctica.
Durante años olvidé esos consejos para ser feliz. Esa lista póstuma contenía, aunque yo no lo sabía, las reglas de la felicidad. Poco a poco, las fui comprendiendo, las fui interiorizando.
Puedo asegurarte que he dicho no a muchas cosas en mi vida; no a cosas cuando estaba en el hospital y no a cosas cuando estaba fuera de él. Jamás he sentido que un no debería ser un sí. Pero está claro que cuando decides que no y estás seguro de ello, el acierto está casi asegurado.
A veces, tengo ganas de que mi muerte llegue para poder contar los seis restantes. Mi amigo el canario ya tuvo esa suerte; murió seis años más tarde y con una sonrisa en los labios me comentó que se lo había contado a tres personas más. Era un tipo genial, que hablaba poco; creo que las palabras están demasiado valoradas.
Lista de los noes:
1. Debes saber decir no.
2. Los noes deben aplicarse a cosas que deseas, que no deseas, que sabes que te sobrepasarán y también a ti mismo.
3. Los noes tienen que ser aceptados. No dudes de ti; si diste un no, confía en ese no.
4. Disfruta de esos noes tanto como de los síes. Un «no» no tiene por qué ser negativo, puedes gozar tanto de él como gozas de los síes. Puede darte alegrías, puede tender los mismos puentes. No pienses que te estás negando algo sino que te abres caminos para otros síes.
Lo último que apunté en la libreta fue: «No lo dudes, el no te traerá muchos síes». Con catorce años no entendí nada, con treinta y cuatro ya le he dado un sentido. Deseo llegar a los sesenta para ver qué nuevo sentido cobra todo lo que me contó. Cada año que pasa, la lista de los siete consejos cobra otro sentido, otro cariz. Es lo bueno de la edad: lo transforma todo. Creo que es lo apasionante de cumplir años, de hacerte mayor.
Por ello, cada año reviso aquellas notas, para sacar más y más jugo a los siete consejos que dan la felicidad. Disfruta del primero. Uno de siete no está mal.
«Lo que más ocultas,
es lo que muestra más de ti»
Dime tu secreto y te diré por qué eres tan especial.
Néstor, el celador más enrollado que he tenido.
Todos somos especiales. Ya sé que suena a tópico, pero lo somos. En el hospital no nos gustó nunca la palabra minusválido, inválido o impedido. Son tres palabras a desterrar; las carencias físicas no tienen nada que ver con esas tres palabrejas.
Pasados los años he trabajado con discapacitados mentales y me he dado cuenta de que éstas son dos palabras que también hay que desterrar. Este tipo de personas son las más especiales de todas, las que más respeto me producen; son sensibles, inocentes y sencillas. Y lo digo en el sentido más rico de las palabras. Son especiales.
A mí me falta una pierna y un pulmón, aunque yo siempre he tenido la sensación de que tengo un muñón y un solo pulmón. Tener o faltar, todo depende de cómo se mire. Yo, a mi manera, soy especial. Me gusta pensar que me han marcado de cierto modo y eso me hace diferente.
Pero no tan sólo las carencias físicas y psíquicas son las que te convierten en alguien especial. Como he dicho antes, todos somos especiales. Tan sólo hay que potenciar lo que te hace especial.
Había un celador en el hospital que nos decía: «Decidme vuestro secreto y os diré por qué sois tan especiales». Él, mientras estábamos en recuperación, nos hablaba de la gente especial y de los secretos que todos guardamos. Opinaba que los secretos son necesarios en esta vida, son tesoros privados que sólo están al alcance de uno mismo. Como nadie los conoce no hay llave y nos marcan interiormente porque no los compartimos.
Pero sobre todo nos hablaba de la importancia de mostrar nuestros secretos. Nos decía que era como enseñar a los demás lo que te hace especial, lo que te hace diferente, y eso es de lo que siempre te cuesta más hablar.
Cuando él explicaba estas cosas yo lo miraba muy fijamente. Deseaba saber qué ocultaba aquel hombre de tez oscura, de ojos redondos y cejas marcadas. Deseaba saber por qué era especial, cuáles eran los secretos que lo hacían diferente.
Nunca lo supe, pero nos enseñó algo vital, lo que nosotros teníamos: muñones, cicatrices, moratones, falta de pelo… eran cosas que nos hacían diferentes y nos hacían sentir especiales, por ello jamás debíamos ocultarlas, teníamos que mostrarlas con orgullo.
Consiguió su objetivo, nunca me ha avergonzado enseñar mis carencias. Y además consiguió que tratáramos los secretos, las cosas que más nos cuesta compartir, como pruebas para demostrar nuestra diferencia.
Cuando dejé el hospital, no olvidé esas lecciones. Siempre que he tenido un secreto, he pensado que era bueno tenerlo y que yo decidiría cuándo lo mostraría, cuándo me convertiría en especial. Lo que ocultas es lo que más te define.
La fórmula es…
1. Piensa en tus secretos ocultos.
2. Déjalos madurar y finalmente muéstralos. Goza guardando pero goza más mostrando.
3. Al mostrarlos los secretos te harán especial. Sea lo que sea, era tuyo y ahora es de muchos. Todo lo que ocultas es lo que más muestra de ti.
«Junta los labios y sopla»
No soples tan sólo en los cumpleaños. Sopla y pide, sopla y pide.
La madre de mi amigo Antonio, pelón que nos dejó a los trece años soplando.
Quizá durante mi estancia en el hospital me pusieron mil inyecciones, no miento. Tengo venas enquistadas, venas secas, venas ocultas. Me encanta cuando una vena decide bajar a las catacumbas del organismo, lejos de la piel, lejos de los pinchazos. ¡Qué inteligentes son las venas!
Siempre que me han pinchado he soplado, tanto cuando notaba dolor, como cuando dejé de notarlo. Soplar hace que todo sea mejor; me gusta pensar que hay algo mágico en soplar.
Recuerdo que la madre de Antonio, un peloncete muy divertido que siempre me hacía reír, nos contaba que debíamos soplar y pedir deseos. Nos contaba que la gente sólo sopla para pedir deseos en los cumpleaños, porque piensa que los cumpleaños tienen poder, pero lo que no saben es que el poder lo tiene el soplo. Me encantaba la madre de Antonio, siempre nos contaba historias fabulosas, llenas de ejemplos. Nos explicaba, entre muchas más cosas, el poder del soplo.
Nos hablaba de las madres que soplaban las heridas de sus hijos que se habían caído de la bicicleta, de rasguños que se curaban con soplidos y un poco de agua oxigenada. El poder del soplo.
Yo me creí aquello a pies juntillas. Siempre que me ponían una inyección yo pedía un deseo; nunca me olvidaba. Soplaba, pensaba un deseo y notaba una inyección. Automáticamente sonreía. Qué suerte poder pedir tantos deseos. Me sentía un privilegiado. Además, he de decir que se han cumplido muchos.
Ya en mi vida normal, no he dejado de soplar. Soplo dos o tres veces a la semana, sin razón aparente; cuando lo necesito. Como decía la madre de Antonio, los soplidos se acumulan en nuestro interior y hay que sacarlos, hay que extraerlos.
Así que no temas y sopla como mínimo una vez por semana, eso sí, siempre tienes que pedir un deseo.
A veces pienso que se me han cumplido tantos deseos porque soplé mucho en el hospital.
Creo que, sin saberlo, el organismo nos ha dado un arma contra la mala suerte; el problema es que la cotidianidad de ese superpoder ha hecho que no la percibamos.
Recuerda:
1. Se pone la boca en forma de O.
2. Se piensa un deseo, pero piensa que quizá se cumplirá. Los deseos deben ser deseados, no vale cualquier cosa.
3. Y sopla. Saca aire, aire tuyo. Y recuerda: cuanto mayor es el deseo mayor ha de ser el soplido. Lo ideal es que soples hasta que no quede nada dentro. Quédate sin soplido.
Estoy seguro de que las personas centenarias han soplado mucho. Y ese intercambio de aire, ese soltar y ese coger, es lo que les ha dado una vida tan larga.
Antonio murió soplando. No sé qué pidió pero su madre me dijo que estaba segura de que se había cumplido. Y yo también lo creo. Juntar los labios y soplar. Pido otro deseo…
«No tengas miedo de ser la persona
en la que te has convertido»
Albert, fíate de tu yo pasado. Respeta a tu yo anterior.
Uno de los médicos más listos que tuve. Frase que me dijo mientras me explicaba cómo seria la intervención
Mi médico siempre me decía que él deseaba lo mejor para mí, pero a veces, lo que parecía mejor resultaba que no lo era. Es complicado saber cómo reaccionará el cuerpo humano a una medicina, a una terapia o a una operación. Pero me pedía que sobre todo confiara en él, y recalcaba: yo siempre he creído que si mi «yo» del pasado tomó esa decisión era porque creía en ella (tu yo del pasado eres tú mismo unos años, meses o días más joven). Respeta a tu yo anterior.
Sin duda, era un gran consejo. Aunque quizá en aquel preciso momento no lo valoré como tal. Estaba a punto de operarme y yo esperaba que su yo de ese momento no se equivocara.
Cuando salí del hospital, reflexioné sobre esas palabras. Era un buen descubrimiento y ya no sólo para la vida médica sino para todo. Solemos creer que erramos decisiones; es como si pensáramos que ahora somos más listos que antes, como si tu yo del pasado no hubiera valorado todos los pros y los contras.
Desde que aquel médico me habló de ello, yo siempre he creído en mi yo del pasado. Hasta creo que es más inteligente que mi yo del futuro. Así que cuando a veces tomo una decisión equivocada no me enfado, pienso que la tomé yo mismo y que fue meditada y pensada (eso sí, intento siempre pensar y meditar las decisiones).
No hay que desanimarse por las decisiones equivocadas que uno toma. Debes confiar en tu yo antiguo. Ciertamente tu yo con quince años pudo equivocarse por no estudiar aquella asignatura o tu yo de veintitrés por ir a aquel viaje o tu yo de veintisiete por aceptar aquel trabajo. Pero fuiste tú quien las tomó y seguramente dedicaste un tiempo en tomar la decisión. ¿Por qué crees que ahora tienes derecho a juzgar lo que él (tu yo antiguo) decidió? Acepta quien eres, no tengas miedo de ser la persona en quien te has convertido con tus decisiones.
Las malas decisiones curten, las malas decisiones, dentro de un tiempo, serán buenas decisiones. Acepta eso y serás muy feliz en la vida y, sobre todo, contigo mismo.
Mi médico se equivocó tres o cuatro veces. Jamás le eché nada en cara porque supe que su error no provenía de una falta de profesionalidad o de experiencia. Para errar hay que arriesgarse; lo de menos es el resultado.
Estoy seguro de que si reuniésemos a tu yo de ocho años, al de quince y al de treinta no pensarían igual en casi nada y podrían defender cada una de las decisiones que tomaron. Me encanta fiarme de mi yo joven, me encanta vivir con el resultado de las decisiones que tomó.
Tengo una cicatriz enorme en el hígado a causa de una operación que no sirvió de nada porque al final no tenía nada, pero mi médico creía que tenía cáncer y si no me operaban moriría. Esa cicatriz hace que me sienta orgulloso, me hace sentir cosas muy variadas cuando la veo. Todo lo que sea un torrente de emociones es positivo, muy positivo.
Así que:
1. Analiza las decisiones que crees que fueron equivocadas.
2. Recuerda quién las tomó. Si fuiste tú, recuerda que tus razones tenías. No te creas más listo que tu yo del pasado.
3. Respétalas y convive con ellas.
4. En un 80% eres consecuencia de tus decisiones. Quiérete por el resultado de lo que eres. Quiérete porque en eso es en lo que te has convertido.