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Authors: Juan José Millás

BOOK: El mundo
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Los padres del Vitaminas agradecían mucho que hiciera compañía a su hijo. De vez en cuando se asomaba uno de los dos para ofrecerme una galleta o, en ocasiones muy excepcionales, una onza de chocolate. El Vitaminas tenía una hermana, María José, que llevaba una existencia fantasmal. Flotaba dentro de un uniforme de colegio con la falda de tablas en cuyo interior se desplazaba de un lugar a otro. Era tal la discreción con la que movía las piernas que no se la veía caminar. La blusa blanca de su uniforme brillaba en el interior de la tienda, siempre muy oscuro, como si despidiera una luz propia. Y nunca decía nada. No la escuché pronunciar, durante aquella época, una sola palabra. Era tal su levedad que en ocasiones pensé que sólo la veía yo.

Un día, el Vitaminas me aseguró que desde una de las ventanas del establecimiento de su padre se veía la calle. La revelación me pareció una extravagancia, pues para ver la calle no hacía falta asomarse a ninguna ventana, vivíamos en ella. Pero lo dijo con tanto misterio que le pregunté si me la podía enseñar.

—Hay que esperar el momento adecuado —señaló.

Unos días más tarde, estaba yo sentado a la puerta de mi casa, raspando un hueso de melocotón contra el suelo, para fabricar un pito, cuando me hizo, desde su reino, señas de que me acercara.

Serían las tres o las tres y media de la tarde de un día de julio o agosto. La calle estaba desierta, como siempre a esa hora, por el calor. Me levanté y fui a su encuentro.

—Vamos a ver la calle —dijo con expresión de complicidad.

La tienda tenía el cierre metálico a medio echar, lo que significaba que estaba cerrada al público. El padre del Vitaminas se encontraba en el bar y la madre en la trastienda, que hacía también las veces de domicilio. El Vitaminas entró agachándose en la tienda y yo le seguí.

—Espera un momento —dijo—, voy a ver qué hace mi madre.

Al poco volvió informándome de que dormía la siesta en el sillón de orejas (creo que fue la primera vez que escuché aquella expresión, sillón de orejas, y me impresionó mucho). En todo caso, y fuera lo que fuera el sillón de orejas, significaba que teníamos tiempo de sobra para actuar, así que me condujo detrás del mostrador y me pidió que tirara de la argolla de una trampilla que había en el suelo. Lo hice y apareció una escalera de madera prácticamente vertical que conducía a un sótano al que descendí detrás de él, cerrando de nuevo la trampilla a mis espaldas. Pronto me sentí sumergido en un universo de olores. Olía a chorizo, a queso, a salchichón, a aceite, a bacalao, porque aquello era un almacén oscuro y angosto por uno de cuyos extremos, en el que había un respiradero situado al nivel de la calle, se colaba una porción de luz. El respiradero se encontraba cubierto por una reja metálica muy tupida, la mayor parte de cuyos agujeros estaban cegados por una suciedad de siglos. Por lo demás, la estancia era húmeda y fresca en relación a la superficie. El Vitaminas me señaló una caja de madera a la que nos subimos para asomarnos a la calle a través de aquel ventanuco.

—Mira —dijo.

Miré y vi una perspectiva lineal de mi calle, pues en la zona donde se encontraba la tienda la acera se ensanchaba, de forma que el edificio formaba un extraño recodo. Me pareció una tontería, al menos durante los primeros minutos, pasados los cuales tuve una auténtica visión. Era mi calle, sí, pero observada desde aquel lugar y a ras del suelo poseía calidades hiperreales, o subreales, quizá oníricas. Entonces no disponía de estas palabras para calificar aquella particularidad, pero sentí que me encontraba en el interior de un sueño en el que podía apreciar con increíble nitidez cada uno de los elementos que la componían, como si se tratara de una maqueta. Vi la puerta de mi casa, desde luego, pero también la fábrica de hielo, la mercería, la panadería, el taller del escayolista, el del recauchutador, la academia de mecanografía… Quizá debido a la hora, la calle despedía el fulgor que debe quedar tras un ataque nuclear. Más que mi calle, era una versión mística de mi calle.

No sé el tiempo que llevábamos allí, con el rostro pegado a la reja metálica, cuando aparecieron en nuestro campo de visión unas piernas que al avanzar hacia el fondo de la perspectiva resultaron pertenecer a Luz, una chica algo mayor que nosotros, muy guapa, que gustaba a todos los chicos de la calle, aunque a ella no le gustaba ninguno. Llevaba unas zapatillas rojas, sin cordones, y una falda blanca, de vuelo; sobre ella, un niqui, también blanco, sin mangas. Al andar, la cola de caballo de su pelo, muy larga, recorría de un lado a otro, como un péndulo, su espalda. Debía de sostener una carpeta contra el pecho, pues no se le veían los brazos. La visión duró los segundos que tardó en llegar a la puerta de la academia de mecanografía, donde desapareció. En todo caso, fueron unos segundos eternos tras los cuales el Vitaminas y yo nos miramos unos instantes, sin decir nada. Esa noche soñé con la visión de la calle desde el sótano. No me la podía quitar de la cabeza.

El Vitaminas me invitó a verla en varias ocasiones, a veces a última hora de la tarde, con la tienda ya cerrada, cuando cedía el calor y el barrio se ponía en movimiento. De este modo reparé en la fuente que había al lado de la puerta de mi casa, a la que jamás antes había prestado atención alguna.

Me pareció un artilugio de otro mundo, un regalo de los extraterrestres, una rareza. También desde allí observé un día al repartidor de hielo, que transportaba en un carro de dos ruedas aquellas barras traslúcidas que al acariciarlas se deshacían dejando en la mano una lámina de agua. Lo vi partiendo con increíble precisión una de estas barras y llevándose al hombro, con la ayuda de un garfio, una de las porciones resultantes. También vi a mi madre en la puerta de nuestra casa, con el monedero en la mano, esperando al chico del hielo (nosotros comprábamos un cuarto de barra al día). Vi a mis hermanos jugar en medio de la calle. Vi a mi padre llegar o salir con la vespa, que siempre metía en el jardín. Vi a la pipera instalar su puesto y recogerlo. Volví a ver a Luz, esta vez saliendo de la academia y viniendo hacia nosotros sosteniendo contra su cuerpo, con los dos brazos, una carpeta grande, como si se tapara con ella los pechos que no tenía. Vi el bar con pretensiones de cafetería en el que tiempo después se instalaría el primer asador de pollos del barrio y se servirían los primeros platos combinados. Lo vi todo y cogí tal adicción a verlo desde el sótano que el Vitaminas comenzó a cobrarme, diez céntimos al principio; veinte, cuando comprendió que ya no podría vivir sin ver la calle. Aquel verano hice cálculos acerca del tiempo que podía permanecer fuera de la circulación sin que mis padres me echaran de menos. Era más del que cabía imaginar. En realidad, sólo hacían dos recuentos al día: uno a la hora de la comida y otro a la de la cena. Las horas de la comida y de la cena, decía mi padre, eran sagradas. El término sagrado, aunque asociado a los ritos religiosos, no estaba del todo fuera de lugar, pues cada una de nuestras cenas tenía algo de última cena.

Mi padre, cuando estaba en casa o en el taller, colgaba su chaqueta de una percha clavada en la pared de un pasillo muy breve que había en el piso de abajo, cerca del hueco de la escalera en el que a veces me escondía (fue el lugar desde el que hice los cálculos del tiempo que podía permanecer fuera de la circulación sin que me echaran de menos). Un día descubrí que en uno de los bolsillos de esta chaqueta guardaba la calderilla. Dado que los cobros del Vitaminas habían introducido en mi vida un gasto inesperado, me aficioné a robarle, aunque con enorme sentimiento de culpa, pues sabía que se empezaba así, con pequeños hurtos, y se acababa asaltando bancos.

Aquel verano empezó a ocurrir otro fenómeno: me quedaba dormido en cualquier momento, en cualquier parte. Creí que era un secreto mío hasta que escuché que mi madre se lo comentaba a mi padre con preocupación. Mi padre dijo que necesitaba vitaminas y eso fue todo. Pero yo no necesitaba vitaminas. Al contrario, fuera cual fuera la causa de aquella debilidad, lejos de eliminarla, convenía aumentarla, pues el sueño se convirtió en una experiencia fabulosa. Ahora, desde la perspectiva confusa de la madurez, no sería capaz de establecer dónde se encontraba la frontera entre el sueño y la vigilia, ni siquiera qué me ocurrió a un lado y qué al otro de esa frontera. El sueño tenía mayor capacidad de contagio que la vigilia; lo contaminó todo, y para siempre. Estoy, por ejemplo, escondido en el hueco de debajo de la escalera, esperando a que llegue mi padre y cuelgue la chaqueta y desaparezca, para que yo pueda robar los céntimos que me cuesta ver la calle desde el observatorio del Vitaminas. Entonces oigo el ruido de una puerta, luego el de otra, y aparece papá, con cierta calidad de bulto, con cierta calidad de hombre. El hombre cuelga la chaqueta y desaparece en dirección al patio trasero, a los talleres. Yo salgo de entre las sombras y con el corazón en la garganta me acerco a la chaqueta…

Acabaré en la cárcel, si continúo haciendo aquello, si no logro curar aquella enfermedad, acabaré en la cárcel. Y aun sabiendo que acabaré en la cárcel introduzco la mano en el bolsillo de la chaqueta del hombre. El pasillo está oscuro, pero ya he aprendido a distinguir las monedas al tacto. Si tiene muchas, quizá me anime a hurtar cuatro, en vez de dos, para asegurarme una sesión doble de calle…

Si me preguntaran si soñé o realicé esa escena, no sabría qué decir. La realicé, desde luego, y decenas de veces, pero cómo no tener en cuenta su calidad onírica…

Me quedaba dormido en cualquier parte, decía, lo que acabé aceptando como una facultad especial, como un don. De hecho, aunque fingía tragarme las vitaminas que me daban con el desayuno, las arrojaba por el retrete para que no me quitaran el sueño. Y empecé a dormir a escondidas, como los chicos mayores fumaban a escondidas, al objeto de no despertar la preocupación de mi madre. Después de comer, me echaba debajo del hueco de la escalera, que tenía también algo de nicho. Muchas veces, el tránsito del sueño a la vigilia era tan insensible como el paso del estado sólido al líquido en el hielo. ¿Tenía el agua memoria del hielo? ¿Guardaba yo memoria de los sueños? Quizá no, porque al despertar continuaba en ellos.

Muchos niños sueñan con ser invisibles. Yo era invisible en cierto modo. Jamás fui sorprendido mientras robaba dinero del bolsillo de mi padre ni mientras dormía en uno u otro de mis escondrijos. También entre mis hermanos parecía invisible, quizá porque, al estar en medio, los mayores me consideraban pequeño y los pequeños, mayor. La frontera, la tierra de nadie, la no pertenencia, el territorio de la escritura. Sólo mi madre me veía y me miraba con un gesto de preocupación que a mí me gustaba. Y me hacía daño. Quizá me gustaba porque me hacía daño. Tal vez ella sí sabía. Un día, en la comida, se refirió a una persona de la que dijo que era cleptómana. Cuando uno de mis hermanos le preguntó por el significado de aquella rara palabra, respondió dirigiéndose a mí, que me quedé sin sangre en el rostro durante unos segundos, hasta que, quizá por piedad, desvió la mirada. Mamá tenía capacidades adivinatorias.

Más adelante, animado por la impunidad de mis hurtos y en una carrera ya desenfrenada hacia la delincuencia, llevé a cabo una incursión en la cartera de mi padre, de la que cogí un billete de cinco pesetas (una fortuna). Con ese billete, convertido en monedas, podría ver la calle desde el sótano del Vitaminas durante el resto de mi vida (durante el resto de la suya, para ser exactos). Me temblaban las piernas cuando salí con el billete a la realidad, jadeando como un asmático. Realicé el hurto a la hora de la siesta y tuve el billete en mi bolsillo hasta las siete de la tarde. A esa hora comprendí que ni mi conciencia soportaría el peso de un delito de esa naturaleza ni la policía sería tan torpe como para no dar con el ladrón cuando mi padre denunciara la pérdida.

Pensé en restituirlo a la billetera, pero se trataba de una operación muy lenta, de enorme riesgo. Ni siquiera sabía cómo me había atrevido a robarlo. Decidí entonces destruirlo. Salí a la calle, dudando en esta ocasión de mi invisibilidad, pues tenía la impresión de que todo el mundo me miraba, y a medida que caminaba iba triturando el billete con los dedos de la mano derecha, introducida en el bolsillo del pantalón, donde lo había ocultado. Cuando obtenía un pedazo lo suficientemente pequeño (minúsculo, en realidad), lo arrojaba al suelo y cambiaba de acera, para no dejar un reguero de pruebas… En un momento dado, no obstante, temiendo que la investigación se centrara en las calles del barrio, fui hasta López de Hoyos y cogí el tranvía para destruir las pruebas lejos del lugar del crimen. Era la primera vez que tomaba el tranvía yo solo, lo que constituía otra transgresión importante en mi carrera hacia la delincuencia. Pagué, intentando aparentar naturalidad, con parte de los céntimos ahorrados cuando sólo era un ladrón de céntimos y ocupé el centro del vehículo, lleno de adultos entre cuyos cuerpos me oculté para continuar destruyendo el billete.

Ocurrió entonces un suceso extraordinario: desde el tranvía, a través de la ventanilla, cuando ya habíamos recorrido un buen trecho, vi detenida en la acera, esperando la oportunidad para cruzar la calle, a una mujer del barrio, una vecina que había muerto dos o tres semanas antes. Ahora es fácil deducir que se trataba de una mujer parecida a ella, qué otra explicación cabría dar, pero aquel día concreto en el que yo me hallaba empeñado en destruir las pruebas de mi crimen se trataba de la mujer muerta sin lugar a dudas. Los muertos vivían en otro barrio, pues. Había un barrio ocupado por ellos. La idea me sobrecogió, aunque no tanto como para olvidar mi empeño: la destrucción del billete y su dispersión lejos del lugar donde había llevado a cabo el delito.

No sé por cuántas paradas pasé antes de tomar la decisión de bajarme del tranvía, pero cuando descendí de él me pareció que había llegado al extranjero. Las calles, en aquel lugar, estaban empedradas (en mi barrio, la mayoría eran de tierra) y los edificios, altos y distinguidos, tenían en sus bajos tiendas cuyos escaparates no podías dejar de mirar. Caminé por una calle ancha (quizá el tramo de Fuencarral que va de Quevedo a Bilbao) sin dejar de triturar el billete con una sola mano (cómo llegaron a dolerme los dedos) y una vez terminada la operación empecé a diseminar los restos, con enorme disimulo, por la acera. Cuando no quedó en el fondo de mi bolsillo una sola migaja del billete, recuperé la respiración, pero fue por poco tiempo, pues tras preguntar la hora a un señor advertí que tenía los minutos contados para volver a casa antes de la hora sagrada de la cena. Al pasar de nuevo por el barrio en el que había visto a la mujer muerta, cerré los ojos y los mantuve así durante un buen rato para no ver a los difuntos.

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