Authors: Juan José Millás
Sería una casualidad —qué otra cosa, si no—, pero esa noche en la cena, uno de mis hermanos dijo que cuando él fuera millonario encendería los puros con billetes de cinco pesetas, tal como solía hacer el personaje de un tebeo. Mi madre le respondió secamente que la destrucción de dinero era un delito.
Aunque se lo dijo a mi hermano, yo sentí que la frase se dirigía a mí. Lo cierto es que recibí el disparo en la mitad del corazón. Así pues, había cometido dos crímenes: uno, el robo; otro, la eliminación física de lo robado. Quizá terminara en la cárcel antes de lo previsto. No obstante, y contra todo pronóstico, mi padre no echó nunca en falta aquella fortuna, por lo que la policía tampoco apareció por casa.
Entretanto, descubrí que mi padre escondía el frasco de éter en un armario del taller al que se suponía que no llegaba nadie. Pero yo llegué con la ayuda de una silla y de una banqueta que colocaba encima de la silla, en precario equilibrio. Y lo olía de vez en cuando, pues había llegado a descubrir y a apreciar sus propiedades narcóticas. Cuando la casa se quedaba en calma, después de comer, pasaba por el cuarto de baño, tomaba del botiquín un trozo de algodón y me iba con él al taller, donde lo empapaba en el éter. Luego me tumbaba en el hueco de debajo de la escalera, en posición fetal, la misma que utilizaba para dormir, y me lo aplicaba a modo de mascarilla, entrando de inmediato en un sopor tan profundo que, al despertar y levantarme a media tarde, era como si me incorporara en el interior de un sueño. Lo que hacía a partir de entonces tenía esa calidad alucinatoria en la que nada, por extraordinario o asombroso que sea, nos sorprende. Por eso quizá el recuerdo que guardo de aquella época es el que se conserva de un sueño muy vívido, uno de esos sueños que nos hacen dudar acerca del grado de realidad de la vigilia.
Un día, después de haber estado viendo la calle desde el sótano de la tienda de ultramarinos, el Vitaminas me preguntó si yo creía que había más muertos que vivos o al revés. Le dije lo que pensaba: que los muertos formaban una especie de océano mientras que los vivos apenas alcanzábamos el tamaño de una charca. Al notar que mi respuesta le tranquilizaba, pensé que quizá sabía que se iba a morir cuando hiciera el desarrollo (lo que no debía de estar lejos, pues a mí me habían empezado a aparecer unos pelillos en el pubis, y en el sobaco). Entonces añadí que yo sabía dónde estaban los muertos, pues había visto su barrio desde el tranvía.
—¿Desde el tranvía? —preguntó incrédulo, pues no era normal que a mi edad se cogiera el tranvía.
Entonces, comprendiendo que se trataba del cómplice perfecto, porque tenía tantas razones como yo para callar, compartí con él mi aventura. Le dije que robaba dinero de la chaqueta de mi padre para ver la calle y que un día, habiendo robado más de la cuenta, decidí destruir las pruebas por miedo a ser descubierto. Que lo hice subiéndome al tranvía para alejarme de nuestro barrio, pues la policía tenía unas lupas gigantescas con las que habría descubierto los fragmentos del billete. Y que en ese trabajo de alejamiento atravesé un barrio por cuyas calles deambulaban los muertos. El Vitaminas me escuchaba entre la fascinación y la incredulidad. Pero antes de que se decidiera por la incredulidad apoyé mi afirmación en datos. No sólo aseguré haber visto a la vecina fallecida hacía algunas semanas, que él conocía tan bien como yo, sino a un par de familiares míos. Hablé con tanta convicción que se entregó completamente a la historia. Sólo me preguntó si en ese barrio al que iban los muertos había también vivos. Le dije que no lo sabía porque ésa era la verdad, no lo sabía.
Entonces me pidió que le llevara, lo que era del todo imposible, pues vivía alrededor de su silla de mimbre y de su bicicleta de carreras, pero me aseguró que inventaría algo para ausentarse durante unas horas.
—¿Y qué vas a inventar? —le pregunté.
—Que voy a pasar la tarde en tu casa, por ejemplo. Prácticamente, es sólo cruzar la calle.
Me atraía la idea de volver a ese barrio, pero yo solo no habría sido capaz. La posibilidad de hacerlo en compañía del Vitaminas, que se había convertido en un raro compañero de aventuras inmóviles, me gustó, aunque me pareció que estaba llena de dificultades prácticas.
—¿Y si te mueres por el esfuerzo? —le pregunté.
—Si me muero —dijo riéndose— ya no tengo que cambiar de barrio.
Yo también me reí. Tenía gracia que uno entrara por su propio pie en el reino de los muertos.
Quizá la frontera entre un reino y otro no fuera más difícil de atravesar que la que había entre el sueño y la vida.
—¿Me llevarás o no? —insistió.
—Me tendrías que devolver todo el dinero que te he pagado por ver la calle —dije.
—¿Todo?
—Todo, sí.
Tras una duda contable, fue a un rincón del sótano y extrajo de un hueco practicado en la pared un trozo de tubería de plomo con los extremos aplastados, en cuyo interior, dijo, se encontraban las monedas que le había ido entregando a cambio de que me dejara asomarme al ventanuco.
Sorprendido por su habilidad para ocultarlas, regresé a casa con aquel raro tesoro. Pesaba tanto, pese a su tamaño, y resultaba tan manejable al mismo tiempo, que el simple hecho de sostenerlo en la mano proporcionaba una extraña sensación de poder. Lo escondí en el hueco de la escalera, dentro de un agujero que había descubierto detrás del rodapié.
El Vitaminas comenzó a convencer a su madre para que le dejara pasar una tarde en mi casa, lo que no fue tan difícil, pues yo, con mis frecuentes visitas, me había hecho querer y la pobre mujer confiaba en mí. No obstante, me dio un sinnúmero de recomendaciones, de reglas que debíamos seguir para que el Vitaminas sobreviviera a aquel corto viaje. El día señalado, fui a recogerlo nada más comer. Recuerdo que el último de los consejos de su madre fue que camináramos por la sombra, una extraña advertencia, muy de la época, que ahora sólo se pronuncia como broma. En cualquier caso, era como si nos hubiera recomendado ir por las piedras para atravesar el océano, pues a esa hora, y en esa época del año, no había en aquella calle de casas bajas una sola sombra.
Fuimos, pues, por el sol hasta López de Hoyos, donde al haber edificios de más de una planta sí podíamos seguir su consejo. El Vitaminas caminaba asombrado de que su cuerpo resistiera el esfuerzo. Afortunadamente, el tranvía no tardó en llegar y había asientos vacíos, por lo que pudimos sentarnos. En cuanto a los billetes, se los hice pagar a él, que quizá se arrepintió entonces de haberme enseñado a traducir en beneficios económicos cualquier situación de ventaja. Y así íbamos, el uno al lado del otro, dos almas en pena y en pantalón corto, buscando aquella especie de purgatorio descubierto casualmente por mí. Cuando reconocí el lugar en el que había visto a la vecina muerta, nos bajamos con la impresión cierta de que habíamos llegado a un sitio habitado por los difuntos. Quiero decir que fue una experiencia real como pocas de las que he tenido a lo largo de la vida.
Recuerdo, a propósito de aquel estremecimiento, una confesión muy común entre los excombatientes del Vietnam, cuando no lograban adaptarse a la vida civil: «Aquello era real», decían a sus psicólogos, poniendo en entredicho la idea de realidad comúnmente aceptada.
Aquello era real, aquellas calles por las que el Vitaminas y yo comenzamos a caminar muertos de miedo (quizá por eso, porque también estábamos muertos, pasábamos inadvertidos) eran tan reales para nosotros como las acciones de guerra para los supervivientes del Vietnam. Y si yo me encontraba allí como un turista, puesto que todavía era inmortal, el Vitaminas, en cambio, había llegado a su sitio, lo que se le notaba en el modo en que miraba las cosas, como si quisiera familiarizarse con ellas antes de regresar convertido en cadáver.
—¿Dónde viste a la muerta? —preguntó.
—En aquella esquina —le dije—, daba la impresión de que esperaba a alguien.
Estuvimos una hora, quizá más, dando vueltas por aquel laberinto de calles, observando los rostros de los muertos con los que nos cruzábamos, de las muertas que se asomaban a las ventanas.
Nos detuvimos en el borde de un descampado donde había cuatro o cinco críos muertos jugando al fútbol. Resultaba asombrosa la agilidad cadavérica, así como el silencio fúnebre con el que se pasaban la pelota de trapo muerta. Eran delgados, como nosotros, y daba la impresión de que sus cuerpos, al encontrarse, en lugar de tropezar, se traspasaban. Salimos corriendo como alma que lleva el diablo cuando uno de los chicos se detuvo y nos hizo una seña, quizá invitándonos a que nos incorporáramos al juego. Yo corría más, lógicamente, de modo que cuando sentí que estaba solo y miré hacia atrás, vi al Vitaminas apoyado en una esquina, boqueando como un pez fuera del agua, en plena agonía. La sangre se le había retirado por completo del rostro y tenía alrededor de los ojos dos manchas oscuras, casi negras, como un antifaz. Comencé a rezar para que no se muriera allí mismo, Dios mío, haz que no se muera, si no se muere devolveré al bolsillo de la chaqueta de mi padre todas las monedas que le he hurtado; si no se muere, no volveré a tocarme la pilila; si no se muere, me comeré las acelgas y rebañaré el plato; si no se muere, me arrancaré diez pelos, uno a uno, de la cabeza; si no se muere, tampoco volveré a mirar a mis hermanas por el ojo de la cerradura del cuarto de baño; si no se muere… Lo cierto es que a medida que yo desgranaba mis promesas, el Vitaminas iba recuperando la respiración y el color regresaba a su cara. Había, en fin, una relación mágica entre mi oración y su restablecimiento.
Superada milagrosamente la crisis, y ya de regreso a la calle del tranvía, vimos a una chica muerta, de la edad de Luz, bellísima, pese a su palidez lúgubre, quizá gracias a ella. Estaba comprando golosinas extintas en un quiosco muerto, atendido por una difunta, que se cubría la cabeza con un velo negro cuyos bordes se confundían con las sombras del interior del puesto. El Vitaminas propuso que compráramos unas chucherías para comprobar su sabor («seguro que saben a esqueleto», dijo), pero ninguno de los dos nos atrevimos, por miedo a que la mujer se diera cuenta de que nuestro dinero estaba vivo y que éramos, por tanto, unos intrusos.
El problema era que nos habíamos extraviado y no encontrábamos la calle donde se tomaba el tranvía. Dimos dos vueltas, cuatro, seis, sin dar con ella. El Vitaminas no parecía asustado, pero yo, ahogado por la angustia, empecé a tener dificultades respiratorias. La idea de quedarme atrapado para siempre en aquel mundo fúnebre me dio tanto miedo que empecé a gemir, a balbucear palabras sin sentido, como un niño loco. Ésa era al menos la imagen que tenía de un niño loco.
—¿Qué dices? —preguntó el Vitaminas.
—Que no tendríamos que haber venido —articulé al fin, entre lágrimas, sabiendo que nunca, hiciera lo que hiciese en la vida, lograría borrar de mi currículo aquel acto de cobardía. Mi miedo tenía efectos tan paralizantes que el Vitaminas, tomando las riendas de la situación, se acercó a un señor (muerto, evidentemente) para preguntarle dónde se tomaba el tranvía. El señor le dijo que estábamos al lado mismo, a tan sólo dos calles, y le dio las indicaciones pertinentes.
Ya en el tranvía, avergonzado por mi actuación, observé con disimulo el rostro de Vitaminas, para deducir si pensaba burlarse de mí, o echármelo en cara, pero viajaba abstraído, observando por la ventanilla algo que estaba más allá de las calles, quizá más allá de la vida. Lo recuerdo agarrado, con sus dedos de pájaro, a una de las barras verticales del vehículo, con todo su cuerpo bailando dentro de una camiseta desbocada, de rayas blancas y azules, con el pelo pegado por el sudor a la frente y la boca entreabierta, ansiosa, como esperando algo que no acababa de llegar… Se me ocurrió entonces la idea loca de que quizá había muerto tras la carrera. Tal vez lo que yo había tomado como una recuperación había sido en realidad el ingreso en una condición distinta. Desconfié de él quizá para desviar la atención de la desconfianza que acababa de adquirir en mí mismo, y al llegar al barrio, tras dejarlo en su casa, pues no había dimitido de mi tarea de cuidador, me fui a la mía y pasé el resto de la tarde leyendo tebeos, o fingiendo que los leía, mientras me hacía a la idea de que no era un héroe, quizá no lo sería jamás.
Al día siguiente me arranqué, uno a uno, diez pelos de la cabeza. Salían con una pequeña raíz en forma de bulbo que observé atentamente con una lupa, maravillado del parecido de estos bulbos con algunas raíces de los productos agrícolas. Abrí también la tubería de plomo, de la que extraje varias monedas que devolví al bolsillo de la chaqueta de mi padre. Por cierto, que estuve a punto de ser sorprendido en esta tarea de restitución de lo robado, lo que me hizo comprender el concepto de ironía aun sin conocer la palabra. También me comí las acelgas y rebañé el plato. Era, en fin, una persona completamente reformada. Quizá no terminara en la cárcel.
Con todo, la aventura en el barrio de los muertos había resultado excesiva. Durante algunos días apenas salí de casa y abusé del éter más de lo debido. Podía dormir en cualquier sitio, a cualquier hora. A veces me entraba el sueño mientras comía y se me cerraban los ojos llevando la cuchara del plato a la boca. Por la mañana, al levantarme, pensaba con enorme gratitud en la llegada de la noche.
A menudo fantaseaba con que me atacara una de esas enfermedades que te obligan a guardar cama un año o dos. Mi madre se acercaba a mí, y me tocaba la frente, para ver si tenía fiebre. A veces decía: «Este niño está incubando algo.» La frase sonaba a amenaza. Todavía hoy, esa expresión, incubar algo, me aterra, porque, visto con perspectiva, sí, estaba incubando una adolescencia aciaga, quizá una existencia fatal.
Finalmente no me atacó ninguna de esas enfermedades que te obligan a guardar cama un año o dos, sino unas anginas cuya fiebre asustó a mis padres y a mí me proporcionó instantes de verdadera dicha. La palabra fiebre es la más bella de la lengua (fiebre, fiebre, fiebre). Ninguna de las drogas que probé luego, a lo largo de la vida, me proporcionó las experiencias alucinógenas de la fiebre.
Deberían vender pastillas productoras de fiebre. No mucha: esas ocho o nueve décimas que nos extrañan de la realidad. Recuerdo todas y cada una de las ocasiones en las que he visto el mundo a través de la fiebre. Todas y cada una de las ocasiones en las que el mundo me ha mirado a mí a través de la fiebre. Me han producido fiebre las anginas, desde luego, pero también la lectura de ciertos libros. Algunos capítulos de
Crimen y castigo,
por ejemplo, me producían fiebre. Todavía me la producen si los leo con la concentración adecuada. He tenido, en ocasiones, una experiencia rara: la de detectar la fiebre en la realidad. No hace mucho, una mañana, a los cinco minutos de sentarme a trabajar, me pareció que la habitación tenía fiebre. Y no sólo la habitación, sino cada uno de los objetos que había en ella. Toqué los libros y tenían fiebre, toqué mis fetiches y tenían fiebre, acaricié el respaldo de la silla y tenía fiebre. Me puse a escribir un artículo y me salió, claro, un artículo con fiebre.