Authors: Juan José Millás
Me regaló el tubo, para que viera el ojo de Dios cuantas veces me diera la gana en el futuro, pues él tenía varios de esos ojos. Había adquirido una gran destreza en su confección. Para darle al espejo la forma redondeada, lo raspaba pacientemente contra la pared. La construcción de un ojo, que en el fondo siempre era el mismo, le llevaba, me dijo, tres o cuatro días. Con el tiempo, yo mismo me convertí en un artesano de estas piezas. Cada vez que en casa se rompía un espejo, me hacía con los pedazos resultantes, que conservaba como un tesoro.
Aquella noche falleció el Vitaminas. Quizá mientras dormía su cuerpo había intentado desarrollarse un poco y su corazón había estallado. El caso es que era un muerto, estaba ya en el otro lado. Mi madre no me permitió ir a su casa (lo que le agradecí íntimamente), por lo que me pasé el día en la puerta de la mía, observando el movimiento fúnebre de la gente mayor en los alrededores de la tienda de ultramarinos, que permanecía «Cerrada por defunción», tal como rezaba el cartel que habían colocado sobre la persiana metálica. Entre aquellas personas, como un espectro, flotaba a ratos la hermana del Vitaminas. Tuve una revelación curiosa: aquella chica, sin ser guapa, me gustaba más que Luz, que era la belleza oficial. ¿Por qué me gustaba lo feo?
Al día siguiente apareció un coche de muertos con forma de carroza en cuyo interior introdujeron un ataúd blanco. Se suponía que mi amigo iba dentro. Eso fue por la mañana. A la hora de comer, mi madre criticó el color del ataúd, pues desde su punto de vista el Vitaminas era demasiado mayor para gozar de aquel privilegio. A mi pregunta de qué diferencia había, a efectos mortuorios, entre el blanco y el negro, respondió que el blanco simbolizaba la inocencia, la pureza. La impureza, por lógica, sólo podía guardar relación con aquello a lo que los adultos se referían como «tocamientos pecaminosos». El Vitaminas, en efecto, se «tocaba» con frecuencia, yo podía dar fe de ello. Inevitablemente, establecí una relación oscura entre la muerte y el sexo. Aprendía rápido.
Esa tarde salí a la calle y subí hasta López de Hoyos, donde había una pipera que vendía cigarrillos sueltos. Compré uno (un LM), lo encendí clandestinamente en el descampado y lo fui consumiendo con expresión de hombre duro, de hombre que ha sido golpeado por la vida. Aunque no me tragaba el humo, me mareé un poco, pero fue un mareo agradable, que me ayudó a evadirme.
Quizá, pensé, esa misma noche el Vitaminas aparecería ya en el Barrio de los Muertos, como habíamos dado en llamarlo. Lo imaginé recorriendo las mismas calles que habíamos recorrido juntos.
¿Saldría a recibirle alguien? ¿Viviría (era un decir) con familiares muertos antes que él? ¿Reuniría yo algún día el valor suficiente para volver a ese barrio y buscar a mi amigo?
Muchos años más tarde, ya de mayor, sucedió algo que parecía un eco de la experiencia de la calle vivida desde el sótano de la tienda de ultramarinos, junto al Vitaminas. El caso es que un editor dio una fiesta en su casa para celebrar la salida de un libro mío. Por desgracia, era el único invitado que no podía faltar, aunque no me encontraba bien. Padecía desde hacía tiempo de una especie de gripe atenuada (quizá una convalecencia agravada) que me impedía respirar en lugares muy cerrados, o con demasiada gente. No iba al cine ni al teatro, o me colocaba junto a la puerta, para salir a tomar aire de vez en cuando. En los restaurantes, me situaba de tal modo que, llegado el caso, pudiera salir corriendo sin llamar la atención. Adquirí la costumbre, en los viajes, de meter en la maleta varios metros de un hilo de nailon muy resistente, por si el hotel se incendiaba y tenía que escapar por una ventana. La enfermedad (mental, a todas luces) me había convertido en un experto en fugas, en una autoridad en salidas de emergencia, en un loco a secas.
Tomé un ansiolítico antes de salir de casa y fui dando un paseo hasta la del editor para acumular la mayor cantidad de oxígeno en mi sangre. Llegué de los primeros, según mi costumbre, y me senté en una de las butacas del salón, fingiendo interesarme por un partido de fútbol que pasaban por la tele. El editor vivía en un ático con una gran terraza. Como hacía un tiempo excelente (era primavera), las puertas que daban a la terraza permanecían abiertas y por ellas entraban cantidades industriales de oxígeno.
Mientras saludaba a los que llegaban y fingía prestar atención a sus palabras, no hacía en realidad otra cosa que elaborar planes de fuga atendiendo a diversas emergencias imaginarias. Cada medio minuto, sonaba el timbre de la puerta y aparecían dos o tres personas más que iban ocupando los espacios libres de la sala. En un momento dado hubo que apagar el televisor (que permanecía sobre una mesa de ruedas) y colocarlo junto a la pared, para hacer sitio. La misma suerte corrieron las butacas y las sillas. Pero la gente no cesaba de llegar, y en unas cantidades desproporcionadas para el tamaño del piso. La mayoría de los invitados eran muy conocidos en su actividad. Había escritores, desde luego, pero también periodistas y actrices y jueces, y hasta un entrenador de fútbol. En seguida me di cuenta de que eran varios los escritores convencidos de que la fiesta se daba en su honor, pues el editor nos había dicho a todos lo mismo. Lejos de molestarme, me liberó de la presión del protagonismo. Podía angustiarme cuanto quisiera sin llamar la atención, ya que los niveles de fama de la mayoría de los invitados hacían de mí un perfecto desconocido.
Eso me llenó de un optimismo injustificado que me animó a hacer una excursión a la cocina, donde, según contaban los que venían de ella, había, además de toda clase de bebidas, un jamón excelente que tú mismo podías cortar con un cuchillo capaz de partir un cabello (longitudinalmente) en dos partes. Eso decían. Recuerdo haber emprendido el viaje de ida con espíritu aventurero, incluso con cierta carga de absurda alegría. Conviene añadir que la música de esta primera parte de la fiesta provocó en mí, por razones de orden personal, una suerte de euforia que me hizo pensar en el jamón como en el vellocino de oro. Ya en la mitad del pasillo, rodeado de cuerpos que iban y venían, me sentí como un explorador que debía llevar a cabo una misión peligrosa en un medio hostil, pero controlable. Me engañé: el medio no era controlable.
Tras un esfuerzo colosal alcancé la cocina, una pieza con forma de útero, o de pera, que había al final del pasillo. Una vez en ella, el instinto de conservación me hizo descubrir una ventana que daba a un patio interior y que permanecía abierta. Me asomé a ella y comprobé, todavía sin pánico, pero con preocupación, que apenas había en las paredes del patio elementos a los que aferrarse en el caso de emprender la huida por allí. La altura, un sexto piso, resultaba, por otro lado, disuasoria.
Carraspeé un poco, aparentando naturalidad, y me hice un hueco entre la gente que había en la cola del jamón. En realidad, trataba de hacer tiempo para ver si era capaz de decidir algo, pues la euforia y el afán de aventura me habían abandonado. Por otra parte, el cálculo de posibilidades para regresar al salón arrojó un saldo negativo. Resultaba imposible atravesar aquella masa humana (y a contracorriente, pues eran más las personas que entraban que las que salían) sin perecer. Comparé la proeza con una situación que había visto recientemente en una película de aventuras, donde el protagonista, para escapar de un peligro, tenía que atravesar buceando una tubería de cincuenta metros, y comprendí que no sería capaz de aguantar la respiración durante tanto tiempo, así que permanecí en aquella especie de útero fingiendo que me apetecía probar aquel jamón tan elogiado.
De vez en cuando, me asomaba a la ventana que daba al patio para tomar un poco del aire exterior, pues el de la cocina resultaba insuficiente para todos.
En esto, un joven escritor latinoamericano, que formaba parte del grupo en el que había logrado empotrarme tras obtener un par de lonchas de jamón, sacó un paquete de tabaco y ofreció un cigarrillo. En aquella época, yo fumaba compulsivamente o dejaba de fumar compulsivamente.
Quiero decir que durante las temporadas de abstinencia era consciente de cada uno de los cigarrillos que no me fumaba. Ahora, me decía, no estoy fumándome el cigarrillo de después del café; ahora no me estoy fumando el cigarrillo de media mañana; ahora no me estoy fumando el cigarrillo de las doce; ahora… Me hacía tanto daño fumar como no fumar, pero mi salud era tan frágil que procuraba llevar una vida convencionalmente saludable. Atravesaba, en fin, una época de no fumador compulsivo. Pero el cigarrillo que me acababan de ofrecer era un LM (un LM, Dios mío). Creía que aquella marca de tabaco con la que yo me había hecho un hombre había desaparecido. Y quizá había desaparecido, pero lo cierto es que ahí estaba de nuevo, repitiéndose como un eco de aquella voz lejana. Tomé uno, decidido a no tragarme el humo, por tener las manos ocupadas, y lo encendí con la llama de un mechero ajeno.
El humo explotó, más que dentro de mi boca o de mis pulmones (porque finalmente me lo tragué), dentro de mi cerebro, con toda la carga evocadora de aquel sabor remoto. Sentí un ligero mareo y me retiré a la ventana para tomar aire. Se había hecho de noche y el patio interior había devenido en un pozo cuya oscuridad amortiguaban los grumos de luz amarilla procedentes de las ventanas de las casas. Dejé caer el LM y conté los segundos que tardaba en perder de vista su brasa.
Entonces comprendí que la situación era desesperada, pues aunque había hecho como que no me daba cuenta, lo cierto era que el pánico había subido de nivel mientras conversaba con el grupo del joven escritor latinoamericano y no quedaba prácticamente un solo resquicio de mi vaso corporal por ocupar. Giré la cabeza para ver cómo estaba la situación en la entrada del útero, pero no había mejorado. Calculé entonces mis posibilidades de supervivencia en la cocina si permanecía allí hasta que terminara la fiesta y la salida quedara expedita, pero eran muy pocas; en realidad, ninguna: el aire de la estancia resultaba ya irrespirable y el del patio interior se había estancado, corrompiéndose.
Por alguna razón, yo necesitaba cantidades mayores de oxígeno que mis contemporáneos. Yo no era uno de ellos (Dios mío, yo no era uno de ellos).
Comprendí que la única solución consistía en tomar aire, aguantar la respiración, y abrirme paso entre aquel océano de cuerpos hasta alcanzar una zona habitable. Calculé la longitud del pasillo (de la tubería) y visualicé todo el recorrido hasta la terraza del salón, que era mi objetivo. Luego, empujado por la angustia más que por una decisión consciente, busqué la salida del útero y comencé a parirme a mí mismo. Las bocas con las que me cruzaba se reían al verme avanzar con aquella tenacidad y yo les devolvía una mueca algo trágica, supongo, sin dejar de contener la respiración.
Recuerdo que el director de un periódico en el que había comenzado a colaborar hacía poco, y con el que tropecé hacia la mitad del pasillo, colocó su mano derecha sobre mi hombro, intentando detenerme para decirme algo, y yo le di un manotazo. Poco antes de alcanzar el salón se me acabó el aire y comprendí que no había logrado mi objetivo. Me moriría allí mismo. Quizá, pensé, al verme muerto, el director del periódico comprendiera mi grosera actitud de hacía unos instantes y no ordenara mi despido. Si hasta entonces enviaba las colaboraciones desde casa, ahora las enviaría desde el Barrio de los Muertos. Hacía mil años que no me acordaba de aquel barrio, ni del Vitaminas.
Después de todo, había logrado escapar de allí, o eso creía. Todas estas conjeturas desviaron mi atención de la muerte y casi sin darme cuenta me encontré en la terraza de la vivienda. Exhausto, pero vivo.
La terraza estaba también llena de gente, pero allí había aire para todos. Se había levantado además una pequeña brisa que barría al instante el producto corrompido de las respiraciones ajenas.
Logré alcanzar sin problemas la zona de la barandilla, donde descubrí un poyete en el que me senté para recuperarme. Entonces alguien me colocó la mano en el hombro y me preguntó si me encontraba bien. Era M., un escritor hipocondríaco con el que había coincidido en un viaje colectivo a París y con el que había intercambiado, durante una semana enloquecedora, información sobre los ataques de pánico y las lipotimias. Por aquella época yo había sufrido dos (acababa de estar a punto de sufrir la tercera).
—¿Te encuentras bien? —preguntó con expresión solidaria.
—Sí, sí, he sentido un poco de claustrofobia ahí dentro.
—Y has entrado en fuga.
—He entrado en fuga, claro.
—Si quieres un ansiolítico…
—No…, bueno, sí, dámelo por si acaso.
—Es de última generación. Puedes mezclarlo con alcohol.
M. me dio una pastilla pequeña, que contemplé durante unos instantes en la palma de la mano.
—¿Cómo es posible —dije por decir algo— que una cosa tan pequeña pueda resultar tan eficaz?
—Las conjunciones —respondió M. extrañamente— son también pequeñas y eficaces.
Acumulé un poco de saliva y me la llevé a la boca.
—Gracias —dije.
—De nada, voy a dar una vuelta.
Me quedé solo. Como era de noche, mi presencia pasaba prácticamente inadvertida al resto de los bultos que hacían relaciones públicas en la terraza. El pánico se había retirado. Cuando se retiraba el pánico, regresaba el cálculo. Comencé a calcular los movimientos que sería preciso llevar a cabo para alcanzar, desde donde me encontraba, la puerta de la vivienda. No resultaría fácil, pues tendría que atravesar de nuevo la terraza, cruzar el salón en diagonal, y desde él conquistar el tramo de pasillo que conducía al vestíbulo, donde se encontraba la puerta. El número de cuerpos era infinito y aun llenando los pulmones hasta arriba de oxígeno, aparecerían sin duda obstáculos no previstos.
Podía cruzarme, por ejemplo, otra vez con el director del periódico, con quien me tendría que detener para pedirle disculpas por el suceso del pasillo. Tampoco sería raro que me tropezara con el anfitrión, que estaba en todas partes, y tuviera que explicarle por qué me retiraba tan pronto…
Aunque con mayores reservas de oxígeno, me encontraba de nuevo en una situación semejante a la de la cocina. Y los efectos del ansiolítico no empezaban a manifestarse todavía. Me levanté para distraerme un poco y observé la calle seis pisos más abajo. La terraza estaba rematada, por la parte exterior, con una especie de cornisa que no conducía a ningún sitio. Para disimular la inquietud que había comenzado a alterar el funcionamiento de mis vísceras, me hice un hueco en un grupo de cuatro personas que criticaban a una quinta que, por suerte, no era yo. Llevaba allí medio minuto, sonriendo y diciendo que sí a todo, cuando la persona de mi izquierda me pasó un canuto. Guardaba en aquella época unas relaciones ambiguas con el hachís, pues unas veces me caía bien y otras mal, de manera azarosa. Di de todos modos una calada y al expulsar el humo recordé que acababa de tomarme un ansiolítico. Quizá no fuera una combinación adecuada. Entonces ocurrió lo siguiente: la angustia se concentró toda en el pecho y el cálculo, todo, en la cabeza. Podía estar simultáneamente muy calculador y muy angustiado, sin que la angustia acabara con el cálculo, gracias a que aquélla y éste se habían instalado en zonas estancas de mi cuerpo. Si lograba que permaneciese cada una en su sitio, pensé, mi parte calculadora encontraría una solución para mi parte angustiada.