El mundo (11 page)

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Authors: Juan José Millás

BOOK: El mundo
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No tomé nota de aquel sueño, si finalmente se trató de eso, de un sueño, en la casa del editor, pero cada vez que lo evoco regresa a mi memoria con la minuciosidad con la que lo he descrito. Y no ha perdido, como sucede habitualmente con los sueños, intensidad alguna, no ha perdido brío, ni violencia, no ha perdido textura ni sabor. Está ahí siempre, en medio de mi vida, como una novela que espera ser escrita. Una vez, por cierto, se me apareció una novela. Digo que se me apareció una novela porque tuvo los ingredientes de una experiencia mística. Fue a las pocas horas de la incineración del cuerpo de mi madre.

Al regresar a casa, y como no pudiera dormir pese al cansancio, me senté en una butaca a meditar y entré al poco en un estado de vigilia atenuada, de ensueño, en medio del cual se manifestó una novela entera, desde la primera hasta la última línea. Y se trataba de una obra maestra a la que sólo tendría que dedicar, si decidiera escribirla, trabajo, pues el talento, la intensidad, el vigor, todo eso, lo ponía ella, la novela. Al salir del ensueño, me senté a la mesa, dispuesto a comenzarla, pero había perdido toda su sustancia. Me he culpado a menudo de esa pérdida, como si se hubiera producido por algo que hice mal. Pero ignoro qué pudo ser.

Tercera parte
Tú no eres interesante para mí

Y si el adulto soñaba con que se le aparecieran novelas, el niño soñaba con que se le apareciera Dios, lo que en principio no era tan difícil. Vivíamos en un mundo en el que Dios existía hora a hora, minuto a minuto. Rezábamos al comenzar las clases, al terminarlas; nos santiguábamos al atravesar la calle; besábamos las manos de los sacerdotes; orábamos al acostarnos, al levantarnos; al sentarnos a la mesa; al levantarnos de ella… Cada acto de nuestra vida era un sacrificio hecho a Dios, bien fuera para complacerle, bien para provocar su ira.

El infierno quedaba a la vuelta de la esquina, se podía ir dando un paseo, a veces bastaba tropezar en una piedra para caer en él. Si esa noche te habías masturbado y morías, ibas al infierno. Si habías chupado un caramelo antes de comulgar y morías, ibas al infierno. Si te atacaba en medio de la clase de Lengua un pensamiento impuro y morías, ibas al infierno… Era más fácil terminar en el infierno que en la prisión, pese al premonitorio «acabarás en la cárcel» de las madres de la época. Afortunadamente la confesión ponía el contador a cero.

La idea de la salvación (y la condena) contaminaría en el futuro cualquier actividad. Es probable que los conceptos de éxito y fracaso, entre nosotros, procedan aún de ese binomio. Dios era el dueño de nuestros días, de ahí que el año se ordenara de acuerdo a los sucesos más importantes de la vida de su hijo, que nacía durante las vacaciones de Navidad y fallecía en las de Semana Santa.

Los meses funcionaban, pues, a modo de capítulos de un relato cuyo argumento principal era la vida de Cristo. Si quitabas a Dios de la existencia, las vidas de los hombres se desagregaban como las cuentas de un collar desprovisto de su médula (en torno a lo irreal se articulaba lo real; siempre ha sido así). A mí me gustaban las Navidades, como a todos los niños, pero me interesaba la Cuaresma, ese tiempo litúrgico que iba desde el Miércoles de Ceniza hasta la Pascua de Resurrección, caracterizado por ser un período de penitencia durante el que reproducíamos el ayuno que observó Cristo en el desierto antes de dar comienzo a su ministerio. Curiosamente, yo sólo doy valor a lo que escribo en ayunas. Me levanto pronto, sobre las seis de la mañana, y me siento a la mesa de trabajo sin tomar nada hasta las nueve. Considero como mío, y para mí, lo que escribo durante ese tiempo.

Lo que escribo después del desayuno está contaminado por las miserias laborales, por el imperativo de ganarse la vida. Mis novelas, así como los trabajos periodísticos que más aprecio, están escritos entre las seis y las nueve de la mañana. El ayuno.

Y bien, Dios estaba ahí todo el tiempo para lo bueno y para lo malo, generalmente para lo malo, porque se trataba de un Dios colérico, violento, castigador, fanático. Dios era un fanático de sí porque vivía entregado a su causa de un modo desmedido, como si en lo más íntimo desconfiara de la legitimidad de sus planes o de sus posibilidades de éxito. Podríamos decir que era un nacionalista de sí mismo. Tenía otras caras, pero ésta dominaba sobre las demás. Lo raro para un pensamiento ingenuo como el nuestro era que lograba estar sin estar, pues se manifestaba a través de su ausencia, que lo llenaba todo. Por eso soñábamos con que se nos apareciera, con que se hiciera evidente, palpable. Soñábamos con un milagro.

El curso siguiente al fallecimiento del Vitaminas, por alguna razón que no recuerdo, fuimos mi madre y yo solos a que nos pusieran la ceniza. El Miércoles de Ceniza era un día normal, lectivo, por lo que lo único que se me ocurre es que yo estuviera lo suficientemente enfermo como para no ir a clase, aunque no tanto como para no ir a la iglesia. Salimos de casa a primera hora de la mañana. Yo iba de la mano de ella, de la mano de mi madre, que envolvía la mía con la sutileza con la que un papel de regalo envuelve un obsequio (¿era yo su obsequio?). Mi madre era alta y tenía el cuerpo lleno de formas, creo que era muy guapa, muy llamativa. Llevaba un chaquetón negro que debió de durarle muchos años, pues se lo he visto en fotografías de distintas épocas. En la parroquia, situada a dos o tres calles de la nuestra, había más gente que había acudido a recibir las cenizas, de modo que tuvimos que hacer cola. Cuando llegó mi turno, que aguardé temblando de emoción, el cura, más que ponerme las cenizas, me las imprimió: tal fue la violencia con la que dibujó la cruz sobre mi frente.

De vuelta a mi banco, no me atrevía a mover la cabeza por miedo a que se me cayeran, pues mi idea era conservarlas al menos hasta que mis hermanos regresaran del colegio, para presumir de ellas. Y no es que a ellos no se las hubieran puesto, sino que en mí, eso creía yo, poseían un significado especial, como la cicatriz en un héroe. Recuerda, hombre, que eres polvo y que en polvo te has de convertir. Constituía un alivio saber que la vida no era más que un paréntesis. Un alivio terrorífico.

Cenizas

Ya he dicho que detrás de mi escritorio, en un pequeño armario donde guardo las agendas y los cuadernos usados, se encuentran también desde hace algún tiempo las cenizas de mi madre. Y las de mi padre. Las recuperé con el objetivo de llevarlas a Valencia y arrojarlas al mar, tal como deseaban, de modo que hace un par de semanas, coincidiendo casualmente (¿casualmente?) con los primeros días de la Cuaresma, acepté dar una conferencia en un centro cultural valenciano que venía pidiéndomelo desde hacía un par de temporadas. Aprovecharía el viaje para desprenderme de las cenizas cuya posesión comenzaba a pesarme.

Para este tipo de desplazamientos de un día o dos suelo llevar una maleta pequeña, de las que no hay que facturar, en la que caben el ordenador, una muda y poco más. Pensé ocupar el sitio del «poco más» con las cenizas de mis padres. Pero las urnas abultaban demasiado, de modo que el día anterior a mi partida, en un momento en el que me encontraba solo en casa, las abrí muerto de miedo, sin saber con qué tropezaría allí dentro después de tantos años. Comprobé con alivio que las cenizas se encontraban a su vez dentro de una bolsa de plástico que me dispuse a extraer de las vasijas.

Empecé con las de mi madre, pero la boca de la urna era más estrecha que el cuerpo de la bolsa, por lo que se resistía a salir. La vasija tenía además un borde afilado que acabó haciendo un corte en el plástico. Parte de las cenizas se derramaron sobre la mesa, junto al ordenador. Traté de imaginar, sudando de angustia, qué les diría a mi mujer o a mis hijos si en ese momento aparecieran.

Logré sacar al fin la bolsa, que pesaba y abultaba más de lo previsto, y la coloqué a un lado. Después, con el borde de una cuartilla recogí los restos que se habían salido y los devolví a su sitio.

Quedó un polvillo que soplé esparciéndolo por la atmósfera. Parte de las cenizas fueron a parar al teclado del ordenador. Supongo que se colarían por sus ranuras y que ahora formarán parte de sus vísceras, quizá de mi escritura. En cualquier caso, la bolsa original había quedado muy deteriorada, de manera que busqué otra en la que introducirla y encontré una de El Corte Inglés, lo que no dejaba de resultar irónico dado el gusto de mi madre por los grandes almacenes, a cuyas rebajas acudía cada año. Desde el punto de vista de los significados últimos de la sociedad de consumo, se trataba de una operación de alto contenido simbólico.

Con las cenizas de mi padre sufrí menos, fueron menos rebeldes (también eran más escasas), pero acabaron asimismo en otra bolsa de El Corte Inglés, pues la original tampoco estaba bien. En ambos casos, me sorprendió comprobar que las cenizas son algo más que cenizas. Son la osamenta del difunto triturada, reducida a fragmentos muy pequeños, pero en los que resulta reconocible el tejido del que proceden. Sellé las bolsas con cinta adhesiva, para evitar sorpresas, y las introduje en el maletín de viaje, con idea de dejarlo todo dispuesto para el día siguiente. Abultaban más de lo que había imaginado, por lo que prescindiría del ordenador, que en la mayoría de los casos me acompaña como un fetiche, más que como una herramienta: en viajes de ida y vuelta apenas tienes tiempo para trabajar. Mi idea era llegar a Valencia a primera hora de la mañana, tomar un taxi que me condujera a la playa, esparcir las cenizas, dar la conferencia, comer con los organizadores y regresar a Madrid a media tarde.

Aunque Isabel sabía que conservaba las cenizas, no le dije que me las llevaba en ese viaje para evitar que se ofreciera a acompañarme, pues se trataba de algo, creía yo, que debía hacer solo. Llamé a un taxi con mucha antelación, según mi costumbre, y llegué al aeropuerto con hora y media de anticipo sobre el vuelo. En el mostrador de facturación, presenté mi carné de identidad, pues se trataba de un billete electrónico, y me dieron la tarjeta de embarque. Luego me dirigí al control de policía con idea de pasar a la zona de embarque y hacer tiempo leyendo los periódicos.

Me puse, pues, a la cola del control de policía y al llegar mi turno coloqué la bolsa de viaje en la cinta transportadora. Entonces, justo en el instante en el que entraba en la boca del túnel, me di cuenta del disparate que acababa de hacer. Quizá me preguntaran qué rayos era aquello cuya textura se parecía tanto a la de la pólvora, y yo tendría que responder, delante de todo el mundo, que las cenizas de mis padres. Estuve a punto de meter la mano para intentar recuperar la bolsa, pero me pareció que resultaría más sospechoso, de modo que pasé por debajo del arco de seguridad intentando mantener la compostura. Siempre había tenido la fantasía de que un día me detendrían en uno de esos controles, pues soy un culpable nato. De hecho, me parecía mentira que después de haber viajado tanto aún no me hubieran descubierto nada sospechoso en las aduanas. Pero todo llega: cuando mi maleta y yo alcanzamos el otro lado, el guardia que se encontraba frente al monitor me preguntó qué contenían aquellas raras bolsas y me pidió que se las mostrara. Blanco como la pared comencé a abrir el maletín de viaje mientras pronunciaba en voz baja la palabra cenizas.

—¿Cómo dice?

—Cenizas, las cenizas de mis padres —añadí sacando las bolsas de El Corte Inglés.

—Restos humanos —tradujo el guardia llamando la atención de un superior que se encontraba muy cerca de nosotros y de los otros viajeros, que empezaron a moverse despacio, a ver en qué terminaba aquello. Me dirigí al superior educadamente y le dije que se trataba de las cenizas de mi padre y de mi madre, cuyo deseo era que se esparcieran en el Mediterráneo. El superior me miró con desconfianza y habló con alguien a través de una especie de móvil. En seguida apareció un guardia civil. Le repetí lo mismo, en voz baja, para no dar ninguna satisfacción a los curiosos. El guardia civil sospechaba de mí.

—¿Y dice que son los restos humanos de su padre y de su madre?

Me di cuenta de que utilizaban la expresión «restos humanos», en vez de cenizas, de un lado para asustarme y, de otro, para justificar el interrogatorio. Respondí que sí, que eran las cenizas de ambos, dándole el gusto de que en mi propia voz pareciera una excentricidad. Finalmente me dijo que esperara, pues tenía que consultar a un superior jerárquico. Yo estaba a punto de derrumbarme por la vergüenza y por el susto, no sé qué sentimiento dominaba sobre el otro. Me veía durmiendo en la comisaría. Mientras esperaba, atravesó el arco de seguridad un escritor al que detesto, pero con el que mantengo unas relaciones educadas. Me preguntó si tenía algún problema, por si necesitaba que me echara una mano, y le dije que no, que estaba a punto de arreglarse todo. Mientras se alejaba, lo vi hablar con uno de los curiosos, que sin duda le estaba contando que me habían sorprendido en el control con restos humanos.

Llegó un guardia civil con más galones, o con más estrellas, no recuerdo, y volví a explicarle la historia. Esta vez añadí que en realidad iba a dar una conferencia a la Universidad de Valencia, pero que como tenía pendiente la tarea de arrojar las cenizas al mar, había decidido llevarlas para matar dos pájaros de un tiro. Habría sido preferible que me saliera otra expresión, pero me salió la de matar dos pájaros de un tiro, que en presencia de aquellos restos humanos envueltos en bolsas de El Corte Inglés sonaba algo siniestra. Al guardia civil no le impresionó el hecho de que yo fuera conferenciante, de modo que ignoró esa parte de la información y me preguntó por los papeles.

—¿Qué papeles? —dije yo.

—Los de los restos humanos. En el cementerio le darían una documentación.

Reconocí que me habían dado una documentación, en efecto, pero que no se me había ocurrido que fuera necesaria.

—Pues lo es —dijo—. Me temo que vamos a tener que tomarle los datos y retener los restos humanos hasta que demuestre su procedencia.

Las cenizas de mis padres quedaron requisadas en la comisaría del aeropuerto, donde antes de dejarme ir comprobaron que no era un psicópata en busca y captura. Naturalmente, suspendí el viaje a Valencia y regresé a casa pálido. Dije que me había sentido mal en el aeropuerto y me metí en la cama, donde permanecí tres días con sus noches. Al tercero, me resucitó una llamada de la comisaría.

Querían saber cuándo pensaba recoger aquellos «restos humanos», de modo que me puse a buscar los papeles de las cenizas y di milagrosamente con ellos entre las páginas de un cuaderno donde había tomado apuntes para un cuento, quizá una novela corta, que no llegué a escribir y que contaba la historia de un libro que había nacido sin palabras, un libro mudo. El asunto era grave si pensamos que se trataba de un manual de gramática. Los padres de este libro, una gramática macho y otra hembra, lógicamente, eran muy apreciados en el mundo académico, por lo que no podían aceptar haber tenido un hijo con todas las páginas en blanco. El cuerpo central del relato estaría compuesto por el deambular de los padres de la gramática muda por las consultas de los mejores médicos de la época, que no se ponían de acuerdo, pues para unos se trataba de un problema físico y, para otros, de orden psicológico. Unos proponían soluciones quirúrgicas de efectos inmediatos y otros tratamientos farmacológicos muy prolongados. Lo que pretendía con aquel proyecto era escribir una gramática alternativa, para niños (para mí), una gramática en la que se explicaran las nociones de sustantivo y adjetivo y verbo y adverbio de un modo distinto a como lo hacen las gramáticas convencionales. Pues bien, entre las páginas de aquel proyecto se encontraba, por alguna misteriosa razón, la documentación de los restos humanos de mis padres, que recogí ese mismo día y volví a guardar en el armario que hay detrás de la mesa en la que escribo estas líneas. Ahí continúan.

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