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Authors: Juan José Millás

BOOK: El mundo
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Minutos más tarde, cuando empezaba a destripar el de
Visión del ahogado,
distinguí a María José entre el público. Ocupaba un lugar situado hacia la mitad de la sala, al lado del pasillo. Naturalmente, me morí de la impresión, pero hice como que continuaba vivo para no dar el espectáculo (tenía experiencia en las dos cosas: en que ella me matara y en disimular que estaba muerto).

Había imaginado tantas veces que María José asistía a una de mis intervenciones públicas que creí encontrarme dentro de una de aquellas fantasías que elaboraba y modificaba de forma minuciosa durante días y semanas enteros, a veces con sus noches. Continuaba, de adulto, imaginando historias con el mismo tesón que de niño. Y las que imaginaba ahora no eran menos delirantes que las de entonces. Y bien, el caso es que me encontraba a punto de impartir una conferencia en una universidad de Nueva York (un sueño) y que entre el público se encontraba María José (una quimera). Volví a mirar a la mujer situada hacia la mitad de la sala, junto al pasillo, y comprendí entonces que se parecía a María José, pero que no era ella. Para ser exactos, unas veces era ella y otras no. Ahora, me decía, la miraré de nuevo y no será ella. Pero sí lo era. Ahora dejará de serlo. Y a lo mejor dejaba de serlo, pero sólo durante unos instantes. Si fuera ella, pensaba, buscaría mis ojos como yo buscaba los suyos. Sin embargo, estaba atenta a lo que decía mi presentador, al que yo, por cierto, había dejado de escuchar hacía rato. Al fin, para atenuar la impresión, decidí que se trataba de una alucinación discontinua.

Aunque me había comprometido absurdamente a hablar de la relación entre mis dos novelas publicadas y la agonía del franquismo (tema muy de la época), al abrir la boca me salieron las primeras palabras de una charla que había pronunciado mil veces de forma imaginaria en el interior de esa fantasía en la que María José asistía a una de mis intervenciones públicas. Diserté, en fin, sobre la importancia de lo irreal en la construcción de lo real, ilustrando mi exposición con un relato según el cual en mi barrio, cuando yo era pequeño, había un ferretero cuyo hijo iba a mi colegio. Como éramos amigos, un día me confesó en secreto, y tras hacerme jurar que no se lo contaría a nadie, que su padre era en realidad un agente de la Interpol. La ferretería constituía, pues, una tapadera bajo la que llevaba a cabo su verdadera actividad. Que en un barrio del extrarradio de Madrid, en aquellos años de plomo, hubiera un agente de la Interpol, nos redimía del sarampión y de las ratas y de los piojos y de la sífilis y del hambre y de la poliomielitis… Naturalmente, a partir de aquel instante empecé a dirigirme al padre de mi amigo con un respeto y una admiración sin límites.

Pasaron los años, continué mi relato dirigiéndome a la mujer que se parecía a María José y que me observaba con el mismo punto de indiferencia con el que había escuchado a mi presentador, y nos hicimos mayores sin que yo hubiera echado en cara nunca a mi amigo aquella mentira infantil.

—Pero hace poco —añadí— volvimos a encontrarnos y le invité a comer para recordar viejos tiempos. En realidad quería preguntarle cuál de aquellos dos padres —el imaginario o el real— había sido más importante en su formación. Me dijo que el irreal, sin duda alguna, es decir, el agente de la Interpol. De él había recibido los mejores consejos, las mejores orientaciones, él había sido su verdadero ejemplo de conducta, el modelo que había que seguir, mientras que del padre real —el ferretero— tenía pocos recuerdos, casi todos malos.

El hecho de que la expresión de la mujer no mostrara ninguna emoción frente a mi historia, pese a que a esas alturas me dirigía a ella como si no hubiera más gente en la sala, me confirmó en la idea de que no se trataba de María José.

Cuando terminé de hablar, algunas personas se acercaron a la mesa para saludarme o para que les firmara un libro. Entre ellas, vi avanzar por el pasillo a aquella quimera. Y a cada paso que daba se iba convirtiendo un poco más en la María José real, de modo que cuando estuvo frente a mí resultó que era completamente ella. Nos dimos un beso y le pedí que me esperara unos instantes, mientras atendía a las personas que se habían acercado a saludarme. Me dijo que no me preocupara, que iba a asistir a la cena que la universidad había organizado a continuación en mi honor.

Y bien, resultó que daba clases en la Universidad de Columbia, donde preparaba también un trabajo sobre la novela española de los 50. Me había seguido, dijo, desde la publicación de mi primer libro, sorprendida de que aquel chico de su calle se hubiera convertido en novelista.

—Gracias a ti en parte —le dije.

—¿Y eso?

—Si luego me acompañas al hotel, te lo digo.

—De acuerdo.

Con aquella perspectiva, la cena y su sobremesa se convirtieron en una tortura. Pero llegó a su fin, como todo en la vida, y me encontré caminando al lado de María José con idéntica torpeza a la de cuando era niño, sólo que entonces nos encontrábamos en un suburbio de Madrid y ahora en el centro de Nueva York. Cada uno por su lado había logrado fugarse de aquella condición infernal, de aquel barrio espeso, de aquella calle húmeda.

La cena había tenido lugar en un restaurante situado en los alrededores del MOMA y mi hotel se encontraba en la 42, cerca de Grand Central, la célebre estación a la que me he referido en otro momento. Estábamos en primavera y la temperatura era agradable, por lo que decidimos caminar por la Quinta Avenida hasta la altura de mi calle. La conversación y los cuerpos fluían con dificultad hasta que le conté el deslumbramiento que supuso para mí descubrir que era zurda. Le dije que durante mucho tiempo, después de aquella revelación, quise ser zurdo, horizonte al que aún no había renunciado del todo. También le relaté mi sueño de escribir una novela zurda.

—¿Qué es una novela zurda? —preguntó.

—No sé —dije—, una novela escrita con el lado izquierdo, una novela que resulte tan difícil de leer con el lado derecho como cortar un papel con unas tijeras de diestro utilizando la mano izquierda.

Rió cortésmente, pero me aseguró que estaba lejos de alcanzar ese objetivo. Había leído mis novelas, a las que se refirió como si no hubieran logrado estar a la altura de ella como lectora. No lo dijo de un modo brutal, pero sí de un modo claro. Tal como lo entendí, le parecían dos novelas bienintencionadas, pero pequeño-burguesas, sin ambiciones formales, sin instinto de cambio. Advertí que también ella había imaginado en más de una ocasión un encuentro como el que estábamos protagonizando y para el que tenía preparado un discurso demoledor. Comprendí también que ahora creía en la crítica literaria como en otras épocas había creído en Dios o en la lucha de clases. Yo regresaba a Madrid al día siguiente, quizá no nos volviéramos a ver en otros doce o trece años, de modo que podía haber dicho cuatro cosas amables sobre mis libros y aquí paz y después gloria, pero parecía dominada aún por una necesidad feroz de hacerme daño. Tuve la impresión de que al escribir y publicar con cierto éxito aquellas dos novelas pequeño-burguesas, poco ambiciosas formalmente, etcétera, había alterado de forma intolerable el orden de un escalafón imaginario (todos lo son) en el que María José, hasta que mis libros irrumpieran en las librerías, había ocupado uno de los primeros puestos. Le pregunté si escribía y dejó entrever que sí, aunque lo hacía para un lector todavía inexistente, por lo que no podía ni soñar en encontrar editor. Mientras la Historia alumbraba a aquel lector superior, y para colaborar a su advenimiento, había decidido dedicarse a la crítica literaria.

Todo aquello me producía una pena sin límites. El destino nos proporcionaba la oportunidad de cerrar una herida y nosotros hurgábamos en ella en busca del hueso. Me callé dispuesto a no alimentar su rencor ni mi lástima. Entonces me preguntó por qué le había dicho que yo era novelista gracias, en parte, a ella y le recordé aquella frase (tú no eres interesante para mí), así como la coma que había colocado entre el «interesante» y el «para mí» a fin de no suicidarme.

—Siempre quise —añadí— preguntarte si aquella coma la había puesto yo o la habías puesto tú. De modo que te lo estoy preguntando ahora.

—Si la hubiera puesto yo —dijo—, no serías escritor. Eres escritor porque la pusiste tú, porque generaste recursos para contarte la realidad modificándola al mismo tiempo que te la contabas.

Me pareció que se ablandaba un poco y desistí de mi mutismo anterior, aunque explorando zonas conversacionales poco comprometidas o neutras. Le pregunté por sus padres, de quienes me dijo que seguían más o menos bien.

—Siempre soñaron —añadió— que estudiara Económicas para ayudarlos a crecer. Mi padre llamaba crecer a hacerse rico.

—¿Y tú?

—¿Yo qué?

—¿A qué llamas crecer?

Se detuvo un momento observándome como a un marciano.

—¿De verdad no sabes a lo que llamo yo crecer?

—Quizá sí, pero quiero que pongas palabras a lo que creo.

Y le puso palabras sin pudor a lo que ella llamaba crecer, que resultó consistir en un conjunto de ambiciones de manual de izquierdas expresadas con un lenguaje parecido al que años más tarde descubriríamos en los libros de autoayuda. En eso, al menos (en llevar unos años de ventaja a la explosión de la autoayuda), sí parecía una adelantada.

Entretanto, llegamos a mi hotel, frente a cuya puerta nos detuvimos y nos miramos a la cara. Ella peinaba la cola de caballo de toda la vida, quizá sujeta con la misma goma. Por lo demás, llevaba unos pantalones vaqueros y una chaqueta del mismo tejido sobre una camiseta roja. Las cejas, tan anchas y tan negras, parecían ocultar a alguien que no era ella y que sin embargo me miraba desde sus ojos. Continuaba habitada, pero no parecía ser consciente de ello. Tuve la fantasía de que todavía podía ocurrir algo entre nosotros (entre quien la ocupaba y yo, quiero decir), de modo que la invité a tomar una copa en el bar del hotel. Eran casi las dos de la mañana. El bar, tal como yo había previsto, estaba cerrado, por lo que sugerí que subiéramos a mi habitación. Dudó unos instantes, pero al fin me siguió hasta el ascensor.

Me habían dado una habitación doble, de modo que ella se sentó en el borde de una de las camas y yo, tras sacar las bebidas de la nevera y servirlas en un par de vasos, en el de la otra. Me pareció que la situación, violenta como todas las nuestras, resultaba por primera vez más difícil para ella que para mí. Entonces sacó del bolso una caja de metal de la que tomó un canuto de hierba que encendió con naturalidad, pasándomelo tras un par de caladas. Yo tenía una relación complicada con la hierba.

Me hacía un efecto exagerado, no siempre en la misma dirección. Cuando me caía bien, volaba. Cuando no, me provocaba ataques de pánico que se prolongaban tanto como duraban sus efectos (he relatado, en parte, mis relaciones con esta droga en
La soledad era esto).
Di una calada cautelosa y otra un poco más decidida, evitando beber del whisky que me había servido, para no mezclar. Me cayeron bien, muy bien incluso, relajándome de la tensión de todo el día (de toda la vida para hablar con exactitud). Me eché hacia atrás, apoyando los codos sobre el colchón, y observé a María José con una sonrisa.

—¿De qué te ríes? —dijo ella.

—No me río. Es la cara que pongo cuando me sale bien una frase. Esta frase me ha salido bien. Llevo horas imaginando que acabaríamos así, en mi habitación, solos.

—¿Llevas horas imaginando esto?

—En realidad —respondí—, llevo toda la vida imaginando esto.

—¿Y cuál es el siguiente paso, la siguiente frase?

Con la seguridad que me proporcionaba la hierba me incorporé como si me encontrara en el interior de un sueño y acerqué mi rostro al de ella, buscando sus labios. Pero me detuve unos centímetros antes de alcanzarlos, sin dejar de observarla, y en ese instante descubrí que quien me miraba desde sus ojos era el Vitaminas, que estaba dentro de ella.

—¿Qué pasa? —preguntó.

—Me he acordado de tu hermano —dije regresando a mi posición inicial—. Fui muy amigo suyo. A veces me he preguntado —añadí como si se tratara de una idea antigua, aunque se me acababa de ocurrir en ese instante— si le buscaba a él en ti.

—Pues lo puedes buscar en otra parte —dijo con frialdad pasándome el canuto de nuevo—, porque apenas tuvimos relación. Seguramente lo conociste tú mejor que yo.

Sería por los efectos de la hierba, pero lo cierto es que al otro lado de los ojos de María José se encontraba mi amigo de la infancia. Se asomaba a ellos como a un balcón, haciéndome guiños, buscando mi complicidad, quizá invitándome de nuevo a ver la Calle, esta vez desde la cabeza de su hermana, que tenía también algo de sótano. Intenté, tras dar otra calada, entrar en ella, en la cabeza, con idénticas precauciones con las que en otra época bajaba al sótano. La cabeza de María José era más oscura que la bodega de su padre, pero imaginé que llevaba una vela con la que me iba alumbrando a través de las galerías que componían su pensamiento, sus contradicciones, sus miedos, sus convicciones de manual marxista de autoayuda. Y de este modo, paso a paso, llegué a la zona de los ojos y me coloqué junto al Vitaminas, para ver qué había al otro lado. Y al otro lado estaba yo, recostado sobre la cama de enfrente, coqueteando con mi historia. Observado desde los ojos de María José, veía en mí a un novelista joven que se encontraba en un hotel de la calle 42, en Nueva York, en Manhattan, en el centro del mundo como el que dice. Quizá un novelista equivocado, un tipo que acertaba en las cuestiones periféricas, pero al que se le escapaba la médula. Un tipo bienintencionado, de izquierdas desde luego, pero de una izquierda floja, uno de esos compañeros de viaje, un tonto útil, aprovechable en los estadios anteriores a la Revolución, pero a los que convenía fusilar al día siguiente de tomar el poder. Un tipo, por qué no, con el que se podía follar, incluso al que se podía leer para hacer tiempo, mientras las condiciones objetivas hacían su trabajo y las contradicciones internas del sistema aceleraban la llegada de la Historia.

Pero al tipo se le habían acabado de repente las ganas de follar. El tonto útil sólo quería continuar asomado a los ojos de María José, dándole algún que otro codazo cómplice al Vitaminas. Fíjate adónde he llegado, amigo, casi al cuartel general de la Interpol, que debe de andar por una de estas calles. Mírame en el centro mismo del universo, teniendo al alcance de la mano, de los labios, quizá de la polla, a la chica que nunca me hizo caso. Entonces comprendí de súbito que uno se enamora del habitante secreto de la persona amada, que la persona amada es el vehículo de otras presencias de las que ella ni siquiera es consciente. ¿Por quién tendría que haber estado habitado yo para despertar el deseo de María José?

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