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Authors: Juan José Millás

El mundo (14 page)

BOOK: El mundo
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—Tiene mucho mérito —añadí— hacerlo todo con ese lado del cuerpo.

—Si eres zurdo —respondió ella con una lógica aplastante—, no.

—Aun así —insistí yo.

Ella reconoció entonces parte de su mérito explicándome que el mundo estaba pensado «por un diestro y para un diestro». Me señaló, por ejemplo, que las tijeras no se podían utilizar con la mano izquierda, porque no cortaban, que los interruptores de la luz estaban situados en lugares donde la mano derecha llegaba antes que la izquierda, lo mismo que los pomos de las puertas, los utensilios de cocina y la cadena del retrete (alusión que no me gustó). Me lo explicó de tal modo que comprendí que vivía realmente en otro mundo, en otra dimensión a la que yo quería pertenecer también, a la que quizá pertenecía sin saberlo, pues me pregunté entonces si no sería un zurdo al que habían obligado desde la cuna a hacer las cosas con la mano derecha, de tal modo que había olvidado su verdadera condición. Si no pertenecía al mundo en el que me encontraba, y eso era evidente, tenía que pertenecer a otro, y ese otro podía ser el de los zurdos.

—¿A ti qué es lo que más te cuesta hacer con la mano izquierda? —me preguntó ella de súbito.

—Abrocharme los botones de la camisa —dije, aunque estaba pensando en los de la bragueta, por lo que me puse colorado.

Ella asintió como si hubiera dado la respuesta correcta, lo que me llenó de seguridad. Nunca en mi vida me he sentido tan seguro de mí como en aquel instante. Los botones de mi camisa me hicieron pensar en los de su blusa y me la imaginé abrochándoselos, lo que hizo que mis pies tropezaran y diera un traspiés.

El trato con María José provocaba una acumulación continuada de excitación sin descarga, de ardor sin bálsamo, de exaltación sin caída. Me acostumbré a encontrarme con ella por las tardes, pues salía del colegio media hora después que yo. Supe, desde la tercera tarde, que estaba haciendo las cosas mal, pues si bien ella se dejaba querer (es un modo de decir que no me rechazaba abiertamente), tampoco aportaba nada a la relación. Un sexto sentido me decía que debía espaciar mis encuentros, disimular mi pasión, añadir a mi trato con ella una porción de indiferencia. Pero un instinto de destrucción más poderoso que el sexto sentido me empujaba a perseverar en el error. Lo cultivé con tanta minuciosidad que la historia apenas duró un par de semanas (en realidad duraría toda la vida, pero de mala manera, como veremos).

Un día, mientras caminábamos hacia nuestra calle, intenté tocar su mano derecha. Tomé la decisión de empezar por la derecha pensando que al ser zurda se trataba de una mano periférica, menos sensible o importante que la izquierda. Se opuso, como era lógico, asegurándome que lo que yo intentaba hacer con ella era pecado mortal. Añadió, para desconcierto mío, que desde los últimos ejercicios espirituales había aprendido a vivir como si fuera a morir al minuto siguiente. Se trataba de una recomendación hecha por el cura que los había impartido. Si te acostumbrabas a vivir como si fueras a morir al minuto siguiente, cambiaban todas tus preferencias (ahora habríamos dicho prioridades).

—Si me dejara tocar —añadió— y me muriera al minuto siguiente, iría al infierno por toda la eternidad.

Volví a casa perplejo, tratando de imaginar qué haría yo en aquel instante si fuera a morir al minuto siguiente. Desde luego, lo último que se me ocurriría sería masturbarme, que era lo primero que se me venía a la cabeza cuando no me iba a morir al minuto siguiente. Era cierto, pues, que las prioridades cambiaban. Y no sólo cambiaban, sino que se invertían. Cuando entré en casa, escuché a mi madre dando gritos a alguno de mis hermanos. Si supiera, pensé, que se iba a morir al minuto siguiente, lo abrazaría en vez de reñirle. Conté hasta sesenta, pero no se murió nadie. Por mi parte, viví varios días fingiendo ser zurdo y fingiendo que me iba a morir al minuto siguiente, de modo que acabé agotado física y psíquicamente.

Uno de aquellos días, al acudir al encuentro con María José, me preguntó por qué la perseguía. Le aseguré que se trataba de lo que haría si fuera a morir al minuto siguiente. Continuamos caminando en silencio hasta que ella se volvió y dijo con crueldad:

—Tú no eres interesante para mí.

Yo continué caminando a su lado, pero al modo en que un pollo sin cabeza continúa volando, o sea, muerto. Aquella frase me había roto literalmente el corazón. Un cuchillo oxidado no habría tenido efectos más devastadores. Continué andando, pues, por pura inercia hasta su casa y luego seguí hasta la mía sabiendo que ya no era necesario imaginar que iba a morir al minuto siguiente porque ya estaba muerto. Entré muerto en casa y logré alcanzar, muerto, el cuarto de baño para ocultar la trágica situación a la familia. Al mirarme en el espejo reconocí en mi rostro todos los atributos de un cadáver. Tenía la nariz afilada y el rostro pálido como la cera. Sabía que la nariz afilada era un síntoma cadavérico porque se lo había escuchado a mi madre a propósito de una foto del cadáver de Pío XII en el periódico. Ella dijo «nariz afilada» y «rostro cerúleo». Así estaba yo delante del espejo, con la nariz afilada y el rostro cerúleo. No era que la vida hubiera perdido sentido, es que ya no había vida.

Estar muerto era en mi situación un consuelo, pues cómo soportar vivo, no ya aquel rechazo, sino aquella humillación. Tú no eres interesante para mí. En una de las miles de veces que repetí la frase, reconstruyendo la situación para ver si le encontraba una salida, pensé que entre el «tú no eres interesante» y el «para mí» había habido una pequeña pausa, una cesura, que dejaba una vía de escape. Quizá había dicho: «Tú no eres interesante, para mí.» La coma entre el «interesante» y el «para» venía a significar que podía ser interesante para otros, incluso para el mundo en general. Era la primera vez que le encontraba utilidad práctica a un signo ortográfico, la primera vez que le encontraba sentido a la gramática. Quizá al colocar aquella coma perpetré un acto fundacional, quizá me hice escritor en ese instante. Tal vez descubrimos la literatura en el mismo acto de fallecer.

Y bien, ¿podía salir del cuarto de baño e incorporarme a la vida familiar confesando que me había muerto (de amor)? Era evidente que no, de modo que tenía que fingir que continuaba vivo, ya veríamos durante cuánto tiempo. Si llevaba meses ocultando mi condición de espía, ¿por qué no ocultar ahora mi condición de finado? Por unas cosas o por otras, nunca pertenecía al mundo en el que me hallaba, ahora porque ellos estaban vivos y yo no. Me lavé la cara, abrí la puerta y me mezclé con la familia fingiendo que era uno de ellos. Años más tarde aproveché este suceso para construir una de las líneas argumentales de mi novela
Tonto, muerto, bastardo e invisible
, donde relataba la historia de un individuo que fallece de pequeño en el patio del colegio, aunque, por no dar un disgusto a sus padres, finge que continúa vivo. Yo también fingí que continuaba vivo. Y hasta hoy.

Una vez rotas mis relaciones con María José, perdí el gusto por los informes para la Interpol, de manera que fui espaciándolos hasta suprimirlos sin que Mateo mostrara algún tipo de extrañeza. Me dio la impresión de que se había dejado querer, como su hija. Pero al poco, cuando comprendí que seguramente todo aquello no había sido más que un juego en el que el tendero me había seguido la corriente en memoria de su hijo, me morí por segunda vez (ahora de vergüenza), al pensar que podía haberlo comentado en su casa, delante de María José. Por supuesto, dejé de hacerle a mi madre recados que exigieran ir a Casa Mateo. Ella lo entendió porque ya he dicho que lo sabía todo.

Pese a todo, mi relación con María José se prolongaría de un modo absurdo a través del tiempo, atravesando (¿debería decir ensartando?) distintas épocas de mi vida. En el barrio nos volvimos a ver en contadas ocasiones, pues ella continuó llevando una existencia fantasmal y yo empecé a dar rodeos para no pasar cerca de la tienda de su padre. Nos encontramos de nuevo en 1968, al desplomarme yo sobre su espalda en el autobús que iba desde Moncloa a la Facultad de Filosofía y Letras, como consecuencia de un frenazo que me cogió distraído mientras leía
La náusea,
de Sartre (qué, si no). Ella se volvió con expresión de fastidio y nos reconocimos.

—Hola —articulé.

—Hola —dijo ella alternando el primer gesto de irritación con otro de sorpresa—. ¿Adónde vas?

—A Filosofía.

—¿Desde cuándo?

—Desde este año, estoy en primero.

—Ah —añadió—, yo estoy en quinto.

Y eso fue todo porque en ese momento la reclamó alguien más interesante (para ella).

Yo estudiaba en el nocturno porque trabajaba por las mañanas en la Caja Postal de Ahorros, pero acudía a primera hora de la tarde a la facultad para coincidir con los grupos diurnos y hacerme la ilusión de que era un verdadero universitario, un hijo de papá. De hecho, establecí más relaciones e hice más amistades con la gente de los diurnos (mis enemigos de clase) que con la del nocturno (personas trabajadoras, como yo). Durante aquel curso vi muchas veces, por lo general de lejos, a María José. Era una dirigente estudiantil con prestigio entre los círculos más politizados de la universidad. A veces coincidíamos en la biblioteca o en el comedor del SEU, adonde yo iba con frecuencia tras salir de la oficina, pero ella siempre miraba hacia otro lado. Si no tenía más remedio, intercambiaba conmigo cuatro o cinco palabras, acertando a hacerme daño con una o dos.

La última vez que la vi durante aquel curso fue en el célebre recital de Raimon, en la Facultad de Económicas. Ella estaba en la primera fila, junto a otros líderes estudiantiles. Yo me encontraba cerca de la salida porque había padecido ya algún leve episodio de claustrofobia y en la sala no cabía un alfiler. La descubrí en seguida, hablando con el cantautor y con personas de su círculo antes de que comenzara el acto, en cuya organización daba la impresión de tener alguna responsabilidad. No la perdí de vista un solo instante. Llevaba una falda escocesa, de cuadros rojos y verdes, cerrada a la altura del muslo con un gran alfiler dorado, y una blusa blanca con el escote en pico, muy parecida, sorprendentemente, a la del uniforme del colegio. Se sabía las letras de todas las canciones, que seguía con el movimiento de los labios. Continuaba siendo muy delgada, pero la línea de su cuerpo se había ensanchado de un modo algo brutal en la cadera. En cuanto al rostro, no había perdido la expresión de perplejidad de la infancia. Continuaba transmitiendo la impresión de estar habitada por alguien con quien quizá no había llegado a un acuerdo.

Tras el recital salimos en manifestación hacia Moncloa por el centro de la Avenida Complutense.

Apenas habíamos recorrido quinientos metros, cuando apareció delante de nosotros un grupo de policías a caballo. Los manifestantes más osados se acercaron a los animales arrojando bolas de acero entre sus cascos. No se cayó ningún caballo, como aseguraba la teoría, pero algunos de los manifestantes rodaron peligrosamente entre las patas de los animales. La carga, brutal, rompió el cuerpo de la manifestación, que se dividió en varios grupos que corrieron, ciegos, en todas las direcciones.

Yo huí hacia el lateral de la derecha, encontrando refugio entre los arbustos que crecían en un terraplén desde el que podía divisar a cubierto lo que sucedía en el centro de la avenida. Estaba paralizado por la posibilidad de que me detuvieran, porque eso significaría la expulsión inmediata de la Caja Postal de Ahorros, de cuyo sueldo dependía absolutamente. Mientras jadeaba oculto entre las ramas de un arbusto, escuché voces y sirenas y asistí a la llegada de las «lecheras» de la policía.

Intentando controlar el pánico, continué avanzando de arbusto en arbusto por aquel terraplén desde el que a la altura de la Facultad de Medicina, donde me detuve a tomar aire, vi a María José arrastrada en medio de la avenida por un gris que la metió a golpes en un furgón, junto a otros detenidos. Permanecí unos segundos allí y volví a verla en seguida al otro lado de una de las ventanillas. Su expresión no era de miedo, sino de cálculo, como si estuviera evaluando la situación.

En esto, pasó junto a mí un grupo de cuatro o cinco manifestantes con los que cambié impresiones. Me dijeron que ni se me ocurriera ir hacia Moncloa, que a esas horas se habría convertido en una ratonera, así que alcancé con ellos la carretera de La Corana, donde tras separarnos me puse a correr absurdamente, yo solo, hacia Puerta de Hierro. Corrí hasta que se dejó de escuchar el ruido de las sirenas y aún luego continué andando desorganizadamente por el borde de la carretera hasta la altura del hipódromo, donde permanecí sentado en una piedra sabiendo que en ese instante era el hombre más solo del universo. Cada poco, venían a mi cabeza las imágenes de María José siendo arrastrada de los pelos hasta el furgón de la policía. ¿Acaso podía yo haber hecho algo?

Más tarde encontré el modo de regresar a Madrid por Reina Victoria, atravesando la zona de los colegios mayores, que permanecía en calma. Cuando de madrugada llegué al barrio, observé que salía una luz del ventanuco que daba al sótano de la tienda de Mateo, el lugar desde el que en otro tiempo había visto la Calle. Me agaché sobre la acera, para asomarme discretamente, y vi al padre de María José con expresión de pánico, rodeado por tres o cuatro individuos con aspecto inequívoco de policías. Habían puesto la bodega patas arriba y la estaban registrando palmo a palmo. Al día siguiente nos enteramos de que María José pertenecía al Partido Comunista y que escondía en aquel sótano, camuflada entre el género de la tienda de su padre, abundante propaganda subversiva.

Resultaba irónico que Mateo buscara el comunismo fuera de casa teniéndolo dentro.

Tendrían que pasar otros doce o trece años para encontrarme (o desencontrarme) una vez más con María José. Fue en el 79, quizá en el 80. Para entonces, yo había publicado dos novelas,
Cerbero son las sombras
y
Visión del ahogado.
Gracias a las críticas obtenidas por esta última, me invitaban a dar charlas de vez en cuando en instituciones culturales, actividad que compatibilizaba sin problemas con mi trabajo en Iberia, de donde no me despedirían hasta el 93. En este caso la invitación procedía de la Universidad de Columbia, en Nueva York, donde daba clases Gonzalo Sobejano, un reputado hispanista que había tenido la generosidad de dedicar un extenso trabajo a estos dos libros.

Se trataba de la primera vez que recibía una invitación de una universidad y la primera que viajaba a Nueva York, por lo que llegué a la ciudad de los rascacielos en un estado de excitación y de pánico comprensibles. Cuando me senté a la mesa desde la que tenía que impartir la charla (yo la llamaba charla para relajarme y los organizadores, para atribularme, conferencia), vi delante de mí un público de profesores y alumnos de español que me observaba con curiosidad. Me presentó un docente con barba leninista que contó de arriba abajo el argumento de
Cerbero son las sombras.

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