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Authors: Juan José Millás

El mundo (16 page)

BOOK: El mundo
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—¿Por quién tendría que haber estado habitado yo —dije en voz alta— para despertar tu deseo?

—¿Qué dices?

—Te lo preguntaré de otro modo: ¿Por quién estoy habitado desde que nos conocemos para haber provocado tu rechazo? ¿A quién ves en mí que tanto te disgusta?

María José se tomó su tiempo. Apuró el canuto hasta el filtro, se tragó el humo, lo mantuvo en los pulmones, expulsó los restos de la combustión y mató la colilla sobre el cristal de la mesilla de noche (el cenicero le caía lejos). Después me observó largamente y dijo:

—Estabas habitado por mi hermano, todavía lo estás. Por eso te tenía aversión, pero también amor. Si no te hubiera tenido aversión, no te habría rechazado como lo he hecho a lo largo de todos estos años. Pero si no te hubiera tenido amor no estaría, a las tres de la madrugada, en la habitación de tu hotel, no habría ido a verte a la universidad, no habría leído tus novelas, no te habría seguido desde tu primera aparición pública, no habría recortado las noticias, por pequeñas que fueran, que leía en los suplementos literarios o en las revistas especializadas, no habría conspirado para que la universidad te invitara a dar una conferencia, que vaya mierda de conferencia, por cierto, que nos has dado.

—Pues ha gustado mucho —dije yo sonriendo.

—Y qué esperabas. El hispanismo es un consumidor voraz de sentimentalismo barato y tú has estado barato; eficaz, no lo niego, pero barato y vagamente zen, por eso les has gustado tanto.

Le pregunté si no le había conmovido ni poco ni mucho la historia del ferretero y me confesó que no la había entendido.

—El ferretero —añadí— era en realidad un tendero de ultramarinos, un tal Mateo, o sea, tu padre.

—¿Y qué tenía que ver mi padre con la Interpol?

Entonces le conté que el Vitaminas, su hermano, me había revelado un día que su padre pertenecía a la Interpol. Le hablé de los informes que sobre la gente del barrio escribía para él. Le relaté cómo tras la muerte del Vitaminas yo me había ofrecido a Mateo para continuar aquella labor de información. Le narré cómo le pasaba de forma clandestina un informe semanal y cómo, a cambio de él, su padre me entregaba diez céntimos. Le describí cómo esa fantasía se había hecho añicos al poco de que ella me rechazara. Y mientras la ponía al corriente de aquella infancia miserable, me veía desde los ojos de ella y juro que el tipo que contaba aquellas historias era un treintañero atractivo, al menos aquel día exacto y a aquellas horas de la madrugada en la que estaba llevando a cabo, sin saberlo, un arqueo de mi vida, un inventario de existencias. Siempre me había producido asombro la expresión «Cerrado por inventario» que las tiendas colgaban una vez al año sobre su entrada. Yo, aquella noche histórica, estaba cerrado por inventario.

Tras ponerla al corriente de todo, tras relatarle lo que yo imaginaba, es decir, que su padre había alimentado en mí la misma fantasía que en su hijo para retrasar su pérdida, le conté el gran secreto de mi infancia. Le dije que desde el sótano en el que su padre almacenaba el género, y en el que ella escondería años más tarde los ejemplares de
Mundo Obrero,
se veía la calle de un modo hiperreal, y que yo lo sabía porque me lo había enseñado el mismísimo Vitaminas. Y que si uno de los personajes principales de
Visión del ahogado,
mi segunda novela, se llamaba de este modo, el Vitaminas, era en homenaje a su hermano, de quien ni siquiera llegué a saber cómo se llamaba de verdad. También le revelé que su hermano fabricaba unos artefactos con los que se veía el ojo de Dios, el ojo de Dios, lo había olvidado, el ojo de Dios. Y con qué claridad se veía esa pupila al otro lado del tubo. Le relaté cómo el mismo verano de su muerte habíamos estado los dos, su hermano y yo, en un barrio de Madrid que era el Barrio de los Muertos, el lugar al que la gente acudía después de morir para llevar una muerte, por lo que pudimos apreciar, idéntica a la vida de los vivos. Si no hubieras sabido que estaban muertos, ni te habrías enterado. Le conté que yo estaba muerto porque ella me había matado con aquel tú no eres interesante (para mí), pero que decidí disimular para no dar un disgusto a mis padres. Le confesé que tenía notas para una novela que trataba de eso, de un tipo que se moría de pequeño, en el patio del colegio, pero que no decía nada a nadie por discreción, por delicadeza, por no joder, en suma, y fingía que continuaba vivo. Fingir que continúas vivo, le dije, es muy sencillo, no tiene dificultad alguna. A lo mejor los primeros días te equivocas en esto o en lo otro, pero la vida es una cuestión puramente mecánica, ni siquiera necesitas un talento especial para sacarla adelante. El tipo este de la novela sobre la que entonces tomaba notas y que escribiría años después, en el 94, creo, llega, fingiendo estar vivo, a adulto y como su muerte sucedió en el tiempo remoto de la infancia, cuando se hace mayor se olvida de que está muerto y actúa como si estuviera vivo de verdad hasta que un suceso, entonces aún no sabía cuál, le hace acordarse y entra en una crisis brutal, como en la que entraría yo por esos años. Quizá la estaba barruntando. Le expliqué que estamos rodeados de muertos, que hay casi tantos muertos como vivos a nuestro alrededor. Gente floja, sin voluntad, que se muere y no dice nada por pereza. En la cena de hoy, por ejemplo, y sin contarme a mí, había un par de muertos más, Fulano y Mengano. ¿A que no les notaste nada?

Le contaba todo esto muy despacio, con la lentitud minuciosa que en ocasiones proporciona el hachís, introduciendo la punta del estilo verbal en cada una de las ranuras de aquella infancia de mierda, para no dejar nada por saquear, nada por recordar, nada por hurgar. Le expliqué que mi vida no había tenido otro objetivo que el de huir de aquel barrio (en el que más tarde, sin embargo, incurriría), de aquella calle, de aquella familia. Un proyecto poco marxista, sin duda, escasamente solidario, un proyecto que no se ajustaba a la dialéctica de la Historia, pero un proyecto, sobre todo, que lograría a medias, puesto que la novela en la que trabajaba en aquel momento (y que se publicaría en el 83 con el título de
El jardín vacío
) trataba del barrio. No era una novela propiamente dicha, sino una digestión, un proceso metabólico, una asimilación.

Tan metido me encontraba en el relato que no me di cuenta de que María José estaba llorando.

Ignoraba desde cuándo porque se trataba de un llanto mudo, que no provocaba alteraciones en su cuerpo. Lloraba con la naturalidad con la que se producen los fenómenos atmosféricos suaves, como esa lluvia que no se ve y que llaman calabobos porque moja igual que la de verdad, aunque sólo a la gente poco avisada. Así lloraba María José, creo que porque no se había enterado en su día de nada de lo que le estaba contando ahora. Era evidente que no había sabido que su padre pertenecía a la Interpol y que la tienda de ultramarinos, por lo tanto, era una tapadera. Estaba claro que no sabía tampoco que su hermano colaboraba con su padre en la tarea de descubrir comunistas en el barrio.

Le expliqué cómo eran aquellos informes del Vitaminas (y después los míos): secos, sintéticos, sin juicios. El hijo del carbonero, por ejemplo, se detuvo a las diez en medio de la calle, se llevó un pañuelo a la boca, escupió sangre sobre él y continuó andando. Tú no tenías que aventurar que estaba tuberculoso, aunque lo pensaras. Tú tenías que contar la verdad objetiva. Aquellos textos eran pequeños ensayos behavioristas, y aún no habíamos leído
El Jarama,
ni siquiera sabíamos de su existencia, tal vez ni siquiera se había escrito, tendría que comprobar las fechas. Qué casualidad, dije, que tu padre buscara comunistas fuera mientras los alimentaba dentro, como si hubierais tenido la necesidad de completaros. Tu padre estaba incompleto sin comunistas a los que perseguir y tú no estabas entera si no te perseguían. Quiero decir que, aparte de la función histórica que cumplió tu comunismo, también tenía una dimensión de orden personal. Casi todo en la vida empieza por una necesidad de orden personal a la que luego encontramos motivaciones históricas. Primero hacemos las cosas y después las justificamos. Te levantas pronto porque te lo pide el cuerpo, pero con el tiempo encuentras una teoría sobre el levantarse pronto e inviertes las cosas, es decir, que te crees que te levantas pronto para seguir un programa, una religión, unos principios. No es mi caso, yo me levanto pronto porque sólo puedo escribir a primera hora de la mañana, antes de desayunar, creo en las virtudes del ayuno, mi época preferida del año es la Cuaresma…

María José se había recostado sobre la cama, para llorar más a gusto, y se había quedado dormida. No sabía cuánto tiempo llevaba dormida como antes no había sabido cuánto tiempo llevaba llorando. Entonces me callé, exhausto, justo antes de decirle que qué casualidad también que yo me hubiera hecho novelista y que ella se hubiera hecho crítica literaria. Éramos, aparentemente, las dos partes de un todo. Lo que me habría gustado averiguar era si se había hecho crítica literaria después de saber que yo era novelista o antes, para deducir quién había empezado a perseguir a quién.

Pero estaba dormida y no era cosa de despertarla para preguntarle una cosa así. Yo, en cambio, estaba excitado, de modo que me levanté y registré su bolso en busca de otro canuto. Busqué la caja metálica de la que había sacado el primero como en otro tiempo buscaba el éter en el taller mi padre, también como en otro tiempo olía la gasolina del depósito de su vespa. Y allí estaba la cajita de metal, que abrí y en la que encontré tres o cuatro canutos más, una chica muy previsora, aunque quizá no muy marxista, no sé qué habría dicho Marx de esto de las drogas, de las drogas blandas, para más iniquidad. Seguramente la hierba era una droga pequeño-burguesa, una droga de clase media, de quiero y no puedo, una droga sin ambición formal ni instinto de cambio, una droga de mierda.

Encendí el canuto, me senté en una butaca que había en un rincón de la habitación y me lo fui fumando yo solo, muy despacio, atento a sus efectos, no quería acabar mal la noche, aunque la noche se había acabado ya porque se percibía una claridad lechosa (claridad lechosa, qué expresión) al otro lado de la ventana. Me levanté para observar de cerca aquella claridad, para comprobar si de verdad era lechosa o se trataba de un tópico sin fundamento, pero en lugar de la claridad lechosa del amanecer vi la claridad lechosa de un edificio de oficinas de cristal que había delante del hotel y cuyos despachos estaban encendidos mientras un ejército de limpiadoras portorriqueñas, mexicanas, dominicanas y demás pasaba las fregonas por los suelos y las gamuzas por las mesas. Parecía que habían aplicado a la realidad un corte desde el que se podía apreciar la vida humana como en el corte de un hormiguero puedes apreciar la de las hormigas. En el piso tercero, un encargado blanco acosaba sexualmente a una limpiadora negra. El mundo.

María José se despertó a las nueve de la mañana.

—¿Qué haces? —preguntó al verme sentado en la butaca, con los pies sobre el borde de la cama y los ojos abiertos al futuro.

—Se me ha aparecido una novela —dije—, una novela que escribiré dentro de unos años, todavía no estoy preparado, y que se titulará
Tonto, muerto, bastardo e invisible.

—¿Y qué hora es?

—Son las nueve.

Entró corriendo en el baño y salió al poco medio recompuesta. Le pregunté si quería desayunar, yo la invitaba en mi hotel de la calle 42 de Nueva York, todo pagado por la Universidad de Columbia, pero me dijo que no, que la acompañara si quería a la estación (Grand Central), que estaba allí mismo, a cuatro calles, porque se le había hecho tarde para algo. Estaba seca, desabrida, brusca, antipática, intratable, quizá se arrepentía de haber llorado o de haber dormido o de haberme escuchado, quizá se arrepentía de trabajar en Columbia.

Nos despedimos en la puerta de la estación, con dos besos por persona, y yo regresé al hotel despacio, mientras las aceras se llenaban de gente y revivían los escaparates de las tiendas. Fue entonces cuando noté que estaba ocurriendo algo que al principio no supe distinguir, algo como un murmullo, un rumor, un enjambre de abejas… Me detuve para poner todos mis sentidos al servicio de la percepción, miré a mi alrededor y comprendí que estaba viendo la Calle, o sea, el mundo, y que yo me encontraba dentro de él. Sin dejar de estar en Nueva York, lo que era evidente, estaba en mi calle, en la calle de Canillas del barrio de la Prosperidad, en Madrid, observando desde la bodega del padre del Vitaminas la realidad, que era exactamente así. Mi calle era todas las calles. Volví al hotel y estuve escribiendo tres o cuatro horas seguidas en la cafetería, mientras la gente pasaba por la calle.

Al mediodía regresé a la estación, me coloqué en una parte alta del vestíbulo y vi el mundo. Entonces me acordé de que alguien me había recomendado que visitara el Oyster Bar, un establecimiento subterráneo que hay en esa estación donde se sirven las mejores ostras de Nueva York. Bajé y me quedé atónito. En aquella especie de refugio atómico, sentados en bancos corridos, una multitud subterránea consumía ostras y cerveza con una dedicación enfermiza. La escena me trajo a la memoria un día que arranqué la corteza de un árbol muerto y sorprendí a un grupo de escarabajos en plena actividad existencial. El Oyster Bar tenía algo profundamente biológico, pese a las carteras de piel colocadas al lado de sus dueños y las corbatas. Aquello era de nuevo el mundo, es decir, la Calle.

No volvería a tener noticias de María José hasta tres o cuatro años más tarde. Su padre había muerto y al hurgar entre sus pertenencias había encontrado el cuaderno de notas del Vitaminas, que me hizo llegar a través de mi editorial, junto a una carta en la que justificaba su envío asegurando que aquel cuaderno me pertenecía más a mí que a ella, lo que era evidente. Me decía también que, dada por finalizada su experiencia americana, impartía clases de literatura española para extranjeros en una universidad norteamericana con sede en Madrid. Finalmente, me pedía ayuda para conectar con el mundo editorial, que le interesaba más que el de la enseñanza.

Eché un vistazo al cuaderno del Vitaminas, cuya prosa me pareció admirable. Su capacidad de observación sólo estaba a la altura de su imparcialidad. Era preciso como un bisturí (eléctrico) y neutro como un atestado policial. «El hijo del droguero», decía una de sus notas, «se peina a veces con la raya a la izquierda y a veces con la raya a la derecha. A veces, con el pelo hacia atrás». O bien: «Cuando Ricardo, el de la Guzzi, vuelve de trabajar a las siete y media de la tarde, una mujer del tercer piso sacude una alfombra pequeña por la ventana.» O bien: «Siempre que el fontanero pasa en su moto con una taza de retrete en el sidecar, el carbonero coloca en la acera, frente a su tienda, una carretilla con leña menuda.»

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