El mundo (18 page)

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Authors: Juan José Millás

BOOK: El mundo
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Recuerdo las sensaciones físicas que sufría el personaje de la novela al descubrir el secreto de su vida, porque yo las padecía al mismo tiempo que él, como si al conocer su historia estuviera acercándome peligrosamente a la mía. No he olvidado el temblor de mis manos cada vez que pasaba una página ni las alteraciones que la emoción producía en la superficie de mi piel y en el ritmo de mi respiración. Aquella revista, que tenía por cierto la forma de un libro, se convirtió en el único objeto no opaco de cuanto me rodeaba. Más aún: estaba poseído por una extraña transparencia, pues mientras leía me era dado ver físicamente al hombre que, sentado en el borde de la cama de su difunta madre, pasaba un recorte tras otro del periódico al tiempo que la sangre se retiraba de su rostro y la boca se le quedaba seca. Podía verlo leyendo una entrevista en la que su madre verdadera relataba cómo eran sus días hora a hora, minuto a minuto, segundo a segundo, esperando que se produjera una llamada, rezando para que llegara una carta, implorando que apareciera una señal. La madre verdadera venía fotografiada en varias ocasiones. Era una mujer joven, guapa, bien vestida, serena y muy educada en su dolor. En algún momento, tomando como buena la hipótesis (una entre tantas) de que podía haber llevado a cabo el rapto una mujer sin hijos, se dirigía a la secuestradora pidiéndole que intentara imaginar su sufrimiento y asegurándole que serían generosos con ella si devolvía a la criatura. Podía ver las fotos del padre, un hombre mayor que la madre o quizá envejecido por la barba que ocultaba su mentón y por el sufrimiento de aquellos días. Me era dado asistir de un modo extraño a la llegada de la noche en aquella casa donde la herida provocada por la ausencia del bebé se manifestaba como un desgarrón insoportable. Podía contemplar a aquella mujer dando vueltas entre las sábanas, presa de una desesperación trágica, pero noble, con la dignidad que proporcionaban los muebles de estilo, profusamente descritos en las páginas de la novela, y las figuras de porcelana que velaban su insomnio. ¿Cómo era posible que, habiendo sólo letras, yo viera solamente imágenes?

Pero al mismo tiempo, arrastrado por el itinerario emocional del personaje del relato, veía también a la secuestradora (la falsa madre) pasar por delante del establecimiento a cuya puerta se encontraba el cochecito con el niño. La veía detenerse y contemplar embelesada al crío, que quizá en ese instante movía seductoramente los brazos en dirección a ella. La veía mirar al interior de la panadería, dudar unos instantes, y finalmente empujar el cochecito con naturalidad, como si fuera suyo. La veía ahora, una vez recorridos los primeros metros, apresurarse para alejarse de la zona. La veía tomando al niño en sus brazos y abandonando el cochecito en el callejón en el que más tarde lo hallaría la policía. La veía llegando al portal de su modesta casa, subir las escaleras corriendo, para evitar el encuentro con algún vecino. La veía entrar jadeando en su morada, un ático de una sola pieza con la pintura de las paredes desconchada y la cama revuelta. Veía a la secuestradora depositar al niño sobre esa cama. La veía desnudarlo para adorarlo entero y hacerse cargo de la posesión sentimental que acababa de adquirir. La veía comprando biberones con cara de sospechosa, cada día en una farmacia distinta, siempre muy alejadas del barrio donde se había producido el secuestro. La veía urdiendo planes sucesivos para inscribir el bebé a su nombre sin ser descubierta. La veía cambiando de barrio primero, de ciudad después, la veía fingiendo un embarazo, un parto. La veía sacando adelante al niño con un esfuerzo heroico, fregando escaleras, cosiendo prendas ajenas hasta altas horas de la noche. Podía ver al crío crecer alrededor del cesto de costura, de la máquina de coser. Podía verle preguntar a su madre por qué no tenía padre. Podía escuchar la explicación de la secuestradora, según la cual su padre había muerto en la guerra, en cualquier guerra, siempre había una a la que imputar las desapariciones de los hombres. Podía, en fin, hacerme cargo de aquellas vidas imaginarias como si fueran reales, pese a que transcurrían en un país y en un tiempo que yo no conocía. Pero podía, sobre todo, seguir el proceso mental por el que el personaje del relato va comprendiendo, a medida que lee aquellos recortes de prensa, por qué había tenido durante toda su vida aquella sensación de extrañeza respecto a cuanto le rodeaba. Él no era de allí, él pertenecía a otro mundo del que había sido arrebatado. No sé de qué forma misteriosa yo hacía mío aquel proceso cuando le veía levantarse atónito de la cama de su falsa madre y caminar con uno de los recortes del periódico en la mano para comparar, frente al espejo, las facciones de su rostro con las de sus verdaderos padres. Y es que, sorprendentemente, el que se levantaba de la cama y se acercaba al espejo era yo. Y yo el que en los días posteriores a aquel hallazgo viajaba hasta la ciudad en la que vivían los verdaderos padres del personaje (mis verdaderos padres) y merodeaba por los alrededores de su casa para verlos salir. Era yo el que me asombraba de la vida que podía haber llevado si las cosas no se hubieran torcido de aquel modo. Yo el que pensaba la manera de abordar a mi verdadera madre —ya una anciana— para decirle he regresado, madre, soy tu hijo. Sin dejar de vivir en un mundo completamente opaco, puesto que todo mi cuerpo permanecía en él, me había trasladado increíblemente a los espacios del relato. ¿Cómo era posible?

Fue una experiencia demoledora. Salí de la novela transformado, salí, sin que nadie se hubiera dado cuenta, convertido en un lector. Y en un bastardo, pues seguramente tampoco yo era hijo de mis padres. Es cierto que me parecía a mi madre, pero entonces vino en mi ayuda una de las palabras que más influencia han tenido en mi vida: mimetismo. Había cerca de casa una mujer con el rostro idéntico al de su perro, lo que mis padres explicaban por un fenómeno según el cual las cosas próximas tendían a establecer semejanzas y que recibía el nombre de mimetismo. Quedaba el problema del secuestro, pues no resultaba verosímil imaginar a mi madre secuestrando un niño, cuando los tenía a pares, a menos que tenerlos a pares constituyera una enfermedad mental.

Aquél fue un relato fundacional en muchos sentidos, también en el de mi obsesión posterior por la paternidad (una variante de la autoría), de cuyo asunto me ocupé profusamente en
Dos mujeres en Praga.
Durante una época, además de acumular dudas sobre mi filiación, adapté el relato del
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a mi propia historia, de manera que me convertí simultáneamente en su protagonista y en su autor, cosas ambas improbables si pensamos que por aquella época tendría doce o trece años y que el verdadero autor era de nacionalidad norteamericana (no recuerdo su nombre). A partir de ese instante, hacía mío cada relato que leía y que me cautivaba. En cierto modo, hacía con ellos, con los relatos, lo mismo que la mujer de la novela con el bebé: los raptaba, me los llevaba a casa y los alimentaba cada día con una pasión enfermiza, como si yo fuera su padre. Si había gente dispuesta a cualquier cosa por tener hijos, yo estaba dispuesto a pagar cualquier precio por tener relatos. Llegué a tener ocho o nueve en muy poco tiempo (los hijos, curiosamente, que tenía mi madre). Lo que quiere decir que pasé de no leer nada a leerlo absolutamente todo. Y la lectura se convirtió en una grieta por la que podía escapar de aquella familia, de aquella calle, de aquel barrio, de aquella opacidad.

También fantaseé con la idea de que mis padres, en vez de haber tenido nueve hijos, una cantidad a todas luces inviable, hubieran tenido sólo uno, que era yo. Entonces éramos una familia feliz, sin los problemas económicos que al parecer estaban en el origen de todos los demás (la infraestructura y la superestructura). Mis padres se amaban y me amaban y yo les correspondía a mi vez siendo un estudiante modelo, pues en esa situación de hijo único gozaba de una habitación propia y de una mesa propia, con un cajón para mí solo, donde no me costaba trabajo estudiar. El chico de la granada de mano («mi casa es de mucho lujo») era hijo único, lo que se percibía en su modo de vestir y de hablar y de andar y de sentarse. En aquella época el hijo único era una rareza, pero tampoco eran comunes las familias de nueve. Entre nueve y uno había estados intermedios que también exploré fantásticamente, aunque el hecho de tener que elegir a qué hermanos liquidar y a cuáles no, me creaba enormes problemas de conciencia. Cuando la culpa alcanzaba un nivel insoportable, le daba la vuelta a la situación e imaginaba que yo era el único de mis hermanos que no había nacido (una boca menos era una boca menos). Entonces me pensaba a mí mismo sin nacer, llevando una existencia fantasmal dentro de la familia. Me levantaba con ellos, iba al colegio con ellos, comía con ellos, pero desde una condición en la que los dramas familiares no me afectaban porque no había nacido. Mi hermano mayor y mi padre empezaron a tener por entonces discusiones muy violentas que me proporcionaban más pánico, si cabe, que las peleas entre mi padre y mi madre.

Pero cuando lograba convencerme de que no había nacido, aquellas situaciones me daban igual. Las contemplaba con una neutralidad que ahora, con la perspectiva que da el tiempo, me parece una neutralidad atroz, aunque normal en alguien sin nacer.

Con el tiempo, buscando las sucesivas variantes de esta idea, imaginé la historia de un matrimonio que había tenido un hijo y no había tenido ocho. De alguna manera que entonces me pareció verosímil, lograba que los ocho hijos que no habían nacido guardaran alguna relación entre sí y con el que había nacido. Creé de este modo una familia con nueve hijos, ocho de los cuales carecían de existencia, lo que resultaba muy beneficioso desde el punto de vista de la economía.

Recuerdo haber leído, en el
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también, la historia de un tipo que un día, al volver del trabajo, sufre en medio de la calle un ataque de amnesia y olvida quién es. El hombre no lleva la documentación encima, por lo que acude, para solicitar ayuda, a una comisaría donde, tras un breve interrogatorio que no proporciona ningún resultado, lo conducen a un lugar lleno de gente con el mismo problema. Se trata de una especie de barrio por el que las personas deambulan sin saber quiénes son. Fuera de eso, llevan una vida normal, con intercambios económicos y sentimentales que reproducen el mundo del que proceden. En un momento dado el protagonista del relato recupera la memoria, pero no se lo dice a nadie, pues ha observado que a quienes la recuperan los dan de alta y los llevan al mundo anterior (y exterior), que era más áspero que el actual. Desde esta situación, en seguida descubre que hay más gente que finge continuar amnésica para no hacerse cargo de las servidumbres de su vida pasada. Me identifiqué mucho con aquel personaje, pues también para mí habría sido un privilegio olvidarme de quién era. Más de una vez, al pasar cerca de una comisaría, estuve a punto de entrar y decir que había perdido la memoria, pero me faltó valor.

Hubo todavía otro relato, también relacionado con la paternidad, que me marcó profundamente. Empezaba con la historia de un individuo que ha perdido a su único hijo en un accidente y cuya esposa ha enloquecido de dolor hasta el punto de acabar en el psiquiátrico. Un día, en el restaurante cercano a su trabajo, donde suele comer solo, se acerca a saludarlo una chica que se presenta como la novia del hijo muerto. El hombre tenía un conocimiento vago de la existencia de aquella joven por la que, dadas las relaciones más bien distantes que guardaba con su hijo, no había mostrado ningún interés. Ahora, al verla delante de sí, la identifica con una de las presencias dolorosas que le habían llamado la atención en el entierro y de la que más tarde, al ordenar las pertenencias del difunto, encontraría varias fotos con las que no supo qué hacer. El autor del relato, que describía profusamente el aspecto de la chica, decía de ella que tenía una nariz aguileña, por lo que busqué esta palabra en el diccionario, resultando significar «del águila o con algunas características de este animal». Al principio me costaba imaginar a una mujer con la nariz aguileña hasta que descubrí que precisamente la de mi madre era de este tipo. Entonces admiré la pertinencia con la que estaba utilizado el término, aunque siempre que recuerdo al personaje de aquel relato me viene a la memoria como si tuviera no sólo la nariz, sino todo el rostro de águila, quizá porque de los ojos decía el narrador que eran pequeños y perspicaces (también tuve que buscar esta palabra, perspicaz). El resto de la descripción proporcionaba la imagen de una chica voluntariosa, pero desvalida también, desamparada, sola… Estas contradicciones funcionaban increíblemente bien, pues transmitían una imagen moral compleja de la que el lector quedaba prendido.

Y no sólo el lector, sino el protagonista de la novela, el padre del difunto, que invitaba a la chica a sentarse a tomar un café. La conversación con ella le da una idea de la magnitud del desencuentro permanente que había vivido con su hijo. En realidad no sabía nada de él, pero a través de su novia descubre a un joven lleno de vida, de intereses, repleto de inquietudes que en cierto modo le recuerdan las de su propia juventud. Siente entonces una nostalgia brutal de aquel hijo, lamentando no haberse acercado a él en vida y, antes de que la joven se despida, la invita a ir un día a su casa para recoger las fotos que de ella había allí y elegir, como recuerdo, algún objeto del que fuera su novio.

Pocos días más tarde, tal como habían quedado, la chica acude al domicilio del padre de su novio. Recuerdo aquel encuentro como si hubiera estado presente en él. Todavía puedo ver el vestíbulo de la casa del hombre, amueblado con «elegancia y rigor» (así se describía). Puedo ver el pasillo por el que el hombre maduro y la joven avanzan en dirección a una especie de biblioteca donde él ha dispuesto las pertenencias de su hijo para que la chica elija la que más le guste. Veo, como si lo tuviera delante de los ojos, el sillón orejero forrado en piel y las vitrinas con los libros ordenados por materias al otro lado del cristal. Veo la tensión sexual que hay en el ambiente como si la padeciera yo, como si yo fuera al mismo tiempo el hombre y la mujer. Yo la habría abordado, habría abordado sexualmente a la chica, sin ninguna duda, pero el personaje de la novela no, decepcionando de este modo al lector, que espera que lo haga. Comprendí que se trataba de una decepción estratégica y que la literatura, como leería años más tarde, era una «espera decepcionada» (la misma definición que da Bergson del humor). Lo mejor de la novela era que a partir de entonces el hombre comienza a velar por la chica sin que ésta se entere de que tiene un ángel de la guarda. A mí me habría gustado que alguien velara por mí de aquel modo.

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