La comprensión humana no es simple luz sino que recibe infusión de la voluntad y los afectos; de donde proceden ciencias que pueden llamarse «ciencias a discreción». Porque el hombre cree con más disposición lo que preferiría que fuera cierto. En consecuencia rechaza cosas difíciles por impaciencia en la investigación; silencia cosas, porque reducen las esperanzas; lo más profundo de la naturaleza, por superstición; la luz de la experiencia, por arrogancia y orgullo; cosas no creídas comúnmente, por deferencia a la opinión del vulgo. Son pues innumerables los caminos, y a veces imperceptibles, en que los afectos colorean e infectan la comprensión.
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RANCIS
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ACON
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Novum Organon
(1620)
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is padres murieron hace años. Yo estaba muy unido a ellos. Todavía los echo terriblemente de menos. Sé que siempre será así. Anhelo creer que su esencia, sus personalidades, lo que tanto amé de ellos, existe —real y verdaderamente— en alguna otra parte. No pediría mucho, sólo cinco o diez minutos al año, por ejemplo, para hablarles de sus nietos, para ponerlos al día de las últimas novedades, para recordarles que los quiero. Hay una parte de mí —por muy infantil que suene— que se pregunta dónde estarán. «¿Os va todo bien?», me gustaría preguntarles. La última palabra que se me ocurrió decirle a mi padre en el momento de su muerte fue: «Cuídate.»
A veces sueño que hablo con mis padres y, de pronto, inmerso todavía, en el funcionamiento del sueño, se apodera de mí la abrumadora constatación de que en realidad no murieron, que todo ha sido una especie de error horrible. En fin, están aquí, sanos y salvos, mi padre contando chistes malos, mi madre aconsejándome con total seriedad que me ponga una bufanda porque hace mucho frío. Cuando me despierto emprendo un breve proceso de lamentación. Sencillamente, algo dentro de mí se afana por creer en la vida después de la muerte. Y no tiene el más mínimo interés en saber si hay alguna prueba contundente de que exista.
Así pues, no me río de la mujer que visita la tumba de su marido y habla con él de vez en cuando, quizá en el aniversario de su muerte. No es difícil de entender. Y, si tengo dificultades con el estado ontológico de la persona con quien habla, no importa. No se trata de eso. Se trata de que los humanos se comportan como humanos. Más de un tercio de los adultos de Estados Unidos cree que ha establecido contacto a algún nivel con los muertos. Los números parecen haber aumentado un quince por ciento entre 1977 y 1988. Un cuarto de los americanos creen en la reencarnación.
Pero eso no significa que esté dispuesto a aceptar las pretensiones de un «médium» que declara comunicarse con los espíritus de los seres queridos difuntos, cuando soy consciente de que en esta práctica abunda el fraude. Sé hasta qué punto deseo creer que mis padres sólo han abandonado la envoltura de sus cuerpos, como los insectos o serpientes que mudan, y han ido a otro sitio. Entiendo que esos sentimientos pueden hacerme presa fácil de un timo poco elaborado; como también a personas normales poco familiarizadas con su inconsciente o aquellas que sufren un trastorno psiquiátrico disociativo. De mala gana recurro a mis reservas de escepticismo.
¿Cómo es, me pregunto, que los canalizadores nunca nos dan una información verificable que no se pueda alcanzar de otro modo? ¿Por qué Alejandro Magno nunca nos habla de la localización exacta de su tumba, Fermat de su último teorema, John Wilkes Booth de la conspiración para asesinar a Lincoln o Hermann Goering del incendio del Reichstag? ¿Por qué Sófocles, Demócrito y Aristarco no nos dictan sus libros perdidos? ¿Acaso no desean que las generaciones futuras tengan acceso a sus obras maestras?
Si se anunciara alguna prueba consistente de que hay vida después de la muerte, yo la examinaría ansioso; pero tendría que tratarse de datos científicos reales, no meramente anecdóticos. Como con «la Cara» de Marte y las abducciones por extraterrestres, repito que es mejor la verdad por dura que sea que una fantasía consoladora. Y, a la hora de la verdad, los hechos suelen ser más reconfortantes que la fantasía.
La premisa fundamental de la «canalización», el espiritualismo y otras formas de necromancia es que no morimos cuando morimos. No exactamente. Alguna parte del pensamiento, de los sentimientos y del recuerdo continúa. Este lo que sea —una alma o espíritu, ni materia ni energía, sino algo más— puede, se nos dice, volver a entrar en cuerpos de humanos y otros seres en el futuro, y así la muerte ya no es tan punzante. Lo que es más, si las opiniones del espiritualismo o canalización son ciertas, tenemos la oportunidad de establecer contacto con nuestros seres queridos fallecidos.
J. Z. Knight, del estado de Washington, afirma que está en contacto con alguien de 35000 años de edad llamado «Ramtha». Habla muy bien el inglés, a través de la lengua, los labios y las cuerdas vocales de Knight, produciendo lo que a mí me suena como un acento del Raj indio. Como la mayoría de la gente sabe hablar, y muchos —desde niños hasta actores profesionales— tienen un repertorio de voces a sus órdenes, la hipótesis más sencilla es que la señora Knight hace hablar a Ramtha por su cuenta y no tiene contacto con entidades incorpóreas de la era glacial del pleistoceno. Si hay alguna prueba de lo contrario, me encantaría oírla. Sería bastante más impresionante que Ramtha pudiera hablar por sí mismo, sin la ayuda de la boca de la señora Knight. Si no, ¿cómo podríamos comprobar la afirmación? (La actriz Shirley McLaine atestigua que Ramtha era su hermano en la Atlántida, pero ésa es otra historia.)
Supongamos que pudiera someterse a Ramtha a un interrogatorio. ¿Podríamos verificar que es quien dice ser? ¿Cómo sabe que ha vivido 35 000 años, aunque sea aproximadamente? ¿Qué calendario emplea? ¿Quién mantiene el hilo de los siglos intermedios? ¿Treinta y cinco mil más o menos qué? ¿Cómo eran las cosas hace 35 000 años? O bien Ramtha tiene realmente 35 000 años, en cuyo caso descubrimos algo sobre aquella época, o bien es un farsante y meterá la pata (aunque en realidad será ella quien lo haga).
¿Dónde vivía Ramtha? (Sé que habla inglés con acento indio, pero ¿dónde hablaban así hace 35 000 años?) ¿Qué clima había? ¿Qué comía Ramtha? (Los arqueólogos tienen alguna idea de qué comía entonces la gente.) ¿Cuáles eran las lenguas indígenas y la estructura social? ¿Con quién vivía Ramtha: esposa, esposas, hijos, nietos? ¿Cuál era el ciclo de vida, la tasa de mortalidad infantil, la esperanza de vida? ¿Tenían un control de natalidad? ¿Qué ropa llevaban? ¿Cómo se fabricaban las telas? ¿Cuáles eran los depredadores más peligrosos? ¿Utensilios y estrategias de caza y pesca? ¿Armas? ¿Sexismo endémico? ¿Xenofobia y etnocentrismo? Y si Ramtha viniese de la «gran civilización» de la Atlántida, ¿dónde están los detalles lingüísticos, históricos, tecnológicos y demás? ¿Cómo escribían? Que nos lo diga. En cambio, sólo se nos ofrecen homilías banales.
Aquí hay, para tomar otro ejemplo, una serie de informaciones canalizadas no a través de una persona anciana muerta, sino de entidades no humanas desconocidas que hacen círculos en los cultivos, tal como la registró el periodista Jim Schnabel:
Nos produce ansiedad esta nación pecadora que esparce mentiras sobre nosotros. No venimos en máquinas, no aterrizamos en vuestra tierra en máquinas... Venimos como el viento. Somos la Fuerza de Vida. Fuerza de Vida que procede de la tierra... Venid... Estamos sólo a un soplo de aire... a un soplo de aire... no a un millón de kilómetros... una Fuerza de Vida que es mayor que las energías de tu cuerpo. Pero nos encontramos en un nivel de vida superior... No necesitamos nombre. Somos paralelos a vuestro mundo, junto a vuestro mundo... Los muros han caído. Dos hombres se levantarán del pasado... el gran oso... el mundo estará en paz.
La gente presta atención a esas fantasías pueriles sobre todo porque prometen algo parecido a la religión de otros tiempos, especialmente vida después de la muerte, incluso vida eterna.
Un panorama muy diferente de algo parecido a la vida eterna es el que propuso en una ocasión el versátil científico británico J. B. S. Haldane que, entre muchas otras cosas, fue uno de los fundadores de la genética de poblaciones. Haldane imaginaba un futuro lejano en el que las estrellas se habrían apagado y el espacio estaría lleno principalmente de gas frío y poco denso. Sin embargo, si esperamos lo suficiente, se producirán fluctuaciones estadísticas en la densidad de este gas. Durante inmensos períodos de tiempo, las fluctuaciones serán suficientes para reconstituir un universo parecido al nuestro. Si el universo es infinitamente viejo, habrá un número infinito de reconstituciones así, señalaba Haldane.
Así pues, en un universo infinitamente viejo con un número infinito de apariciones de galaxias, estrellas, planetas y vida, debe reaparecer una Tierra idéntica en la que nos reuniremos con nuestros seres queridos. Podré volver a ver a mis padres y presentarles a los nietos que nunca conocieron. Y todo eso no ocurrirá una vez, sino un número infinito de veces.
De algún modo, sin embargo, eso no llega a ofrecer el consuelo de la religión. Si ninguno de nosotros va a tener ningún recuerdo de lo que ocurrió
esta
vez, del tiempo que estamos compartiendo el lector y yo, las satisfacciones de la resurrección corporal suenan huecas, al menos a mis oídos.
Pero en esta reflexión he infravalorado lo que significa la infinidad. En el cuadro de Haldane habrá universos, ciertamente un número infinito de ellos, en el que nuestros cerebros tendrán un recuerdo pleno de muchos combates previos. La satisfacción está a nuestro alcance, aunque templada por la idea de todos los otros universos que también entrarán en existencia (nuevamente, no una sino un número infinito de veces) con tragedias y horrores que superarán en mucho todo lo que hemos experimentado esta vez.