Muchos miraban con curiosidad al obispo. Hacía sólo tres meses que había sido entronizado y aquélla sería la primera vez que celebraba la misa de Navidad en su propia catedral, con sus feligreses, entre quienes despertaba sentimientos encontrados. Su predecesor había sido muy polémico: detestado por los conservadores dentro y fuera del seno de la Iglesia, y muy admirado por los liberales. Ashton procedía del sector evangélico de la Iglesia y estaba muy vinculado al arzobispo Carey. Se oponía a la ordenación de las mujeres, rechazaba la sola idea de que pudiera existir homosexualidad entre el clero y se había consagrado a revitalizar la influencia cristiana en una época materialista.
Poco después de su entronización, el obispo pronunció un sermón muy comentado en la prensa y que amenazaba con convertirlo en un personaje tan polémico como su predecesor. Decía que en los países musulmanes las minorías cristianas se hallaban sometidas a estrictas limitaciones. Las misiones internacionales musulmanas ponían especial empeño en convertir a coptos, armenios, sirios y maronitas. El obispo condenó tales actividades, aduciendo que si a los cristianos no se les concedía una libertad religiosa plena en países como Egipto, Irán y Siria, los musulmanes británicos podrían ver, asimismo, limitadas sus libertades. El sermón fue condenado por los líderes musulmanes de Bradford, Manchester, Londres y otras ciudades.
El coro acababa de cantar la primera estrofa.
Porque Él es nuestro modelo de infancia,
creció día a día como nosotros.
Era pequeño, débil e indefenso,
y como nosotros supo de sonrisas y lágrimas.
Justo por donde pasaban los últimos integrantes de la procesión, hacia el centro de la nave, un hombre salió de uno de los bancos del lado sur de la iglesia y se dirigió hacia la procesión. Sólo unas pocas personas repararon en él. Se plantó frente al obispo y le obligó a detenerse. El coro, sin advertir lo que sucedía, siguió cantando con una armonía casi sobrenatural.
Nuestros ojos lo verán al fin
a través de su amor redentor…
—¿Qué significa esto? —preguntó el obispo—. ¿Qué quiere? Si tiene que hablar conmigo, venga después de la misa. Debo seguir en la procesión.
El extraño negó con la cabeza. Llevaba algo en la mano derecha. Musitó unas palabras ininteligibles. En los bancos más próximos se alzaron algunas voces, un murmullo de perplejidad y sorpresa.
—Por favor —dijo el obispo—, debe usted hacerse a un lado. Yo…
Entonces se oyó una detonación que resonó como un trueno en la enorme iglesia. El eco retumbó una y otra vez entre las enormes y labradas columnas de la nave. Las voces de los muchachos del coro se fueron ahogando. Alguien gritó. El obispo había caído de rodillas, como si orase. Entonces se produjo un segundo disparo y se desplomó hacia atrás. Ya no volvió a moverse. Nadie se movió. Por un instante, la iglesia pareció un enorme cuadro iluminado por la luz de las velas.
El asesino del obispo se metió el cañón de la pistola en la boca, respiró profundamente y disparó.
Levantaré un poderoso muro entre vosotros y ellos
.
Corán, 18,95
L
levaban tres días en el almacén. Las cosas se habían tranquilizado un poco desde entonces, pero empezaba a ser peligroso y ella sabía que pronto tendrían que marcharse de allí.
Había escapado de milagro la primera noche. Butrus había ido a buscarla bastante después de medianoche; había entrado por una puerta trasera. Butrus estaba al corriente de la desaparición de Megdi y los destrozos en el despacho de Aisha. Se la llevó con él a su apartamento, dando mil rodeos para despistar a posibles perseguidores. Ella no había discutido. ¿Para qué, después de lo que había visto en la tumba y en su despacho?
Al volver al apartamento de Aisha, una hora antes de amanecer vio luz en una ventana y sombras de extraños tras la persiana. Amenazaba tormenta y ella notaba una opresión en el pecho. Butrus le apretaba la mano casi como un amante y se perdieron entre las sombras buscando un lugar donde ocultarse.
Aquella mañana no volvieron al apartamento de Misr al-Jadida donde vivía Butrus, sino que fueron a casa de los padres de éste, a varias manzanas de allí. La encontraron vacía. Luego, un amigo les dijo que un grupo de
muhtasibin
se había presentado en plena noche y se había llevado al anciano matrimonio. Quizás estuvieran en la cárcel, o muertos; nadie lo sabía.
Ella sacó un cigarrillo del bolsillo y lo encendió. Le tembló la mano ligeramente al hacerlo y la llama ondeó suavemente. Apagó la cerilla y la tiró al suelo. El sonido de la cerilla al rozar el rascador de la caja y el insignificante crepitar de la tenue llama fue lo único que se oyó en una hora. Estaba todo muy silencioso, rebosaba ansiedad. No, ansiedad no. Era pánico.
Desistieron de refugiarse en el campo. En los pueblos se pasa menos inadvertido. Nadie está a salvo de la mirada de los curiosos ni de los chismorreos. Ella tenía parientes en el Delta, en un pueblo llamado Tuj al-Aqlam, pero, aunque pudiera confiar en ellos, ¿qué ocurriría con los vecinos? Ahora había entrometidos santurrones por todas partes y en muchos pueblos había imanes que no dejaban de meter las narices en la vida privada de todo el mundo. En un pueblo no habrían durado ni una semana.
La ciudad tenía la ventaja del anonimato, pero había que espabilarse para seguir oculto y con vida. Por suerte para ellos, Butrus era copto y, además, conocía a miembros del ala militante del joven movimiento copto dispuestos a esconderles durante uno o dos días. Aunque tenían que cambiar continuamente de domicilio y estar muy alerta.
Aisha no le había contado aún a Butrus nada de Michael: lo que realmente significaba para ella, las esperanzas que tenía puestas en él, si es que le quedaba alguna esperanza. Butrus le conocía, por supuesto, y ella creía que siempre había estado algo celoso. Butrus era soltero y, que ella supiese, sin compromiso. Durante los tres años que habían trabajado juntos, nunca la invitó a salir. No era sorprendente. Los cristianos se abstenían de acercarse a las musulmanas porque la relación con ellas no sólo era imprudente, sino sumamente peligrosa.
Pero ella sabía que la miraba cuando creía que no lo advertía. Estaba siempre pendiente de sus idas y venidas, recordaba el día de su cumpleaños, observaba su talante y sabía cómo le gustaba el café. Por eso recurrió a él al saberse en peligro. Y tenía sentimiento de culpabilidad por aprovecharse de él, por traicionar el amor, el deseo o lo que él sintiese por ella.
Su amor por Michael no era excluyente, por supuesto. No era una barrera que la aislase de cualquier otro afecto ni que le impidiese pensar en sí misma. Pero, de momento, era lo único que se interponía entre ella y la desesperación, la amenaza de todas las mujeres de su posición. Desesperación del pasado, con sus velos y sus féretros, que las enviaba a la tumba sin una queja. Desesperación del futuro, con unas opciones que no eran tales: matrimonio sin amor o fornicación sin seguridad.
Se fumó el cigarrillo lentamente, saboreándolo, sabedora de que podía ser el último en mucho tiempo. El almacén era de un amigo de Butrus, un pintor llamado Salama Bustani, que lo utilizaba como estudio y, en ocasiones, como vivienda. Originariamente fue un almacén de salazones, y el agrio olor a
turshi
seguía impregnando el ambiente, mezclado ahora con el olor a pinturas acrílicas y al óleo y a disolvente. El suelo estaba alfombrado de pepitas de sandía. Salama no era una persona muy cuidadosa.
Las desnudas paredes estaban cubiertas con sus telas, formas monstruosas que sus escasos amigos admiraban y sus detractores consideraban una porquería. Se inspiraba en la imaginería religiosa, sobre todo en las imágenes de los santos, en la fijeza de sus ojos y en sus tensas bocas, nunca sonrientes. En sus pinturas, pálidos mártires y eremitas aparecían con formas de animales provistos de cuernos, cola y alas, con miradas lujuriosas y cuerpos arcillosos en lugar de policromados. Pero poseían una singular grandeza que Aisha empezaba a comprender.
Sólo había visto una vez al pintor desde que llegaron. Se estrecharon la mano e intercambiaron unas palabras. Ahora deseaba verle de nuevo, preguntarle por qué pintaba imágenes tan repulsivas y de mirada tan tierna. La noche anterior había soñado con Salama y el sueño seguía aún vivo en su mente: estaba desnudo; ambos estaban desnudos; su piel brillaba y la poseía frenéticamente, agitando la cola y las alas.
Se estremeció y desechó el recuerdo del sueño. Entonces se abrió la puerta y entró Butrus.
—Esto va de mal en peor —dijo meneando la cabeza—. Están acosando a la gente. Anoche vinieron a por Marqus.
Habían estado allí hacía cuatro noches, antes de que se instalaran en el almacén.
—¿Crees que…?
—No —repuso Butrus negando con la cabeza—. No es a nosotros a quienes buscan, pero ahora todos corremos peligro. Tenemos que quedarnos aquí otra noche.
—¿Por qué no nos vamos ya? Dijiste que más de dos noches en el mismo lugar es peligroso y llevamos aquí tres.
—Ya lo sé, pero no he encontrado otro sitio adonde ir. La gente está acobardada y no la culpo. Han…
Butrus parecía no atreverse a seguir. Apartó la mirada del rostro de Aisha y la dirigió a la pared de detrás. Estaba visiblemente turbado.
—¿Qué pasa?
—Han preguntado por mí. Querían saber si alguien me había visto o si sabía dónde podía estar. Me ha dicho un amigo que ofrecían dinero, mucho dinero, a cualquiera que les informase de mi paradero. Y puede que hayan preguntado también por ti.
La noticia acabó de decidirla, aunque vacilase en decirlo. Era una pequeñez y, sin embargo, a ella se le antojaba una traición en toda regla. Como ponerse en manos de Butrus. Ponerse ella y poner a Michael en manos de Butrus.
Pero, si no se lo decía…
—Butrus —le dijo—, tenemos que encontrar a Michael. Él podrá ayudarnos a salir de Egipto.
—Decirlo es muy fácil. Todas las fronteras están cerradas. Nadie puede entrar ni salir.
—Pues entonces tendremos que salir clandestinamente. Escucha…
Y se lo contó todo. Sobre Michael, su tapadera y cuál había sido su trabajo tiempo atrás. Butrus la escuchó impasible, pero ella advirtió su desaprobación. Como la mayoría de los jóvenes coptos, Butrus era un ferviente nacionalista que amaba Egipto y deseaba su verdadera independencia. Detestaba al presente régimen. Detestaba cualquier régimen que discriminase a los suyos, pero los agentes secretos que operaban en suelo egipcio le inspiraban algo peor: odio.
—Ya no es agente, Butrus. Dimitió hace años, pero todavía tiene contactos —dijo Aisha, sin contarle lo que Michael había ido a hacer a Alejandría—. Él puede ayudarnos. Tenemos que encontrarle.
Butrus meneó la cabeza lentamente. Aisha percibía su cólera. Estaba visiblemente acalorado y, sin embargo, transmitía una sensación de frialdad.
—No quiero ayuda de los británicos —dijo—. Es lo único decente de nuestra historia moderna: haber echado a los británicos a patadas, ser dueños de nuestro propio destino. Los turcos, los mamelucos, los franceses, los británicos… Los expulsamos a todos. Por primera vez en muchos siglos asumimos nuestro propio Gobierno y ahora quieres que les mendiguemos.
La reacción de Butrus le escoció. No parecía haber comprendido. Pero a Aisha le pareció que era inútil discutir.
—Eso ahora es lo de menos —repuso—. Lo importante es que logremos salir para contar lo que está pasando aquí. ¿O crees que es mejor olvidar el asunto como si tal cosa?
Él guardó silencio.
—¿Tienes un cigarrillo? —le preguntó Aisha mirándole.
—No. Yo…
—¡Dios mío! Necesito un cigarrillo. Tengo los nervios de punta.
—No venden en ninguna parte. Lo han…
Aisha se levantó bruscamente y se acercó a la pared. Butrus vio con impotencia cómo la golpeaba una y otra vez con el puño. Le dolía amarla tanto y poder hacer tan poco.
—Vas a hacerte daño —le dijo.
—¿Y qué? —le espetó ella volviéndose, con la mano descarnada por el duro ladrillo.
—Mírate —replicó él—. Estás hecha un desastre.
—¿Y crees que me gusta? ¿Crees que disfruto con todo esto?
Él negó con la cabeza, mirando la alfombra de pepitas de sandía que cubría el suelo. Tras la desaparición del marido de Aisha, Butrus no había hecho ni dicho nada que delatase sus sentimientos hacia ella.
Un día tras otro había esperado la noticia de la muerte de Rashid y la posibilidad, la remota posibilidad de que, tarde o temprano, ella se sintiese libre para amarle. Muerto Rashid, Butrus sabía que Aisha necesitaría tiempo para que su dolor se mitigase y se hiciera a la idea de su desaparición. Y Butrus se había armado de paciencia. De pronto, como una nube negra que irrumpiese en un sereno cielo azul, Michael Hunt daba al traste para siempre con sus sueños y esperanzas.
—Tienes razón —admitió, mirándola con tristeza—, tenemos que marcharnos. De acuerdo. ¿Sabes cómo encontrar a Michael?
—Un cigarrillo, por favor —dijo ella recostándose en la pared—. ¡Un maldito cigarrillo! —exclamó moviendo la cabeza lentamente—. No lo sé. Perdona, quizá no tenía que habértelo contado. Le escribí a Alejandría, pero no me contestó. Y luego todo esto. Quizás esté de vuelta en El Cairo. Quizás esté buscándome. ¡Yo qué sé!
—Entonces todo lo que me has dicho no sirve de nada.
—No lo sé. Tal vez sí. Hay una persona que podría ayudarnos, que podría averiguar dónde está Michael, aunque es arriesgado, porque equivale a dejarse ver.
—Bueno. Iremos a verle. ¿Quién es?
—Ahmad Shukri. Se llama Ahmad Shukri.
—¿Lo conoces?
Aisha asintió con la cabeza. Estaba cansada. Cansada y mareada.
—Sí —musitó—. Le conozco. Sé a qué se dedica.
Butrus la miró expectante. Notaba el miedo y el desprecio en su voz.
—Ahmad Shukri es mi tío —prosiguió ella—, un hermano de mi padre. Es…, es coronel de la
mujabarat
. Está en la Jefatura de Policía de Maydan Lazughli. Era la principal fuente del Servicio de Inteligencia Británico cuando Michael fue jefe de la sección de El Cairo.
A
veces se tumbaba en la cama, atento a los tenues cambios del mundo exterior. Proyectaba sus pensamientos hacia las calles, como si fueran aves de presa, para que averiguasen lo que ocurría en la ciudad. Pero regresaban con las manos vacías. Cinco veces al día escuchaba la llamada a la oración que le llegaba desde la mezquita de Yusuf al-Shurbaji, marcando una y otra vez los límites entre la fe y el ateísmo. Hacía falta muy poca fe para alcanzar el cielo y bastaba muy poco para ir al infierno: la mirada de una mujer, los insinuantes ojos de un niño. Michael nunca se había visto sumido en tal estado de desesperación.