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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

El nombre del Único (8 page)

BOOK: El nombre del Único
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Hasta Malys empezaron a llegar informes sobre el tal Único y su paladín, una muchachita humana llamada Mina. No prestó demasiada atención a esas noticias, principalmente porque la tal Mina no le causaba molestias. De hecho, sus acciones la complacían. Había echado abajo el escudo de Silvanesti y había acabado con el gemebundo e interesado Dragón Verde, Cyan Bloodbane. Los elfos silvanestis se encontraban adecuadamente intimidados, aplastados bajo las botas de los caballeros negros.

A Malys no le había gustado enterarse de que su pariente, Beryl, se disponía a atacar la tierra de los elfos qualinestis. No es que le importaran un bledo los elfos, pero acciones así rompían el pacto. No se fiaba de Beryl, con su ambición y su codicia. Había estado tentada de intervenir y poner fin a todo aquello, pero lord Targonne, el difunto cabecilla de los caballeros negros, le había asegurado que tenía todo bajo control. Descubrió demasiado tarde que el tal Targonne ni siquiera tenía controlada su propia situación.

Beryl voló hacia Qualinesti para atacarlo y destruirlo, y tuvo éxito. Los qualinestis huían ahora de las ruinas de su patria como las sabandijas que eran. Cierto que Beryl se las había arreglado para acabar muerta en el proceso, pero siempre había sido una papanatas impulsiva, exaltada e irracional.

La noticia de la muerte de la Verde se la dieron dos secuaces de Beryl, unos Dragones Rojos que se mostraron debidamente serviles y sumisos ante ella, pero que, sospechaba, reían de satisfacción por lo bajo.

A Malys no le había gustado el modo en que esos Rojos se refocilaban con la muerte de su pariente. Desconocían el debido respeto. Tampoco le gustó la información respecto a la forma de morir de Beryl. Tenía todo el tufo de la mediación de un dios. Beryl habría sido un asno rebuznante, pero era una bestia inmensa y poderosa, y a Malys no se le ocurría ninguna circunstancia por la que un puñado de elfos fuera capaz de derrotarla sin mediar intervención divina.

Uno de los dragones de Krynn le sugirió la idea de apoderarse del tótem de Beryl cuando lo mencionó, preguntándose qué iban a hacer con él. El poder continuaba irradiando del tótem, aun después de la muerte de Beryl. Entre sus generales humanos supervivientes se hablaba de intentar utilizarlo si conseguían desentrañar cómo aprovechar su magia.

Consternada por la idea de que unos humanos pusieran sus sucias manos en algo tan poderoso y sagrado como el tótem, Malys voló de inmediato a reclamarlo para sí, utilizó su magia para transportarlo a su guarida y añadió los cráneos de las víctimas de Beryl a los de las suyas. Absorbió su magia y la sintió fluir en su interior, arrolladura, haciéndola más fuerte, más poderosa que nunca. Entonces llegó la noticia de que Mina había matado al poderoso Skie.

Malys no perdió tiempo. Como para fiarse de esa deidad. Más le valía arrastrarse de vuelta al agujero del que había salido. Malys envolvió el tótem de Skie en magia y lo preparó para transportarlo. Hizo un alto para echar una ojeada a los retorcidos restos del gran Dragón Azul y se planteó añadir su cráneo al tótem.

—No merece semejante distinción —dijo apartando un trozo de hueso y carne de Skie con un gesto desdeñoso de la pata—. Loco, eso es lo que era. Un chiflado. Probablemente su cráneo sería una maldición.

Gruñó al notar la herida en el hombro. Había dejado de sangrar, pero sentía dolorosas punzadas en la carne quemada, y el daño sufrido en el músculo había ocasionado que la pata delantera se le quedara entumecida. Sin embargo, la herida no le impediría volar, y eso era lo único importante.

Recogió los cráneos en la red mágica y se dispuso a partir. Antes de marcharse husmeó el aire y echó una última mirada en derredor. Había percibido algo extraño a su llegada, un olor raro. Al principio no supo determinar la naturaleza de ese efluvio, pero ahora lo identificaba. Olía a dragón, a uno de los de Krynn y, a menos que estuviera muy equivocada, a uno de los de colores metálicos.

Examinó la cámara del cubil de Skie donde yacía el cadáver del Azul, pero no halló rastro de un dragón de color metálico, ninguna escama dorada, ni el más mínimo residuo plateado en las paredes. Al cabo, Malys se dio por vencida. La herida le dolía, y quería regresar al oscuro y apacible refugio de su cubil para ampliar su tótem.

Sujetando con firmeza los cráneos metidos en la red mágica y sin forzar la pata delantera herida, Malys deslizó trabajosamente su inmenso corpachón fuera del cubil del Azul muerto y emprendió vuelo hacia el este.

5

El dragón plateado y el azul

Espejo permaneció escondido hasta estar seguro, más allá de toda duda, de que Malys se había ido y no regresaría. Había oído el combate y se había sentido orgulloso de Skie por hacerle frente a la atroz Roja, experimentando una punzada de lástima por la muerte del Azul. Después escuchó el furioso rugido de dolor de Malys y la oyó hacer pedazos el cuerpo de Skie. Cuando notó el fluir de algo húmedo y cálido sobre su mano, Espejo supuso que era la sangre de Skie.

Sin embargo, ahora que Malys se había marchado, Espejo se preguntó qué iba a hacer. Se llevó la mano a los ojos destrozados y maldijo su discapacidad. Tenía información importantísima sobre la naturaleza del Único, sabía lo que les había pasado a los dragones de colores metálicos, y no podía hacer nada al respecto.

Comprendió que tenía que ponerse en marcha, buscar comida y agua. El olor a dragón era intenso, pero a pesar de ello detectaba el olor a agua. Usó su magia para recobrar la forma de dragón, pues el sentido del olfato era mucho más agudo que el de un mísero cuerpo humano. Invariablemente deseaba el cambio, porque se sentía constreñido y vulnerable en la frágil forma sin alas, con su piel suave y débiles huesos.

Gozó entrando en su forma de dragón, disfrutando la sensación del mismo modo que un humano disfrutaba desperezándose con un largo y gran estirón. Se sentía más seguro con su blindaje de escamas, más equilibrado sobre las cuatro patas que sobre dos piernas. Su capacidad visual era mucho más penetrante, tanto que podía divisar un venado corriendo por el campo a kilómetros de distancia bajo él.

«O, mejor dicho, antes podía divisarlo», se corrigió para sus adentros.

Su sentido del olfato era ahora mucho más agudo, y enseguida localizó un arroyo que fluía por el cavernoso cubil.

Espejo bebió hasta hartarse, y después, saciada ya la sed, se planteó cómo calmar el hambre. Percibió el olor de una cabra. Skie había dado caza al animal, pero no había tenido ocasión de devorarlo. Una vez acalladas las ruidosas protestas de su estómago, podría pensar con más claridad.

Confiaba en no tener que regresar a la cámara principal, donde yacían los restos de Skie, pero sus sentidos le decían que la carne de cabra que buscaba se encontraba allí.

El suelo estaba húmedo y resbaladizo. El intenso olor a sangre y muerte impregnaba el aire. Tal vez fue eso lo que menguó los sentidos de Espejo, o quizá fue el hambre lo que le hizo actuar con descuido. Fuera cual fuese la razón, sufrió un terrible sobresalto al oír una voz, seria y fría, resonando en la cámara.

—Al principio pensé que eras el responsable de esto —dijo el dragón, hablando en el lenguaje de los reptiles—, pero me doy cuenta de que estaba equivocado. Tú no habrías podido acabar con el poderoso Skie. Ni siquiera puedes moverte por la caverna sin tropezar con todo.

Mientras evocaba en su memoria conjuros defensivos, Espejo giró la cabeza hacia el desconocido orador, un Dragón Azul a juzgar por el sonido de su voz y el tenue olor a azufre que desprendía. El Azul debía de haber volado a la entrada principal del cubil de Skie, y él, tan centrado en su hambre, no lo había oído llegar.

—No maté a Skie —dijo.

—¿Quién, entonces? ¿Takhisis?

Espejo se sorprendió al oír ese nombre, y entonces comprendió que no debería sorprenderle. No era el único que había reconocido aquella voz en la tormenta.

—Podría decirse que sí. La muchacha llamada Mina descargó el rayo mortal que le provocó la muerte. La chica actuó en defensa propia. Fue Skie quien atacó primero, afirmando que ella le había traicionado.

—Pues claro que le traicionó —dijo el Azul—. ¿Cuándo no lo ha hecho?

—Estoy algo confuso —confesó Espejo—. ¿Hablamos de Mina o de Takhisis?

—Son la misma, a todos los efectos. Bien, ¿qué haces aquí, Plateado, y por qué se nota tanto el efluvio de Malys?

—La Roja se llevó el tótem de Skie. Él estaba mortalmente herido, pero aun así la desafió. La hirió, creo, aunque probablemente no de gravedad, porque se encontraba muy débil. Ella le destrozó como represalia.

—Bien hecho, Skie —gruñó el Azul—. Ojalá se le gangrene la herida y se pudra. Pero no has respondido a mi primera pregunta, Plateado. ¿Por qué estás aquí?

—Tenía unas preguntas que hacer —dijo Espejo.

—¿Y recibiste las respuestas?

—No, realmente —admitió el Plateado—. ¿Cómo te llamas? Mi nombre es Espejo.

—Ah, el guardián de la Ciudadela de la Luz. Me llamo Filo Agudo. Soy... —El Azul hizo una pausa, y cuando volvió a hablar su voz sonó ronca y cargada de pesar—. Era el compañero del gobernador militar de Qualinesti, Medan. Ha muerto, y ahora me encuentro solo. A ti, siendo un Plateado, te interesará saber que Qualinost ha sido destruida —añadió Filo Agudo—. Los elfos llaman lago de la Muerte al lugar donde antes se alzaba la capital. Es todo lo que queda de la otrora hermosa ciudad.

—¡No lo creo! —dijo Espejo, desconfiado, receloso.

—Pues créetelo —replicó el Azul con aire taciturno—. Contemplé su destrucción con mis propios ojos. Llegué demasiado tarde para salvar al gobernador, pero presencié la muerte de la gran hembra Verde, Beryl. —En su tono había una sombría satisfacción.

—Me interesaría escuchar lo ocurrido —dijo Espejo.

—Imagino que sí —rió el Azul—. Los qualinestis estaban advertidos de su llegada y la esperaban apostados en los tejados. Dispararon miles de flechas, y atada al astil de cada proyectil había una cuerda que alguien había reforzado con magia. Los elfos creyeron, por supuesto, que era su magia, pero se equivocaban. Era la de ella.

—¿Takhisis?

—Claro, así se libraba de otra rival y de los elfos al mismo tiempo. Miles de cuerdas encantadas formaron una red sobre Beryl con la que la bajaron hasta el suelo. Los elfos proyectaban matarla mientras se encontraba indefensa en tierra, pero su plan salió mal. Habían trabajado con los enanos excavando túneles en el subsuelo de la zona, ¿comprendes? Muchos elfos consiguieron escapar por esos túneles, pero, al final, fueron la perdición de Qualinost. Cuando Beryl cayó, su enorme peso provocó el derrumbe de los túneles creando una gran sima. La Verde se hundió en el suelo, a gran profundidad. Las aguas del río de la Rabia Blanca se salieron de su cauce y fluyeron hacia la sima, sumergieron Qualinost y la convirtieron en un gran lago. El lago de la Muerte.

—Beryl, muerta —musitó Espejo—. Skie, muerto. La nación de Qualinesti, destruida. Takhisis se va librando de sus enemigos, uno por uno.

—También de tus enemigos, Espejo —argüyó Filo Agudo—. Y de los míos. Estos señores supremos, como se denominan a sí mismos, han matado a muchos de nuestra especie. Deberías alegrarte de la victoria de nuestra reina sobre ellos. Pienses lo que pienses de ella, es la diosa de nuestro mundo y lucha por nosotros.

—Sólo lucha por ella misma —replicó Espejo—, como siempre ha hecho. Todo lo ocurrido es culpa suya. Si Takhisis no hubiese escamoteado el mundo, esos señores supremos jamás nos habrían encontrado. Los que han muerto podrían estar vivos: dragones, elfos, humanos, kenders. Los grandes dragones los asesinaron, pero la propia Takhisis es la responsable en última instancia de esas muertes, ya que nos trajo aquí.

—Robó el mundo... —repitió Filo Agudo mientras sus garras arañaban la roca del suelo y sacudía la cola adelante y atrás sin dejar de mover las alas—. Así que fue eso lo que hizo.

—Según Skie, sí. Me lo contó él.

—¿Y por qué iba a contártelo a ti, Espejo? —inquirió el Azul con sorna.

—Porque intenté salvarle la vida.

—¡Él, un Dragón Azul, tu más enconado enemigo, y dices que intentaste salvarle la vida! —se mofó Filo Agudo—. No soy un dragoncillo recién salido del huevo para tragarme ese cuento kender.

Espejo no podía ver al Azul, pero imaginaba cómo era. Un guerrero veterano, sus escamas azules relucirían de limpias, tal vez con unas cuantas cicatrices en el pecho y la cabeza, recuerdos de sus proezas.

—Las razones que me movieron a salvarle eran lo bastante frías como para satisfacerte incluso a ti —repuso—. Acudí a Skie buscando respuestas a mis preguntas. No podía dejarle morir y que se llevara a la tumba esas respuestas. Admito que lo utilicé. No me siento orgulloso por ello, pero, al menos, gracias a mi ayuda, consiguió vivir lo suficiente para lanzar su ataque contra Malys. Me dio las gracias por eso.

El Azul se había quedado silencioso, y Espejo no sabía qué estaba pensando. Sus garras rascaban la roca, sus alas agitaban el aire del cubil, cargado de olor a sangre; su cola se agitaba a uno y otro lado.

Espejo tenía preparados algunos conjuros para el caso de que Filo Agudo decidiera luchar. No sería una pelea equilibrada, entre un experto y veterano Azul con un Plateado ciego, pero, del mismo modo que Skie, al menos dejaría su marca en su adversario.

—Takhisis robó el mundo —Filo Agudo habló con tono meditabundo— y nos trajo aquí. Como tú dices, es la responsable. No obstante, es una de nuestras antiguas deidades, y combate contra nuestros enemigos para vengarnos.

—Sus enemigos —manifestó fríamente Espejo—. En caso contrario no se molestaría en luchar.

—Dime una cosa, Plateado —inquirió el Azul—. ¿Qué sentiste cuando oíste su voz la primera vez? ¿Notaste un estremecimiento en el corazón, en el alma? ¿Lo sentiste?

—Sí, en efecto —admitió Espejo—. Cuando oí su voz por primera vez en la tormenta supe que era la voz de un dios, y su sonido me causó gran emoción, como el niño cuyo padre le golpea y sin embargo se aferra a él, no porque sea un padre bueno o sabio, sino porque es el único que conoce. Pero entonces empecé a hacer preguntas y las respuestas me trajeron aquí.

—Preguntas —repitió el Azul, displicente—. Un buen soldado nunca pregunta. Obedece.

—Entonces, ¿por qué no te has unido a sus ejércitos? —demandó Espejo—. ¿Por qué has venido al cubil de Skie, sino para hacerle preguntas?

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