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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

El nombre del Único (11 page)

BOOK: El nombre del Único
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Al reparar en su semblante, los elfos interrumpieron sus risas, cesaron sus relatos, dejaron de bailar e hicieron callar a los niños. A medida que se propagaba la noticia de que el rey se encontraba con ellos, solo y silencioso, los elfos se agruparon a su alrededor. Los miembros del senado se acercaron presurosos a recibirlo, rezongando entre dientes, irritados porque les hubiese privado de la oportunidad de recibirlo con la ceremonia debida. Repararon en su rostro —cadavérico a la luz de las llamas— y olvidaron sus rezongos, sus parlamentos de bienvenida, y esperaron oír sus palabras con funesta aprensión.

Con la música de fondo de las olas, que llegaban una tras otra, persiguiéndose hasta la orilla y retrocediendo, Gilthas les contó la caída de Qualinost. Lo hizo sin tapujos, serena y desapasionadamente. Habló de la muerte de su madre. Habló del heroísmo de los defensores de la ciudad. Alabó el de los enanos y humanos que habían muerto defendiendo una tierra y a unas gentes que no eran las suyas. Habló de la muerte del dragón.

Los elfos lloraban por la reina madre y por sus seres queridos, ahora perdidos sin remedio. Sus lágrimas caían silenciosamente por sus mejillas. No sollozaban con ruido para no perderse lo que vendría a continuación.

Y lo que vino era espantoso.

Gilthas habló de los ejércitos al mando de un nuevo líder. Habló de un nuevo dios, que se arrogaba el mérito de expulsar a los elfos de su patria y que estaba entregando esa tierra a los humanos, que ya entraban a raudales en Qualinesti por el norte. Al enterarse de la existencia de los refugiados, el ejército marchaba rápidamente para intentar alcanzarlos y destruirlos.

Les dijo que su única esperanza era tratar de llegar a Silvanesti. Que el escudo había caído. Que sus parientes los recibirían en su tierra. No obstante, para llegar a Silvanesti tendrían que cruzar las Praderas de Arena.

—Por ahora —no tuvo más remedio que decirles—, no habrá vuelta al hogar. Quizá, con la ayuda de nuestros parientes, podremos crear un ejército que sea lo bastante poderoso para entrar en nuestra amada tierra y expulsar al enemigo, para recuperar lo que nos ha sido robado. Pero aunque ésa ha de ser nuestra esperanza, tal esperanza está en un futuro lejano. Ahora tenemos que volcarnos en la idea de la supervivencia de nuestra raza. El camino que recorreremos será duro. Hemos de recorrerlo juntos con una meta y un propósito en nuestros corazones. Si uno de nosotros abandona, todos pereceremos.

»
El engaño y la traición me convirtieron en vuestro rey. A estas alturas sabéis la verdad. La historia se ha extendido en susurros entre vosotros a lo largo de los años. El rey títere, me llamabais.

Lanzó una mirada al prefecto Palthainon mientras hablaba. El rostro del prefecto era una máscara de pesar, pero sus ojos se movieron velozmente de aquí para allí intentando descubrir la reacción de la gente.

—Mejor habría sido que hubiera seguido en ese papel —continuó Gilthas, apartando la vista del senador para volverla hacia los suyos—. Intenté ser vuestro cabecilla, y he fracasado. Ha sido mi plan el que ha destruido Qualinesti, el que ha dejado nuestra tierra abierta a la invasión. —Alzó la mano para imponer silencio, ya que los elfos habían empezado a murmurar entre ellos.

»
Necesitáis un rey fuerte —dijo, levantando la voz, que sonaba cada vez más ronca—. Un gobernante con valor y sabiduría para conduciros a través del peligro y poneros a salvo de él. No soy esa persona. En este momento abdico y renuncio a todos mis derechos al trono. Dejo la sucesión en manos del senado. Os doy las gracias por la amabilidad y el cariño que me habéis demostrado en estos años. Ojalá fuera merecedor de ellos. Ojalá hubiese sabido hacerlo mejor.

Ansiaba marcharse, pero la gente se había agolpado a su alrededor y, por mucho que deseara escapar, no quería abrirse paso a la fuerza entre la muchedumbre. Debía quedarse para oír lo que el senado tuviera que decir. Mantuvo agachada la cabeza, sin mirar a su pueblo, sin querer ver su hostilidad, su rabia, su reproche; aguantó firme, esperando hasta que le dijeran que podía marcharse.

Los elfos estaban sumidos en un conmocionado silencio. Habían ocurrido demasiadas cosas demasiado deprisa para asimilarlas. Un lago de muerte donde antes se alzaba su ciudad. Un ejército enemigo tras ellos. Un viaje peligroso hacia un futuro incierto aguardándoles. El rey abdicando. Los senadores sumidos en la confusión. Consternados, horrorizados, se miraron unos a otros esperando que alguien dijera algo.

Y ese alguien fue Palthainon. Astuto y maquinador, vio en el desastre un modo de favorecer su ambición. Ordenó a unos elfos que acercaran a rastras un gran tronco, se encaramó a él, dio unas palmadas y ordenó callar a los elfos en voz alta, aunque era una orden innecesaria ya que ni el llanto de un niño rompía el profundo silencio.

—Sé cómo os sentís, hermanos míos —comenzó el prefecto con un timbre sonoro—. Yo también estoy conmocionado y angustiado al oír la tragedia que ha golpeado a nuestro pueblo. No temáis. Estáis en buenas manos. Tomaré las riendas del gobierno hasta que llegue el momento de nombrar a un nuevo rey. —Palthainon señaló a Gilthas con su huesudo dedo.

»
Es justo que este joven haya abdicado, porque ha acarreado esta desgracia sobre nosotros... Él y quienes tiran de sus cuerdas. El rey títere. Sí, eso es lo que mejor lo describe. Otrora, Gilthas se dejaba guiar por mi sabiduría y experiencia. Acudía a mí buscando consejo, y yo me sentía orgulloso y feliz de dárselo. Pero estaban aquellos de su propia familia que maquinaban contra mí. No los nombraré, porque no es piadoso hablar mal de los muertos, aunque buscaran continuamente menguar mi influencia. —Palthainon siguió echando leña al fuego.

»
Entre quienes tiraban de las cuerdas del títere estaba el odiado y detestado general Medan, el verdadero artífice de nuestra destrucción, ya que sedujo al hijo del mismo modo que sedujo a la madre...

La ira, una ira ardiente, golpeó la prisión fortaleza en la que Gilthas se había encerrado, la golpeó como el abrasador rayo de un Dragón Azul. Se subió de un salto al tronco en el que estaba Palthainon y asestó un puñetazo al prefecto que lo lanzó por el aire. El elfo cayó de espaldas en la arena, olvidado su bonito parlamento.

Gilthas no dijo nada. No miró a su alrededor. Saltó del tronco y empezó a abrirse paso a empujones entre la gente.

Palthainon se sentó, sacudió la cabeza para librarse del aturdimiento, escupió un diente y empezó a farfullar señalando a Gilthas.

—¡Ahí tenéis! ¡Ya veis lo que ha hecho! ¡Arrestadlo! ¡Arrestad...!

—Gilthas —dijo una voz entre la muchedumbre.

—Gilthas —dijo otra, y otra, y otra.

No coreaban. No gritaban su nombre. Todos lo pronunciaban serenamente, en voz queda, como si les hubieran hecho una pregunta y contestaran. Pero el nombre se repitió una y otra y otra vez entre la multitud, de manera que resonaba con la tranquila fuerza de las olas al romper en la playa. Los mayores pronunciaban su nombre; los jóvenes pronunciaban su nombre. Dos senadores pronunciaron su nombre mientras ayudaban a Palthainon a incorporarse.

Estupefacto y desconcertado, Gilthas alzó la cabeza y miró en derredor.

—No lo entendéis... —empezó.

—Sí lo entendemos —afirmó uno de los elfos, cuyo rostro estaba demacrado, con las marcas de las recientes lágrimas—. Y vos también, majestad. Entendéis nuestro dolor y nuestra pena. Por eso sois nuestro rey.

—Por eso habéis sido siempre nuestro rey —abundó una mujer que sostenía a un bebé en sus brazos—. Nuestro verdadero rey. Sabemos todo lo que habéis hecho en secreto por nosotros.

—De no ser por vos, Beryl se habría revolcado en nuestra hermosa ciudad —añadió un tercero—. Estaríamos muertos los que ahora nos encontramos ante vos.

—Nuestros enemigos han triunfado de momento —dijo otro—, pero mientras mantengamos vivo el recuerdo de nuestra amada nación, esa nación no morirá. Algún día regresaremos para reclamarla. Y ese día vos nos dirigiréis, majestad.

Gilthas era incapaz de pronunciar palabra. Miró a los suyos, que compartían su pérdida, y se sintió avergonzado, escarmentado y humilde. No se consideraba merecedor de su estima ni del buen concepto en que le tenían; todavía no. Pero lo intentaría. Pasaría el resto de su vida intentándolo.

El prefecto resoplaba, barbotaba y trataba de hacerse oír, pero nadie le prestaba atención. Los demás senadores se congregaron alrededor de Gilthas.

Palthainon les asestó una mirada furibunda, y después, agarrando el brazo a un elfo, susurró:

—El plan de derrotar a Beryl era mío desde el principio. Claro que permití que su majestad se llevara los laureles. En cuanto a este pequeño rifirrafe entre los dos, sólo es un malentendido, como ocurre tan a menudo entre padre e hijo. Porque él es como un hijo muy querido para mí.

La Leona
se quedó en la periferia del campamento, demasiado emocionada para ver o hablar con su esposo. Sabía que él la buscaría. Tendida ya en el camastro que había dispuesto para los dos, al borde del agua, cerca del mar, escuchó sus pisadas en la arena, sintió su mano acariciándole la mejilla.

Lo rodeó con un brazo y lo atrajo hacia sí.

—¿Podrás perdonarme, amor mío? —preguntó Gilthas mientras se tendía a su lado y suspiraba.

—¿No es ésa la definición de lo que es ser una esposa? —le preguntó, sonriente.

Gilthas no contestó. Tenía los ojos cerrados. Se había quedado profundamente dormido.

La Leona
lo arropó con la manta, apoyó la cabeza en su pecho y escuchó los latidos de su corazón hasta que también se durmió.

El sol saldría pronto, y lo haría con un color rojo como la sangre.

7

Un viaje inesperado

Inmediatamente después de que el ingenio para viajar en el tiempo se activara, Tasslehoff Burrfoot fue consciente de dos cosas: una oscuridad impenetrable y Acertijo chillando en su oído al tiempo que le aferraba la mano izquierda con tanta fuerza que los dedos se le quedaron dormidos. Tampoco el resto de su cuerpo sentía nada, ni debajo ni encima ni a los lados... excepto a Acertijo. No sabía si estaba cabeza abajo o de pie o en una postura combinada entre lo uno y lo otro.

Esta entretenida situación se prolongó muchísimo tiempo, tanto que Tas empezó a aburrirse un poco de ella. Una persona puede quedarse mirando la oscuridad impenetrable sólo un cierto período de tiempo antes de ocurrírsele que le gustaría un cambio. Hasta dar volteretas en tiempo y espacio (si era eso lo que hacían, cosa de la que Tas no estaba seguro, ni mucho menos) acaba por oler a rancio tras estar haciéndolo durante un buen rato. Finalmente uno llega a la conclusión de que es preferible que te aplaste el pie de un gigante que tener a un gnomo chillando sin parar en tu oído (tremenda capacidad pulmonar la de los gnomos, por cierto) y casi arrancándote la mano de la muñeca.

La situación continuó otro buen rato hasta que Tasslehoff y Acertijo aterrizaron —chocaron— contra algo que era blando y fangoso y que olía intensamente a barro y agujas de abeto. No fue una caída suave, y acabó bruscamente con el aburrimiento del kender y los chillidos del gnomo.

Tasslehoff yacía de espaldas, abriendo y cerrando la boca en un intento desesperado de llevar a los pulmones lo que probablemente sería el último aire que inhalaría. Miró a lo alto, esperando ver el enorme pie de Caos suspendido sobre él. Sólo disponía de unos pocos segundos para explicarle la situación a Acertijo, que estaba a punto de ser espachurrado sin saberlo.

—Vamos a tener una muerte de héroes —dijo cuando logró aspirar la primera bocanada de aire.

—¿Qué? —chilló el gnomo, también con la primera bocanada de aire que aspiraba.

—Que vamos a tener una muerte de héroes —repitió Tasslehoff.

Entonces, de repente, se dio cuenta de que no.

Absorto en preparar tanto al gnomo como a sí mismo para el inminente deceso, no había mirado el entorno con atención, sino que había dado por sentado que lo que vería sería la fea planta del pie de Caos. Ahora que tuvo tiempo para observar, vio sobre él no un pie, sino las agujas de abeto que goteaban por la lluvia de una tormenta.

Tasslehoff se tanteó la cabeza para comprobar si se había dado un fuerte golpe, porque sabía por experiencia que los golpetazos en el cráneo le hacían ver a uno las cosas más extrañas, aunque por lo general esas cosas eran estrellas estallando, no agujas de abeto goteando lluvia. Sin embargo, no encontró rastro de golpes en su cabeza.

Al oír que Acertijo inhalaba hondo para, a buen seguro, lanzar otro de aquellos penetrantes chillidos, Tasslehoff levantó la mano en un gesto imperioso.

—Chist —instó en un susurro tenso—. Creo que he oído algo.

Bueno, a decir verdad, no había oído nada. Vale, sí. Había oído la lluvia cayendo de las agujas del abeto, pero no había oído nada ominoso, como implicaba su tono. Sólo había fingido para frenar los chillidos del gnomo. Por desgracia, como sucede frecuentemente con los pecadores, recibió el castigo inmediato a su falta, porque sí oyó algo ominoso: el chocar metálico de acero contra acero, seguido de un ensordecedor estallido.

Con su experiencia como héroe, Tas sólo sabía de dos cosas que sonaran así: el entrechocar de espadas y las bolas de fuego al explotar contra cualquier cosa.

Lo siguiente que escuchó fue otro chillido, sólo que esta vez, afortunadamente, no era Acertijo. El grito se había producido a cierta distancia y tenía el definido sonido de un goblin muriendo, una posibilidad que reafirmó el asqueroso tufo de pelo de goblin quemado. El chillido cesó bruscamente, y a continuación se oyó un ruido estrepitoso, como de cuerpos grandes corriendo por un bosque bajo agujas de abeto goteantes. Pensando que podrían ser más goblins y consciente de que el momento no era el más indicado para topar con ese tipo de criaturas, sobre todo con las que acaban de recibir la descarga de una bola de fuego, Tasslehoff reptó sobre el vientre hacia el cobijo de un abeto de ramas bajas arrastrando a Acertijo tras de sí.

—¿Dónde estamos? —demandó el gnomo mientras levantaba la cabeza del barro en el que se hallaban tirados—. ¿Cómo hemos llegado aquí? ¿Cuándo vamos a regresar?

Todas ellas preguntas sensatas y lógicas. «Típico de un gnomo ir directo al grano», pensó Tas.

—Lo siento, pero no lo sé —contestó mientras oteaba entre las agujas de abeto mojadas, intentando ver qué pasaba. El ruido estruendoso sonaba cada vez más fuerte, lo que significaba que se iban acercando—. Ninguna de las tres cosas.

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