El ocho (81 page)

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Authors: Katherine Neville

BOOK: El ocho
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—¡Es magnífico! —exclamó Germaine dando palmas—. Solo habrá flores rojas, blancas y azules… y de las balaustradas colgarán gallardetes de crepé de los mismos colores.

—¿Lo ves? —dijo Talleyrand sonriendo y abrazándola—. ¿Qué haría yo sin ti?

Como sorpresa especial, Talleyrand había dispuesto que en el comedor hubiera sillas solo para las mujeres. Cada caballero permanecía en pie detrás de una dama, sirviéndole delicados bocados de las bandejas de exquisitos manjares que los lacayos de librea hacían circular constantemente. La idea halagó a las mujeres y dio a los hombres la oportunidad de conversar.

Napoleón estaba encantado con la recreación de su campamento italiano que lo había recibido en la entrada. Vestido con un traje sencillo desprovisto de condecoraciones, como le había aconsejado Talleyrand, se distinguía de los directores del gobierno, que llegaron con los lujosos trajes emplumados diseñados por David.

Este, en el extremo más alejado del salón, servía a una belleza rubia a quien Napoleón ansiaba conocer.

—¿La he visto antes en alguna parte? —susurró el corso a Talleyrand con una sonrisa.

—Quizá —respondió Talleyrand—. Estuvo en Londres durante el Terror y acaba de regresar a Francia. Se llama Catherine Grand.

Cuando, acabado el banquete, los invitados se dispersaron por los diversos salones de baile, Talleyrand llevó a la hermosa mujer hacia el general, a quien había arrinconado madame de Staël, que lo acosaba a preguntas.

—Decidme, general Bonaparte —decía enérgicamente—, ¿qué tipo de mujer admiráis más?

—La que concibe más hijos —respondió él. Al ver que Catherine Grand se acercaba del brazo de Talleyrand, sonrió—. ¿Dónde habéis estado escondida, hermosa dama? —preguntó después de las presentaciones—. Tenéis aspecto francés y nombre inglés. ¿Nacisteis en Gran Bretaña?

—Je suis d’Inde —contestó Catherine Grand con una sonrisa dulce.

Germaine quedó boquiabierta y Napoleón miró a Talleyrand arqueando una ceja, porque la respuesta de la dama, tal como la había pronunciado, significaba también «Soy una pava».

—Madame Grand no es tan tonta como pretende hacernos creer —dijo con ironía Talleyrand mirando a Germaine—. En realidad, creo que es una de las mujeres más inteligentes de Europa.

—Una mujer bonita puede no ser siempre inteligente —afirmó Napoleón—, pero una mujer inteligente siempre es bonita.

—Me avergonzáis ante madame de Staël —dijo Catherine Grand—. Todo el mundo sabe que ella es la mujer más brillante de Europa. ¡Si hasta ha escrito un libro!

—Ella escribe libros —repuso Napoleón cogiéndola del brazo—, pero ¡se escribirán libros sobre vos!

En ese momento se acercó David, que saludó cordialmente a todos, pero ante madame Grand hizo una pausa.

—Sí, el parecido es notable, ¿no es cierto? —dijo Talleyrand adivinando sus pensamientos—. Por eso te asigné un lugar junto a madame Grand durante la cena. Dime, ¿qué fue de aquel cuadro sobre las sabinas que estabas pintando? Me gustaría comprarlo en honor a la memoria… si es que lo terminaste.

—Lo terminé en prisión —respondió David con una risa nerviosa—. Poco después se expuso en la Academia. Ya sabes que tras la caída de los hermanos Robespierre estuve encerrado varios meses.

—Yo también estuve preso en Marsella —dijo Napoleón entre carcajadas—. Y por la misma razón. Augustin Robespierre era partidario mío… Pero ¿de qué cuadro habláis? Si madame Grand posó para él, me interesaría verlo.

—No fue ella —explicó David con voz temblorosa—, sino alguien a quien se parece mucho. Una pupila mía… que murió durante el Terror. Tenía dos…

—Valentine y Mireille —lo interrumpió madame de Staël—. Unas criaturas adorables… solían ir a todas partes con nosotros. Una murió, pero ¿qué es de la otra, la pelirroja?

—También murió, según creo —respondió Talleyrand—. O al menos eso afirma madame Grand. Erais amigas íntimas, ¿no es así, querida mía?

Catherine Grand había palidecido, pero sonrió dulcemente mientras trataba de recobrar la compostura. David la miró un instante y estaba a punto de hablar cuando Napoleón preguntó:

—¿Mireille? ¿Era la pelirroja?

—Exacto —dijo Talleyrand—. Ambas eran monjas de Montglane…

—¡Montglane! —susurró Napoleón mirando fijamente a Talleyrand. Después se volvió hacia David—. ¿Decís que eran vuestras pupilas?

—Hasta que murieron —repitió Talleyrand mirando con atención a madame Grand, que se removía incómoda. A continuación se dirigió a David—. Parece que hay algo que os preocupa —dijo cogiéndolo del brazo.

—También a mí hay algo que me preocupa —dijo Napoleón eligiendo cuidadosamente las palabras—. Caballeros… propongo que acompañemos a las damas al salón de baile y nos retiremos al estudio unos momentos. Me gustaría llegar al fondo de todo esto.

—¿Cómo, general Bonaparte? —dijo Talleyrand—. ¿Sabéis algo de las dos mujeres de las que hablamos?

—Ciertamente… al menos de una de ellas —contestó con aire sincero—. Si es la mujer que creo… ¡estuvo a punto de dar a luz en mi casa de Córcega!

—Está viva… y ha tenido un hijo —dijo Talleyrand después de haber oído a Napoleón y David. Mi hijo, pensó, paseándose por su estudio mientras los otros dos hombres bebían un estupendo madeira sentados en los blandos sillones de damasco dorado junto al fuego—. ¿Dónde puede encontrarse ahora? Ha estado en Córcega y en el Magreb… después volvió a Francia, donde perpetró el crimen de que me has hablado. —Miró a David, que temblaba ante la trascendencia de la historia que acababa de relatar… por primera vez—. Robespierre ha muerto. Así pues, no hay nadie en Francia, salvo tú, que sepa esto —añadió—. ¿Dónde podría estar? ¿Por qué no vuelve?

—Tal vez deberíamos hablar con mi madre —apuntó Napoleón—. Como he dicho, conocía a la abadesa, que fue quien inició todo este juego. Creo que su nombre es madame de Roque…

—¡La abadesa estaba en Rusia! —exclamó Talleyrand, que se volvió hacia los otros al comprender lo que eso significaba—. Catalina la Grande falleció el invierno pasado… hace casi un año. ¿Qué ha sido de la abadesa, ahora que Pablo está en el trono?

—¿Y de las piezas, cuyo paradero solo ella debe de conocer? —agregó Napoleón.

—Sé dónde han ido a parar algunas —dijo David, hablando por primera vez desde que había concluido su terrible historia.

Miró a Talleyrand a los ojos y este se sintió intranquilo. ¿Había adivinado David dónde pasó Mireille la última noche que estuvo en París? ¿Sabía Napoleón a quién pertenecía el magnífico caballo que montaba Mireille cuando él y su hermana la encontraron en las barricadas? Si era así, tal vez habían deducido qué hizo la joven con las piezas de oro y plata del ajedrez de Montglane antes de dejar Francia. Miró fijamente a David, con rostro inexpresivo, cuando este añadió:

—Antes de morir, Robespierre me habló del juego que estaba desarrollándose para obtener las piezas. Había una mujer detrás, la Reina Blanca, su protectora y la de Marat. Fue ella quien asesinó a las monjas que buscaban a Mireille; fue ella quien se apoderó de las piezas. Solo Dios sabe cuántas tiene ahora o si Mireille conoce el peligro que la acecha. Pero vosotros deberíais saberlo, caballeros. Esa mujer residió en Londres durante el Terror… y él la llamaba «la mujer de la India».

La tormenta

El Ángel de Albión se hallaba junto a la Piedra de la Noche y vio el terror como un cometa, o más bien como el planeta rojo, que una vez encerró en su esfera los terribles cometas errantes.

El espectro lució su terrible longitud manchando el Templo con líneas de sangre; y así surgió la Voz que sacudió el Templo.

William Blake,

América: una profecía

Y así viajé por toda la tierra y fui un peregrino durante toda mi vida, un solitario desconocido que se sentía extranjero en tierra extraña. Después Tú hiciste crecer en mí Tu arte por debajo del hálito de la terrible tormenta que ruge en mi interior.

Paracelso

Me sorprendió enterarme de que Solarin era nieto de Minnie Renselaas, pero no tenía tiempo de preguntarle por su genealogía mientras, en la oscuridad de la tormenta inminente, bajábamos a trompicones por las Escaleras del Pescador en compañía de Lily. Sobre el mar se cernía una misteriosa bruma rojiza y, cuando miré colina arriba por encima del hombro, vi al inquietante resplandor de la luna cómo los dedos rojos del siroco levantaban toneladas de arena, que descendía por las anfractuosidades de las montañas como si quisiera atraparnos en nuestra huida.

Llegamos a los muelles del extremo del puerto, donde estaban atracados los barcos privados. La arena y el viento apenas permitían distinguir sus formas. Lily y yo subimos a nuestra embarcación detrás de Solarin y bajamos de inmediato para acomodar a Carioca y las piezas y para escapar de la arena que ya nos quemaba la piel y los pulmones. Solarin soltaba las amarras mientras yo descendía a tientas detrás de Lily.

El motor ronroneó suavemente y el barco empezó a moverse. Tanteé hasta encontrar un objeto con forma de lámpara que olía a queroseno. La encendí para ver el interior de la cabina, pequeña pero lujosamente arreglada: paredes revestidas de madera oscura, alfombras gruesas, algunas sillas giratorias de piel, dos literas y una hamaca de red colgada en un rincón y rodeada de fotos de Mae West. Frente a las camas había una cocina pequeña y un fregadero. Cuando abrí los armarios, vi que no había comida, solo una buena provisión de licores. Abrí una botella de coñac, que serví en vasos de agua.

—Espero que Solarin sepa cómo manejar esto —dijo Lily tras meterse un buen lingotazo.

—No seas tonta —repuse. Después de beber un trago recordé que hacía mucho que no comía nada—. Esto no es un barco de vela. ¿No oyes el ruido del motor?

—Bueno, si es solo una lancha motora —dijo Lily—, ¿por qué demonios tiene todos esos mástiles? ¿Para hacer bonito?

Ahora que lo mencionaba, me pareció recordar haberlos visto. No era posible que estuviéramos saliendo al mar con un velero en medio de la tormenta que se avecinaba. Ni siquiera Solarin tenía tanta confianza en sí mismo. Para asegurarme, consideré que lo mejor era echar un vistazo.

Subí por la escalerilla estrecha que conducía a la pequeña cabina de mando, rodeada de bancos tapizados. Ya habíamos salido del puerto y estábamos ligeramente por delante de la sábana de arena roja que seguía avanzando sobre Argel. El viento era fuerte; la luna, brillante, y a su fría luz tuve oportunidad de observar el barco al que debíamos nuestra salvación.

Era más grande de lo que creía, con hermosas cubiertas que parecían de teca pulida a mano. En torno al perímetro había lustradas barandillas de bronce, y la pequeña cabina estaba dotada del equipo más moderno. No uno sino dos mástiles se alzaban hacia el cielo. Solarin, con una mano en el timón, estaba sacando de un agujero grandes fardos de lona plegada.

—¿Un velero? —pregunté mirándolo.

—Un quechemarín —murmuró sin dejar de sacar lona—. Fue todo lo que pude robar con tan poco tiempo, pero es un buen barco… once metros de eslora.

Yo no sabía qué significaba eso.

—Estupendo. Un velero robado —dije—. Ni Lily ni yo sabemos nada sobre navegación… espero que tú sí.

—Por supuesto. Nací junto al mar Negro.

—¿Y qué? Yo vivo en Manhattan, una isla con barcos por todos lados. Eso no quiere decir que sepa cómo manejar uno en medio de una tormenta.

—Si dejaras de quejarte y me ayudaras a sacar estas velas, tal vez lograríamos escapar de la tormenta. Te diré lo que tienes que hacer… Una vez aparejado el barco, podré manejarlo solo. Tal vez podamos estar más allá de Menorca cuando llegue la tormenta.

De modo que me puse a trabajar siguiendo sus instrucciones. Los cabos, llamados escotas y drizas, hechos de cáñamo, me cortaron los dedos al tirar de ellos. Las velas —metros de algodón egipcio cosido a mano— tenían nombres como foque o sobremesana. Atamos dos en el mástil más adelantado y otra a popa, como decía Solarin. Tiré tan fuerte como pude mientras él me daba sus órdenes a gritos… y até lo que esperaba que fueran los cabos correctos a los ganchos de metal incrustados en cubierta. Cuando izamos las tres, la belleza del barco resultó notable, así como la velocidad a la que avanzaba.

—Lo has hecho bien —dijo Solarin cuando me reuní con él—. Es un barco estupendo… —Hizo una pausa y me miró—. ¿Por qué no bajas y descansas un poco? Pareces necesitarlo. El juego todavía no ha terminado.

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