El ojo de fuego (17 page)

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Authors: Lewis Perdue

Tags: #Intriga, #Terror, #Ciencia Ficción

BOOK: El ojo de fuego
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Kurata frunció el ceño.

—Esto es lo más desafortunado que podía suceder. Caminaron una docena de pasos en silencio.

—¿Tenemos efectivos allí?

—Lo siento Kurata-
sama
, pero esta vez no. Kurata alzó una ceja e hizo un sonido de succión con los labios.

—Entonces nos quedan pocas alternativas —dijo finalmente—. Debes ponerte en contacto con Sheila Gaillard para que se ocupe inmediata y definitivamente de Blackwood, Brahimi y su contacto en Scripps. Tanto Blackwood como Brahimi tienen intelectos brillantes y poderosos, pero no pueden continuar brillando, si ella continua siendo nuestro enemigo,
¿neh
?

—Como usted desee —dijo Sugawara. Apartó la cara para que Kurata no viese la expresión de enfado y repugnancia en su rostro, que no podría ocultar tras ningún intento de disimulo. Era una pérdida indescriptible para la humanidad asesinar a un brillante premio Nobel y a una mujer que estaba en camino de ganar otro. Sugawara inspiró profundamente en silencio y contuvo el aliento para calmarse.

—Excelente…; —dijo Kurata, dejando el final de la palabra con una entonación tal que Sugawara supiese que aún no había terminado de hablar, sólo estaba pensando.

—Toma nota.

Sugawara asintió con la cabeza.

—Tal como tú y yo hemos hablado otras veces, los accidentes atraen menos la atención hacia nosotros que algo que parezca un crimen. Hay mucha gente que puede matar, puesto que es algo que requiere muy poco talento. Pero la señorita Gaillard ha estado a mi servicio durante tanto tiempo porque su genio reside en saber preparar accidentes que son invariablemente fatales. Dile que se asegure que esta vez no sea la excepción.


Hai
,Kurata-
sama
, reconoció Akira mientras tragaba la amargura que subía por su garganta.

A medida que se acercaban al restaurante, se podían escuchar los cánticos del interior, canciones con una cadencia marcial, cantadas a voz en grito por hombres cuyo fervor por la letra excedía con mucho su talento con la melodía. Era un bar de canciones militares, donde los hombres de negocios japoneses vestidos con viejos uniformes militares sujetaban espadas a sus cinturones y posaban para hacerse fotografías delante de escenas pintadas de la Segunda Guerra Mundial. Eran los fieles seguidores de los planes de Kurata para
hakko ichiu
. La frase había definido el objetivo de Japón en su agresión en la Segunda Guerra Mundial, y ahora volvía de nuevo con sus planes depredadores, utilizando el dinero y el comercio como armas.

Los fragmentos de las palabras resonaban por el callejón.

Sonno
significa literalmente «venera al emperador»;
joi
, «expulsa a los extranjeros».

Sugawara recordó la letra de la canción, palabras que su padre y su tío le habían enseñado. Escuchó los fragmentos de música y acabó de completar las palabras que le fallaban de memoria; sabía la parte sobre
junshi
, el honor del samurái de seguir a su señor hasta la muerte, y la gloria de
junshi
al servicio de
Sanshu no shinki
, «el espejo, la espada y la joya de la insignia imperial».

Sugawara había estado en cientos de bares de éstos desde Kyushu a Hokkaido, siempre con Kurata, siempre permaneciendo apartado, al margen, mientras el público trataba como un personaje al «defensor de Yamato», como un mesías contemporáneo. Siempre se sorprendía de los jóvenes que eran la mayoría de los participantes; casi todos tenían la edad de Sugawara, y eran por lo tanto demasiado jóvenes para haber desempeñado algún papel en la Guerra del Pacífico, muchos de ellos ni siquiera habían nacido entonces.

De vez en cuando, Sugawara reconocía incluso a un oficial o un soldado raso que había servido en las Fuerzas de Autodefensa y, ocasionalmente, a algún profesor de sus días en la Academia de Defensa Nacional. Quedaba perplejo al ver como estos jóvenes cantaban lo más fuerte que podían, mientras las palabras se deslizaban por las pantallas de televisión, y vitoreaban con la mayor intensidad posible cuando los viejos documentales mostraban escenas de victorias japonesas.

«En el sacrificio está nuestra alegría» rezaban las palabras de la canción del bar; «no hay mejor recompensa que una muerte gloriosa».

Sugawara pensó que éstos eran el equivalente japonés de los jóvenes neonazis alemanes, cabezas rapadas, pero en lugar de suprimir el movimiento, el gobierno japonés fomentaba los bares de canciones militares, y promovía las asociaciones como una forma de que los jóvenes hombres de negocios y los burócratas hiciesen alianzas que podrían impulsar sus carreras. Su uniforme no era la cabeza rapada, sino el traje de negocios; sus armas no eran los clubes y los agitadores sino el yen, el
zaibatsu
, la burocracia. Sin embargo, compartían los mismos enemigos, los judíos, los extranjeros y otros que no actuaban, parecían o pensaban igual que ellos.

Para estos samuráis
sarariman
, la guerra no sólo no se había terminado, sino que continuaba, y esta vez la estaban ganando.

«Toda la gloria a
Yamato zoku
», la raza japonesa. Las palabras se derramaban por el callejón y lo llenaban con una intensidad cada vez más emocional. «Toda la fuerza a
Yamato damashii
, el alma japonesa». «Cien millones de corazones latiendo como uno solo». Sugawara se encogió, intentando no oír las estrofas finales que ya había escuchado en su cabeza. «Puesto que somos el destino, la única, la
shido minzoku
, la raza principal».

Aunque a Sugawara le costase comprenderlo, el Jiminto —el Partido Liberal Democrático, que gobernaba en Japón— había tenido éxito en sus intentos para hacer resurgir el culto a la divinidad del emperador.

Aunque los ocupantes estadounidenses y la constitución que habían escrito para Japón prohibían el culto al emperador, no emprendieron ninguna acción cuando el Instituto Imperial se restableció y tampoco protestaron cuando, en 1960, el primer ministro Hayato Ikeda y su gabinete confirmaron la divinidad del emperador y el papel que el espejo sagrado, el
yata
, desempeñaba en la identidad japonesa.

A medida que Sugawara caminaba hacia el restaurante, escuchaba la letra con más claridad pero, de forma más intensa, escuchó la fe incuestionable que había tras las palabras. ¿Cómo era posible que tanta gente creyese de forma tan literal en la naturaleza divina de un hombre, tan sólo un hombre? En 1973, la nación celebró otro ritual prohibido por los norteamericanos, el
kenjinogodoza
, el culto a otras dos insignias imperiales, la espada y las joyas.

Cuatro años después, el emperador Hirohito se retractó de las palabras que había pronunciado en 1946, palabras exigidas por los victoriosos estadounidenses, en las que renunciaba a cualquier reivindicación de divinidad.

Además, estaba el santuario Yasukuni, donde todos los caídos japoneses de la guerra, seguramente incluyendo criminales de guerra tan malvados como los peores nazis de Alemania, eran adorados como dioses. El santuario estaba legitimado por las visitas que recibía de cada primer ministro, ministro de gabinete y ocho millones de personas al año.

Todo ello enfurecía a Sugawara. ¿Por qué los japoneses estaban tan dispuestos a ser liderados por mentirosos y farsantes?

Kurata se detuvo de pronto y puso una mano sobre el hombro de Sugawara.


¿Hai
?Kurata-
sama
—Sugawara se detuvo.

—He estado pensando, justo ahora. Parece como si estuviésemos en el proceso de erradicar muchas de las espinas que nos han estado pinchando desde el pasado durante semanas y meses.

Kurata hizo una pausa y miró pensativamente a su sobrino. Sugawara sabía por experiencia que debía permanecer callado y ser paciente. Su tío asintió ligeramente para sí y continuó.

—Nosotros, con esto quiero decir los japoneses patriotas y no sólo Daiwa Ichiban, durante años nos hemos sentido acosados por los esfuerzos de una organización conocida como
Shinrai
, que ha intentado ponernos en situaciones embarazosas por nuestro heroísmo en la Gran Guerra patriótica.


¿Shinrai
,la Verdad?

—Sí. Son una banda disoluta de descontentos y gente emocionalmente perturbada, fanáticos en realidad, que tienen procesos entablados contra las grandes compañías que hicieron que nuestro esfuerzo de guerra fuese posible. Han removido sentimientos e incluso han provocado a los chinos a emprender ciertas acciones que nos afectan a nosotros y nuestro gran país.

Hizo otra pausa y ladeó la cabeza hacia las canciones que surgían del interior. El viento removía su abrigo como si fuese un carterista.

—Creo que ha llegado el momento de que empecemos a eliminar a esos cerdos insignificantes —continuó—, para detener sus mentiras y bloquear sus esfuerzos. En mi despacho hay un expediente que deseo que leas y lo discutas con la señorita Gaillard, se trata de un programa para su neutralización.


Hai
,Kurata-
sama
.

Kurata asintió, luego atravesó con decisión la puerta abierta del restaurante. Sugawara lo siguió y los guardaespaldas siguieron a Sugawara. Permanecieron en la entrada, en una zona de la recepción débilmente iluminada, sobre todo por las brillantes luces que se escapaban por la puerta abierta del bar principal, donde una canción estaba desgranando sus notas finales.

Allí se encontraban dos hombres, uno junto a otro, de pie, mirando hacia el salón principal.

—Te lo dije, tenemos que hacer algo —dijo un hombre bajo muy delgado, sosteniendo un montón de menús impresos con la mano—. Asumirán el poder a menos que un nuevo viento divino llegue y los barra bien lejos.

Sugawara miró a su tío e hizo un gesto con la mano para preguntarle a Kurata si quería que interrumpiese a los dos hombres, para anunciar su presencia. Kurata movió la cabeza e indicó que no lo hiciese moviendo su dedo índice.

—¡Ese bastardo comunista debería ser asesinado! Imagina, el primer ministro disculpándose por la Gran Guerra patriótica —dijo el segundo, un hombre corpulento y gordo, que Sugawara reconoció por las fotos de los periódicos como el propietario de un estadio de sumo y miembro del Diet, del partido ultrapatriótico de Kurata.

—Al menos nos mantenemos firmes en el Diet —resopló el hombre delgado—. ¿Qué vas a hacer con esos procesos? Los coreanos, los norteamericanos, los holandeses, todos los apestosos
gaijin
están presentando demandas de indemnización.

—Cambiaremos las leyes que les dan fundamentos. Además, ningún juez japonés fallará a favor de esos piojos —dijo el hombre gordo.

—Y los que lo hagan —hizo el gesto de cortarse el cuello con un dedo.

—Todo eso está muy bien —insistió el hombre delgado—. Pero he oído que también están presentado demandas contra empresas y corporaciones. Creen que los
zaibatsu
pueden pagarles con gestos de relaciones públicas, algo para evitar empañar sus reputaciones y sus ventas, en especial en Corea y China.

El hombre gordo se encogió de hombros.

—Deben hacer lo que deben hacer. Sólo podemos facilitarles el camino que elijan.

El hombre delgado miró detrás de él y vio a Kurata allí, esperando.

—¡Kurata-
sama
! —dijo el hombre delgado y dejó caer los menús al suelo.

Se inclinó con una profunda reverencia. El hombre gordo le imitó; Kurata, Sugawara y los guardaespaldas devolvieron los saludos, todos con el grado correspondiente relativo a su situación.

—Nos sentimos muy honrados; sus seguidores están ansiosos de verle.

Un murmullo de conversación llenaba el salón principal después de que finalizase la última canción. El hombre delgado dio un puntapié a los menús tirados por el suelo para apartarlos del paso, y condujo a Kurata dentro de la habitación, donde más de doscientos hombres estaban sentados, bebiendo y fumando.

El propietario no tuvo que decir ni una palabra; la gente que estaba más cerca de la puerta reconoció a Kurata e, inmediatamente, creció el silencio mientras se inclinaban profundamente. En unos pocos segundos, en toda la habitación reinó un silencio sepulcral. Kurata se inclinó; Sugawara y los guardaespaldas también se inclinaron. Sugawara miró por toda la sala y, de nuevo, le impactó lo joven que parecía el público. La nueva progenie se alimentaba de una ideología del pasado, dando nacimiento a lo que había sido abortado antes de que la generación anterior pudiese alcanzar el éxito. Aquí y allí, Sugawara vislumbró retazos de un color que le era familiar, el azul grisáceo de las Fuerzas de Autodefensa terrestres, uniformes de trabajo caqui de las FAD de la Marina, y el azul claro de las FAD Aérea. Entre las FAD de Tierra vio un arco iris de ribetes de uniformes que identificaban a los hombres de infantería —ribete rojo—, las unidades blindadas —amarillo— y los aerotransportados —blancos—. Rezó una oración en voz baja de agradecimiento, porque no reconoció ninguno de los rostros allí presentes. Mientras Akira escaneaba las mesas, su vista se fijó en los restos que quedaban de la anterior generación; una mesa en la que había seis ancianos entrecanos consumidos, sentados a la cabeza, en la sala, en su lugar de honor; eran los restos del
Seikonkai
, la Asociación del Espíritu Perfeccionado. Eran los más activos de los grupos de veteranos desde la década de 1960, cuando toda la supervisión norteamericana se desvaneció, hasta la de 1980, cuando las muertes se hicieron cada vez más frecuentes.

Los
Seikonkai
recibían honores del gobierno de Tokio, eran recompensados con los más altos honores y se les concedieron los más altos respetos por parte de las organizaciones cívicas.

El
Seikonkai
fue fundado por el doctor Shiro Ishii y estaba compuesto exclusivamente por veteranos de la infame Unidad 731. Era, pensaba Sugawara, como si Josef Mengele y sus subordinados hubiesen sido reconocidos como héroes por los alemanes modernos, honrados con discursos de Bonn, Berlín o cualquier otra ciudad.

—… ; de estar aquí esta noche —Kurata ya había empezado a hablar.

Sugawara se concentró en las palabras de su tío, aunque las había escuchado mil veces.

—Vosotros sois el filo de la espada de Yamato —decía Kurata—, la primera y más valiosa línea de defensa contra los
gaijin
y aquellos de nuestro propio pueblo que hacen el juego a los
gaijin y
destruyen nuestra cultura única. Puesto que nosotros no somos solamente una nación, sino una única tribu unida por nuestro antepasado común, el gran Jimmu. Somos la raza más pura de la Tierra, la raza más pura que el mundo haya conocido jamás, o incluso que conocerá, porque las otras razas han contaminado sus líneas de sangre con genes inferiores. Somos fuertes porque somos puros; igual que los cortes del láser porque su luz es completamente pura, somos fuertes y nos impondremos gracias a la pureza de nuestra sangre. Sentimos como uno, creemos como uno, actuamos como uno —su voz se elevó—. ¡Nosotros somos uno! ¡Nosotros somos Yamato!

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