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Authors: Lewis Perdue

Tags: #Intriga, #Terror, #Ciencia Ficción

El ojo de fuego (19 page)

BOOK: El ojo de fuego
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—¿Por qué?

Ella dudó antes de responder.

—Porque…, porque no estoy segura en quién confiar.

—Claro, pero ¿no pensarás acaso que el presidente tenga algo que ver con esto?

—Yo ya no sé qué pensar —replicó Lara, y luego describió su reunión con Kurata en la Casa Blanca.

—No sé. Simplemente creo que estás llevando esto demasiado lejos y que imaginas cosas sobre ese tema que no están justificadas —replicó Durant.

—Eso es porque tú prefieres no verlo, Peter —dijo ella, furiosa, cuando el semáforo cambió y la obligaba a girar—. ¡Eres igual que cada jodido tipo de esta apestosa ciudad, con esa visión de túnel moral que, convenientemente, borra de su mente cualquier cosa que no está vinculada a sus propios objetivos egoístas!

Los edificios del Departamento de Estado se alzaban a la derecha, mientras Lara daba la vuelta por el carril de la izquierda que la llevaría por la parte norte del Lincoln Memorial. De nuevo se preguntó dónde habían ido a parar los gigantes y los héroes de la nación.

—¡Eso es un golpe bajo, Lara! —Durant estaba furioso.

—Entonces, ¿no ves que Daiwa Ichiban compró GenIntron para poder conseguir las últimas piezas vitales que necesitaban para perfeccionar un arma genéticamente orientada? Lo que se dijo que era lepra coreana no es más que eso.

—¡Vamos, Lara! Creo que tienes una imaginación desbordante. No veo cómo puedes justificar la descabellada conclusión a la que has ido a parar.

—Está bien, hablemos.

—En la actualidad, las cosas son terriblemente difíciles —dijo de mala gana—, el presidente…

—¡Que se joda el presidente! —soltó Lara bruscamente—. Esto es importante, Peter.

—¡Estaaá bieeen! —Luego dudó—. Me reuniré contigo en mi despacho, a las nueve, mañana por la mañana.

—¿No podemos encontrarnos fuera de la Casa Blanca?

—Lara, en mi despacho a las nueve, mañana —dijo Durant duramente, luego colgó.

—Gilipollas —masculló ella.

Lara maniobró su Suburban directa al puente Memorial. Cuando por fin se dirigía hacia el sur por el paseo, hacia el Pentágono, intentó contactar con el teléfono móvil de Ismail de nuevo.

—Creo que seguramente obtendremos algunos resultados esta tarde —dijo Craig Bartlett mientras conducía con habilidad su desvencijado Volvo por el estrecho y serpenteante atajo de dos carriles, que se retorcía por las colinas entre La Jolla y Rancho Bernardo, justo al norte de San Diego.

Era un experimentado investigador de genética molecular en el Scripps Institute. Ismail Brahimi estaba sentado en el asiento del acompañante, a su lado, y su teléfono móvil empezó a sonar.

—¿Diga? —contestó—. ¿Diga? —el auricular crujió con la estática. Movió la cabeza y colgó el aparato.

—Aquí entre las colinas no hay mucha cobertura —dijo Bartlett.

Brahimi asintió.

—Gracias por la hospitalidad. Hubiese podido alojarme en un hotel.

—Sabes que no te lo habría permitido.

—Gracias —dijo Brahimi con una alegría que no sentía. Algo estaba terriblemente mal en las muestras enviadas de Tokio.

Bartlett bizqueó a causa del intenso sol que lo deslumbró al girar el volante a la derecha, a la izquierda, a la derecha de nuevo, conduciendo el Volvo por la estrecha carretera de asfalto, plagada de curvas sin visibilidad.

Después de que el coche hubiese pasado, tras él, un hombre con un casco en la cabeza y vestido con ropas color naranja del departamento de transportes de California salió de entre la artemisa y el seco chaparral y colocó una hilera de conos color naranja a través de la carretera. Después de regresar a la maleza, conectó el
walkie talkie
y dijo una sola palabra, «ahora».

La carretera se estrechó, y se hizo aún más tortuosa, mientras el Volvo se acercaba a la cima de las colinas que separaban la costa del área interior. Redujo una marcha para entrar en la curva muy cerrada que sabía que iba a llevarles hasta la cresta.

—¡Jesús! ¿Qué es esto? —gritó Bartlett al doblar la curva cerrada.

Brahimi miró justo a tiempo de ver el tanque de propano de un camión volcado en el suelo, con su largo tráiler como una bomba bloqueando la carretera por completo.

Su mente se llenó con las imágenes de las noticias de televisión de cisternas que ardían y columnas de fuego que se elevaban hacia el cielo. Bartlett pisó el freno, sintió que los frenos de los neumáticos se soltaban y las ruedas empezaban a derrapar. La cisterna de propano se acercaba a toda velocidad. Con los ojos abiertos de par en par por el miedo, giró hacia la curva; el Volvo se deslizó hacia el tanque, ahora de lado, reduciendo la velocidad casi imperceptiblemente. Por un momento pareció que el coche iba a volcar, pero luego recuperó el equilibrio. Una eternidad después, entre el hedor a azufre de la goma derrapada y los gritos de los neumáticos torturados, el coche se detuvo justo a pocos centímetros de la cisterna inutilizada.

—¡Joder! —exclamó Bartlett, inclinó su cabeza contra el volante e inspiró profundamente. Al cabo de unos minutos, se incorporó en el asiento, se echó hacia atrás e inspiró de nuevo, profundamente; después soltó un largo y tembloroso suspiro. A su lado, Brahimi luchaba por controlar el temblor de sus manos mientras miraba el camión.

—¿Qué demonios es esto? —dijo Brahimi.

Abrió la puerta y vio al conductor echado bocabajo en la carretera.

—¡Mira! —lo señaló.

Los dos salieron corriendo del Volvo y se dirigieron al camión. Intentaron marcar el 911 en sus móviles. Pero no había cobertura.

Un movimiento en lo alto de la colina captó la atención de Brahimi. Se detuvo y miró hacia lo alto, sobre la carretera. Al hacerlo vio una figura solitaria, alta, una persona delgada con las piernas separadas, que se recortaba contra la brillante luz del sol. La persona que estaba allí de pie estaba demasiado lejos para poder decir si era un hombre o una mujer, o para distinguir la pequeña caja de metal que llevaba en una mano o para ver un dedo índice mientras pulsaba el pequeño botón rojo del panel frontal de la caja.

Capítulo 16

—Increíble. Jodidamente irreal —Lara Blackwood murmuró mientras se inclinaba sobre el creciente montón de papel que vomitaba una pequeña impresora HP LaserJet, en el salón comedor. Al lado de la impresora, la luz del indicador del disco duro de su portátil parpadeaba continuamente. Tardaría horas antes de que la impresora acabase de imprimir todos los datos que había bajado de Internet, algunos de ellos gratis y fácilmente disponibles, otros que provenían de bases de datos registradas y se debían pagar precios exorbitantes.

Lara agarró otro montón de papel de la impresora y bostezó mientras miraba la página superior. Le ocuparía días leer todo aquello, pero leerlo como ella quería. En alguna parte, entre el torrente de información, creía que estaba la información sobre Kurata que la ayudaría a entender cómo estaba implicado en el asunto de la lepra coreana y por qué. Y, lo que era más importante, tal vez sería precisamente el fragmento correcto de datos que le diría qué era lo que ella podía hacer al respecto. Leyó todas las páginas que contenían la segunda o tercera variante de la biografía de Kurata. Todas parecían iguales; no obstante, Lara lo intentó una y otra vez, con la esperanza de que uno de los resúmenes o tal vez los artículos de periódicos contuvieran aquel único trozo de información que ella buscaba.

Hojeó las páginas con rapidez, saltándose la historia que ahora ya le era familiar; Kurata, nativo de Kioto, adolescente heroico, hijo de una antigua familia samurái, entrenado y preparado para las misiones torpedo suicidas contra la flota estadounidense, educado en el negocio familiar de la medicina con hierbas que rápidamente convirtió en un negocio internacional, adquirido en 1955 por la Daiwa Ichiban Corporation, una pequeña y nueva compañía con grandes aspiraciones. Durante los veinte años siguientes, Kurata impulsó la carrera corporativa de la empresa y convirtió Daiwa Ichiban en un
zaibatsu
con intereses internacionales y participaciones en los sectores de la banca, el acero, la electrónica, la navegación, las farmacéuticas, las químicas, la manufactura pesada, los astilleros y los automóviles. Y, junto a todo ello, por el camino, a lo largo de los años se convirtió en un icono del movimiento neonacionalista. Los viejos mitos de la superioridad racial de los japoneses, el culto al emperador, los orígenes divinos de los japoneses y la noción de que un mundo caucásico estaba injustamente confabulado contra ellos le hizo crecer capa a capa con el tiempo hasta que se convirtió en la perla negra de Japón.

En 1976, Kurata dedicó su considerable influencia y la inestimable riqueza de Daiwa Ichiban en la batalla por sanear los libros de texto de la nación y proyectar una buena imagen del papel japonés desempeñado en la Segunda Guerra Mundial. Gracias a sus esfuerzos y la complicidad del gobierno, los escolares japoneses aprendieron que la guerra había sido causada por los agresores occidentales. Las invasiones japonesas de sus vecinos fueron «avances», y la subyugación de obreros esclavos fue una «movilización de fuerza laboral».

Hacia 1977, las nuevas directrices históricas del ministerio de educación en lo relativo a la historia básica de Japón habían reducido la Segunda Guerra Mundial a seis páginas de los cientos que ocupaba. La mayoría de esas seis páginas estaban ocupadas por fotos de la bomba atómica de Hiroshima, imágenes de japoneses muertos en la guerra, fotos del bombardeo de Tokio y otras «atrocidades caucásicas». Al año siguiente, Kurata lideró los procesos para rehabilitar a Tojo y otros trece criminales de guerra convictos y, con éxito, logró que fueran santificados como deidades en el santuario Yasukuni. Todos los primeros ministros, desde entonces, excepto Morihiro Hosokawa, visitaron Yasukuni para rezar a Tojo y los otros caídos de guerra.

Lara sacudió la cabeza despacio, mientras se levantaba y llevaba la taza de café vacía a la cocina para volverla a llenar. Bebió un sorbo y luego regresó a la condenatoria evidencia que vomitaba su impresora. Había sido Kurata, las páginas se lo decían. Había sido él quien había dirigido el escándalo contra el primer ministro Hosokawa en el pasado, a fines de la década de 1990, porque sugirió que Japón debía una disculpa al mundo por su agresión en el Pacífico. Kurata se aseguró que la carrera política de Hosokawa tuviese una muerte rápida. Un miembro del Diet que se había mostrado de acuerdo con los puntos de vista de Kurata era Shintaro Ishihara, que expresaba que Hosokawa merecía morir por sus sugerencias de que era necesario disculparse. Ishihara, que coescribió un libro neonacionalista y racista, que atacaba a los caucásicos, junto con el presidente de Sony Corporation, Akio Morita, llamado
El Japón que puede decir no
, se convirtió en un feroz apologista para el ala derecha, implicando entre otras cosas que la invasión japonesa de sus vecinos en realidad había sido un bien para ellos. «Los países asiáticos que se expanden económicamente —Corea del Sur, Taiwán, Singapur…, todos estuvieron controlados por Japón en un momento dado, antes o durante la Segunda Guerra Mundial. Gracias al intenso esfuerzo, incluyendo la contribución de Japón, los países están haciendo un rápido progreso social y económico. No se puede decir lo mismo de ningún país donde los caucásicos son preeminentes».

—¡Caramba! —murmuró Lara mientras sorbía otro trago de café—. El renacimiento de Tojo.

La base de datos recorría textos completos de artículos de varios periódicos y revistas. Uno indicaba que Kurata había financiado personalmente a una continua sucesión de fanáticos, incluyendo al que disparó e hirió a Hitoshi Motoshima, el alcalde de Nagasaki, después de que Motoshima sugiriese que el emperador Hirohito debía cargar con la responsabilidad de los crímenes de guerra. Nunca se llegó a probar ningún vínculo, pero artículo tras artículo implicaban que la mano de Kurata, su carisma y su dinero habían guiado y apoyado el movimiento militarista de Japón de vuelta a sus actitudes previas a la Segunda Guerra Mundial. Además, los artículos sugerían que los japoneses, condicionados a cumplir con las normas sociales que requerían que «el clavo que sobresale debe ser golpeado con fuerza», parecían contentos de seguir bajo su liderazgo. Algunos artículos de análisis de las bases de datos concluían que las dificultades económicas de Japón de mediados de la década de 1990 y, de nuevo, a principios del nuevo siglo habían alimentado el apoyo al ala derecha, que culpaba de los problemas a las conspiraciones inspiradas por los caucásicos y a las reducidas, pero visibles, comunidades de indios, coreanos, bangladesíes, filipinos y otras razas consideradas «inferiores».

Después de leer la última página del montón que había recogido de la impresora, Lara suspiró. ¿Por qué no se había enterado de eso antes? Los artículos de las bases de datos estaban disponibles, pero de forma inconexa, y nunca antes nadie los había juntado. ¿Los editores tenían miedo de ofenderles? ¿La compra de las empresas de medios de comunicación por parte de Sony y otras corporaciones japonesas habían enfriado los debates? La idea la hizo temblar. Dejó la taza de café y tomó otro montón de papel de la impresora. Ahora, mientras Lara leía la copia en disco más reciente, la profunda y vacía oscuridad que bullía en su corazón se volvió tensa, retorcida y fría. La búsqueda en la base de datos de Kurata y Daiwa Ichiban había vaciado información sobre las unidades de experimentación médica japonesa secreta, que habían realizado terribles experimentos médicos en desventurados civiles chinos en Manchuria y prisioneros de guerra aliados. Estaba la Unidad 731 y un doctor llamado Shiro Ishii, el nombre le era vagamente familiar a Lara. Con un bolígrafo subrayó el nombre. El texto indicaba que Ishii era un «Mengele japonés» que, entre otras muchas atrocidades, había congelado a miles de inocentes hasta la muerte para estudiar el desarrollo de la congelación y la hipotermia. Las autoridades no lo habían procesado por sus crímenes de guerra porque el ejército norteamericano lo consideró un genio de la guerra bacteriológica. En lugar de castigarle, le recompensaron, a él y a cientos de sus colegas, con inmunidad y unas cómodas vidas subvencionadas por el gobierno, como intercambio por su cooperación en el desarrollo de armas para combatir el comunismo mundial. El texto histórico describía múltiples centros de «experimentación» en Manchuria, China, Filipinas, Indonesia y el mismo Japón. Le entraron náuseas y sintió aversión al leer los detalles de la tortura, la perversión y los crímenes contra natura que habían sido oficialmente sancionados por el gobierno japonés, con el conocimiento del mismo emperador Hirohito.

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