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Authors: Lewis Perdue

Tags: #Intriga, #Terror, #Ciencia Ficción

El ojo de fuego (20 page)

BOOK: El ojo de fuego
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El texto se desviaba de pronto de las atrocidades médicas hacia la política oficial del gobierno japonés, que hacía de la violación un instrumento de guerra. «Fui testigo de la violación de una mujer china por diecisiete soldados japoneses uno tras otro», testificó un joven profesor de la Universidad de Nanjing, sus palabras estaban registradas en la base de datos de los Archivos Nacionales que contenían documentos sobre los juicios por crímenes de guerra de Tokio. «No me molestaré en repetir los casos ocasionales de comportamiento sádico y anormal relacionados con las violaciones, pero sólo en la zona de la universidad, una niña de nueve años y una anciana de setenta y seis años fueron violadas». Los testigos del juicio estimaron que, en seis semanas de ocupación japonesa de Nanjing, fueron violadas unas veinte mil mujeres. Muchas de ellas también fueron mutiladas y asesinadas. Las niñas y las mujeres entre trece y cuarenta años eran reunidas y violadas en grupo. Hsu Chuanying, un funcionario de sesenta y dos años del ministerio chino de ferrocarriles, explicaba en ese mismo juicio: «Visité un hogar donde tres de las mujeres habían sido violadas, incluyendo dos niñas. Una niña fue violada sobre una mesa y, mientras yo estaba allí, la sangre derramada sobre la mesa aún no se había secado».

—¡Jodidos monstruos! —Lara lanzó violentamente los papeles sobre la mesa y se levantó tan abruptamente que la silla cayó hacia atrás, con un ruido sordo al golpear débilmente una caja de cartón a medio llenar.

—Jodidos animales hacéis que los serbios y los talibanes parezcan la madre Teresa.

Respirando agitadamente, en una lucha contra las oleadas de furia que le atenazaban el pecho, Lara dejó la taza de café y subió a cubierta en busca de un poco de aire fresco. El viento de medianoche soplaba agitado, los débiles y distantes susurros de un huracán que viajaba erráticamente y que soplaba desde las Carolinas llegaban hasta ella. Lara disfrutó del viento y se dio la vuelta para que le acariciase el rostro.

—¿Cómo puede ser que no sepamos esas cosas sobre los japoneses? —se preguntó—. Sabemos lo que hicieron los nazis pero nunca llegamos a enterarnos de que los japoneses masacraron a más de seis millones de civiles inocentes, sobre todo de razas «inferiores» o «contaminadas» como chinos, coreanos, filipinos y blancos.

Arriba, en la zona del aparcamiento, detrás de la cadena que hacía de valla, un brillante BMW esquivaba las luces naranjas, buscando una plaza de aparcamiento. Más allá del ostentoso sedán alemán, un grupo de jóvenes adolescentes con pantalones anchos se apiñaban y hablaban en la acera. Los observó un momento. Era difícil decir si eran sólo unos críos pasando el tiempo o una banda callejera que pensaba que era hora de matar. Con frecuencia, las bandas cometían actos vandálicos contra los edificios del puerto deportivo y, de vez en cuando, irrumpían en las embarcaciones para robar. Era gracioso, pensó, que las leyes de control de armas nunca los hubieran detenido.

Los japoneses habían igualado o excedido las atrocidades por las que eran conocidos los nazis y lo habían hecho, sin embargo, con un ansia de sangre que rivalizaba con Idi Amin Dada o Pol Pot. Sin embargo, nadie sabía nada…, ni parecía preocuparse por ello. ¿Estados Unidos aún sentían la necesidad de mantener la finalidad de su pacto faustiano con el «Mengele japonés» ahora que el comunismo había implosionado? ¿Esos pactos inmorales eran inevitables? ¿Si se tenía que hacer el mal para proteger nuestra capacidad para hacer el bien, entonces cómo afecta al bien que intentábamos hacer?

De pronto, la intensa rabia que sentía se volvió contra ella al caer en la cuenta de que, vendiendo GenIntron, había vendido también sus convicciones precisamente como lo había hecho el gobierno que protegía a los monstruos imperiales de Japón, que habían igualado a los nazis en pura maldad.

En la distancia, los adolescentes se fueron dispersando. Lara bajó de nuevo, y cerró con cuidado la escotilla tras ella. Caminó con precaución hacia la proa, y comprobó que todas las escotillas estuviesen adecuadamente aseguradas. Lara regresó al salón comedor y se enfrentó de nuevo con el montón de hojas impresas. La búsqueda por ordenador había encontrado las actas de la Conferencia de 1989, sobre el significado del Holocausto para la bioética en la Universidad de Michigan. Impactada, Lara leyó la página y se enteró de que Shiro Ishii, el «Mengele japonés», había sido honrado por el gobierno japonés en 1984, premiado con el premio Extraordinario para la Investigación Médica por su trabajo sobre la regulación de la temperatura en humanos. Ese trabajo, sabía ella por sus anteriores lecturas, se había basado en la tortura de civiles inocentes chinos y prisioneros de guerra de las fuerzas aliadas en cubas de agua congelada, para ver cuánto tiempo permanecían con vida y cómo la hipotermia progresaba hasta la muerte. ¿Cómo pudieron hacerlo? ¿Cómo podía el gobierno actual de lo que pretendía ser una nación ilustrada dar tales honores a un monstruo tan odioso? Luego, mientras leía, comprendió que aún era peor. No sólo Ishii había recibido honores, sino que los que habían trabajado con él en la Unidad 731 habían alcanzado posiciones de gran poder, influencia y prestigio en Japón, incluyendo a varios jefes de institutos nacionales de la salud de Japón, la Dirección general de salud pública, importantes puestos en las facultades de las universidades de Tokio, Kioto y Osaka…; Muchos estaban empleados en cargos de responsabilidad en empresas bien conocidas como Takeda Pharmaceutical Company, Hayakawa Medical Company y, contuvo el aliento, en el consejo de administración de Daiwa Ichiban Corporation y su filial NorAm Pharmco.

—¡Cielos! —exclamó Lara débilmente.

La pesadilla de su vida se había hecho realidad de una forma que nunca antes hubiera imaginado. Las manos le temblaban cuando leyó la página una y otra vez, esperando tal vez que los nombres desapareciesen. Se le saltaron las lágrimas. Kurata había designado a dos de los cohortes de Ishii, criminales de guerra por méritos propios, para cubrir las plazas vacantes en el consejo de administración de GenIntron, que habían dejado vacantes Ismail Brahimi y ella.

Capítulo 17

El edificio de ladrillo, color crudo, y de dos plantas, perteneciente al Laboratorio 73, estaba separado del resto de los edificios despersonalizados y anodinos del vasto complejo Tachikawa, en la periferia occidental de Tokio, donde la apiñada jungla urbana se entregaba a los arrozales y las arboledas de bambú.

Tachikawa era una antigua ciudad que se alzaba en las llanuras, al este de los montes Chichibu, visibles solamente aquellos raros días cuando el
smog
tóxico de Tokio no era tan intenso. A pesar de sus antiguas raíces, Tachikawa era un suburbio arenoso para los que trabajaban en las vastas factorías de los modernos
zaibatsu
: Honda, Mitsubishi, Toshiba, y mil más.

En la historia más reciente, Tachikawa había sido utilizada como centro de la maquinaria de guerra japonesa para la investigación y el desarrollo. Las instalaciones destinadas a la investigación se encontraban entre las que ocuparon en primer lugar las tropas aliadas después de la rendición de Japón. A causa del largo plazo transcurrido entre la rendición y la ocupación real por parte de las tropas estadounidenses, muchos de los materiales más delicados del centro de investigación y desarrollo se distribuyeron entre los científicos y los investigadores que los escondieron como bazas a intercambiar contra las penas de prisión o ejecución.

En 1977, cuando los norteamericanos devolvieron la base a las Fuerzas de Autodefensa japonesas, alijos de documentos, papeles, libros de laboratorio e incluso prototipos aún estaban escondidos bajo tierra en jardines particulares y hogares ancestrales de las casas de campo de los que estaban relacionados con los trabajadores. Ninguno de los científicos que trabajó en Tachikawa fue procesado por el tribunal de crímenes de guerra de Tokio. La mayoría de los edificios habían vuelto a albergar los sistemas más destacados de investigación y desarrollo relacionados con la defensa, incluyendo el avión de combate FSX, con el cual Japón intentaba dejar atrás la supremacía estadounidense, tal como había hecho con los semiconductores, los televisores y los automóviles.

Desde las ventanas superiores del tercer piso del edificio de ladrillos que albergaba el Laboratorio 3, los diseñadores del FSX apenas podían vislumbrar el Laboratorio 73, escondido tras la densa espesura de bambú, ni siquiera desde el resto de ese complejo de alta seguridad, protegido con dos verjas electrificadas de seis metros, rematadas en lo alto con alambre de púas. Perros y hombres armados patrullaban por la zona de tierra que había entre las alambradas. El Laboratorio 73 tenía incluso su propia entrada separada, de manera que sus trabajadores no tuviesen que mezclarse con el personal de los otros laboratorios. Aunque sólo una elite de unos pocos japoneses y norteamericanos sabían de la existencia del Laboratorio 3 y su trabajo en el FSX, ninguno de los empleados del Laboratorio 3 tenía ni la más ligera idea de lo que sucedía tras las paredes del Laboratorio 73.

El Laboratorio 73 llevaba a cabo, precisamente, los mismos tipos de investigación y desarrollo que hacía antes y durante la Segunda Guerra Mundial, bajo el mando del teniente general del ejército Shiro Ishii. Entonces se conocía como la Unidad 731.

El tejado del Laboratorio 73 se erizaba con las antenas parabólicas que conectaban sus superordenadores, a través de enlaces de calidad de fibra óptica y con comunicaciones seguras encriptadas, con otros superordenadores ubicados por todo el mundo y operados por los socios de investigación. Era el nodo central de una red global que abarcaba los muchos laboratorios de Daiwa Ichiban Corporation y sus filiales, incluyendo NorAm Pharmco y ahora GenIntron.

Para mantener una estricta seguridad y evitar que las personas que realmente llevaban a cabo la investigación se hicieran una composición global de lo que se hacía, se distribuía la investigación fragmentada entre laboratorios periféricos y se unía solamente en un único lugar: Tachikawa. Incluso en Tachikawa, sólo un puñado de personas, que ocupaban los cargos más altos, conocía lo que se llevaba a cabo en conjunto. Uno de ellos era Kenji Yamamoto. Científico de formación, el trabajo de Yamamoto ya no era la investigación. Después de treinta y cinco años como científico del Laboratorio 73, hacía las funciones de director del centro de producción de masa, que se encargaba de manufacturar grandes cantidades de sustancias desarrolladas en el centro.

Estaba de pie, al lado de la ventana que daba a las montañas y luchaba por controlar la furia que lo consumía en su interior. Inspiró profundamente, luego volvió a enfrentarse de nuevo a su torturador.

—No quiero volver a insistir con más intensidad de lo que ya he hecho hasta ahora en lo peligrosa que es su demanda de que la producción se incremente tan rápidamente —dijo Yamamoto.

Dio una calada a un cigarrillo y exhaló una bocanada de humo que se añadió al que ya flotaba en el aire, suspendido como sedimentos geológicos en compactas capas horizontales.

—¡Demonios, Kenji! —La gran oleada de furia de su voz casi sobrepasó el acento inglés, por lo general preciso de la BBC—. Lo único que has hecho estos tres putos meses es decirme que no puedes hacerlo. Ahora te estoy diciendo qué es lo que tienes que hacer. Kurata ha fijado la fecha y, a menos que estés jodidamente dispuesto a clavarte tu propia espada, te sugiero que muevas tu culo de gandul.

—Rycroft-
san
, por favor, escucha la voz de la prudencia —suplicó.

Edward Rycroft abría y cerraba los puños con fuerza mientras observaba al director de producción.

—Kurata no quiere prudencia —soltó bruscamente Rycroft—, quiere resultados…, y un montón de coreanos muertos.

—Pero su reciente método de producción no está probado —insistió Yamamoto—. Es rápido, pero es necesario probarlo mejor.

—Veamos, Kenji, ¿quién diseñó el método de producción para la prueba en Tokio?

—Usted, Rycroft-
san
.

—¿Hicisteis el trabajo tal como dije que se hiciera?

—Por supuesto, Rycroft-
san
, pero…

—¿La prueba anterior en Corea funcionó tal como dije?

—Sí, pero…

—¡No vuelvas a interrumpirme ni una jodida vez más! ¿Me oyes?


Hai
.—Yamamoto se inclinó.

—Eso está mejor —Rycroft bajó la voz—. Ahora escúchame, Kenji, y escúchame bien, porque te despediré si tengo que repetírtelo una vez más. Yo creé el proceso y funciona con precisión tal como predije en cada ocasión. Creé este nuevo proceso y funcionará de forma tan precisa como sucedió con los demás, porque yo lo digo. No olvides que tratas con un científico que está a medio paso del premio Nobel. ¿Cómo te atreves a cuestionar mi criterio?

Yamamoto tragó saliva con fuerza ante la humillación que estaba soportando y se inclinó profundamente.


Hai
,Rycroft-
san
.

—Entonces hazlo.

Rycroft se dirigió a la puerta y la abrió.

—Kenji, si los materiales no están a punto para cuando los necesitemos, tu familia sentirá tu fracaso durante generaciones.

Rycroft salió al pasadizo. Cuando cerró la puerta dando un portazo, sonó como si hubiese explotado una granada.

Capítulo 18

La lluvia salpicaba el parabrisas de la limusina del presidente mientras avanzaba por la avenida Connecticut hacia Chevy Chase.

—Dicen que casi tiene la fuerza de un huracán y que no debe menospreciarse. Creo que en alguna parte en Carolina del Norte ha generado algunos tornados tras él y ha barrido todo un campo de caravanas —dijo el presidente a Lara.

Estaba sentado al lado de Peter Durant, en el lujoso asiento de la limusina, mirando hacia delante. Lara estaba sentada sola, frente a ellos.

El presidente movió la cabeza. Su voz era más grave cuando dijo:

—Esto seguramente no va a ayudar a aumentar el número de asistentes —el presidente vestía zapatos de golf y una camisa de flores hawaiana. Volvió a negar con la cabeza—. No ayudará nada. Hizo una pausa mientras acariciaba y jugaba con un
putter
con empuñadura de oro, regalo del sultán de Brunei.

—¡Casi no puedo creer que esté diciendo esto en un momento como éste! —Lara Blackwood agitó una copia del
Washington Post
de la mañana delante de él. Estaba doblado por la página del artículo que hablaba de las violentas muertes de Ismail Brahimi y Craig Bartlett. Las lágrimas que derramó a primera hora de la mañana se habían cristalizado en rabia y resolución—. Es decididamente criminal que usted se preocupe porque la lluvia pueda arruinar un acto político para recaudar fondos, cuando personas con un talento increíble han muerto y uno de sus leales contribuidores corporativos está a punto de soltar una terrible enfermedad contagiosa que va a matar a cientos de miles de coreanos japoneses. El presidente miró a Peter Durant.

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