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Authors: Frédéric Lenoir

El Oráculo de la Luna (19 page)

BOOK: El Oráculo de la Luna
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—Pero…, decidme, ¿por qué razón deseabais venir a Venecia a hacer carrera, en lugar de a Florencia o a Roma?… ¿Por las mujeres o por el dinero?

El hombre se echó a reír. Giovanni esbozó una sonrisa y respondió con ironía:

—Por las dos cosas, evidentemente.

—¡Ah, qué razón tenéis! ¿Sabéis que acaban de hacer público un censo de ciento veinte mil almas en nuestra ciudad y que se calcula en más de diez mil el número de cortesanas? ¿Os dais cuenta? ¡Una media de una puta por cada seis hombres! ¡Se encargarán de aligerar rápidamente vuestros bolsillos! ¡Ah, qué tunantas! Si supierais lo que me han robado…

—«Robar» es una palabra muy fuerte. Seguramente vos habéis sido un poco permisivo.

—Desgraciadamente, el hombre es un ser irracional. Dedica días a ganar unas decenas de ducados… ¡y se apresura a perderlos en unos minutos en brazos de una desconocida!

—A decir verdad, señor, os sorprenderé confesándoos que no he degustado todavía el encanto de las damas de las que habláis.

El hombre se quedó estupefacto. Luego frunció los ojos.

—Ah…, no sabía que preferíais a los muchachos.

—En absoluto, señor. Lo que ocurre, simplemente, es que mi corazón está ocupado.

El hombre se irguió y dio una sonora palmada contra su muslo.

—¡Pero eso no tiene nada que ver, muchacho! ¿Cómo puede el amor de una mujer acabar con el deseo de gozar de todas las demás?

Giovanni sonrió sin responder. No tenía muchas ganas de prolongar aquella conversación y ya lamentaba haberse metido en ella.

—Ah, por lo que veo la cosa es seria, mi joven amigo —prosiguió su anfitrión inclinándose hacia él—. ¿Y se puede saber el nombre de la princesa que ha secuestrado vuestro corazón?

—Permitidme que guarde el secreto, señor —respondió Giovanni mirando a su interlocutor—. Pero, creo que me habéis hecho venir por un asunto comercial…

El hombre carraspeó y adoptó un aire grave.

—Sí, tenéis razón, vayamos al grano. Resulta que soy comerciante en especias, uno de los más importantes de la ciudad, y que en los últimos años nuestros mares son cada vez menos seguros. Dudo, pues, sobre el momento de hacer que mis galeras atraviesen el mar. Me han dicho que vos podéis, consultando los astros, dar preciosos consejos sobre el momento más oportuno para acometer una empresa… ¿Es cierto?

—En efecto, lo es. Haciendo vuestro horóscopo y mirando las posiciones de los planetas en los próximos meses, debería ser capaz de aconsejaros útilmente. Pero, como siempre, mi opinión no es infalible. Tenedla en cuenta para vuestro gobierno, entre otros factores.

—Hacer mi horóscopo me parece muy bien. Es algo que ya he encargado que me hagan por simple curiosidad. Pero ¿cómo podéis conocer las posiciones de los astros en los próximos meses?

—Mediante el mismo procedimiento que permite conocer su posición en el pasado. Los astros siguen en la bóveda celeste una trayectoria perfectamente conocida desde la Antigüedad. Con algunos cálculos astronómicos, se puede saber cuál será su posición diaria a lo largo de varios años, e incluso de varios siglos si tuviéramos tiempo de efectuar esos cálculos.

—¿Y vos habéis estudiado astronomía? —preguntó el mercader, cada vez más impresionado por la ciencia de su interlocutor.

—No. Poseo unas tablas astronómicas, llamadas efemérides, correspondientes a las décadas pasadas, y he invertido mis primeros ingresos en adquirir aquí unas efemérides para los tres próximos años. Así es como puedo intentar hacer algunas predicciones relativas al futuro, comparando los tránsitos de los planetas por los puntos esenciales del horóscopo de nacimiento del sujeto.

El mercader se quedó boquiabierto.

—Estos son los libros en cuestión —prosiguió Giovanni, sacando de su gran talego sus cuadernos y sus nuevas efemérides impresas—. Solo me falta el lugar, el año, el mes, el día y, si es posible, la hora de vuestro nacimiento, a fin de hacer vuestro horóscopo y compararlo con el recorrido actual de los planetas en función de vuestra pregunta.

El mercader se apresuró a facilitarle todos los datos necesarios. En menos de veinte minutos, Giovanni estableció el tema natal de su anfitrión. Necesitó, en cambio, más de una hora para estudiar la posición de los diferentes planetas en los siguientes meses y sacar una conclusión. Le aconsejó al mercader que esperara dos meses más para traer sus naves de vuelta a Venecia.

El hombre, encantado, le pagó el precio de la consulta: cuarenta ducados, una suma considerable para un trabajo tan rápido. Tras lo cual, Giovanni se despidió de su anfitrión y se dirigió apresuradamente a la planta baja del palacio, donde una góndola lo esperaba.

Esas consultas lo aburrían sobremanera, pero le permitían ganarse muy bien la vida. Y en Venecia todo era caro: la ropa, la vivienda, el servicio de los gondoleros… Convertido en unos meses en un personaje conocido, debía mantener su nueva posición social, y gastaba fortunas para dotarse de signos exteriores de belleza y riqueza, sin los cuales nadie puede frecuentar la alta sociedad de forma duradera.

Pidió al gondolero que lo llevara al palacio Priuli, en el barrio del Castello. La barca dejó el rio San Maurizio, giró a la izquierda en el Gran Canal y pasó por delante del suntuoso palacio que el viejo dux, Andrea Gritti, acababa de comprar. Contrariamente a lo que se rumoreaba, Giovanni no se había entrevistado a solas con el dux deVenecia. Se lo habían presentado en una fiesta, tres semanas antes, y el dux había manifestado interés por ese joven ambicioso y con talento. Le había propuesto que fuera a verlo al palacio ducal para hablar de la ciencia de los astros, en la que creía poco, aunque sin hacerle llegar una invitación oficial. Giovanni esperaba, pues, con impaciencia una señal de la más alta personalidad de la ciudad. No para favorecer su ambición social, sino su ambición íntima: acercarse a Elena.

Solo unos días después de su llegada inopinada a Venecia, Giovanni había encontrado sin dificultad el rastro de la biznieta del dux. En realidad, toda Venecia comentaba, divertida, la agitada vida sentimental de Andrea Gritti, que había tenido hijos tanto con su esposa legítima como con una religiosa enclaustrada y con unas concubinas turcas a las que había conocido durante su estancia en Constantinopla. Elena era la segunda hija de Vienna, nieta legítima del viejo dux. Vienna se había casado con Paolo Contarini, perteneciente a una de las más antiguas y prestigiosas familias patricias. Elena Contarini —ese era, pues, su nombre completo— vivía en un palacio situado en el Gran Canal.

Giovanni había averiguado también muy rápidamente otras dos cosas capitales. Una buena y otra mala. La buena era que Elena, pese a ser uno de los mejores partidos de la aristocracia veneciana, aún no se había casado. Giovanni estuvo a punto de desmayarse de alegría cuando fue informado de este hecho. Pero su felicidad se vio truncada por otra noticia: Elena se había marchado de Venecia hacía unos meses para reunirse con su padre, gobernador de la lejana isla de Chipre.

De hecho, la joven repartía su vida entre Venecia, donde residía su madre, que era de salud delicada, y Nicosia, la capital chipriota. Giovanni se había enterado después, con una excitación dolorosa, de que Elena iba a volver a Venecia en el transcurso del verano o, como mucho, en otoño. Así pues, había decidido esperar su regreso y aprovechar la primavera para introducirse en la alta sociedad veneciana gracias a la práctica de la astrología.

El éxito de su empresa había superado sus esperanzas más optimistas. Acogido desde el primer día por un anciano filósofo amigo de su maestro, había podido ejercer enseguida su arte para los ricos venecianos, que se apresuraron a difundir el rumor de que un apuesto y sagaz joven, discípulo del más célebre astrólogo italiano, acababa de establecerse en Venecia.

Giovanni no había ocultado sus orígenes calabreses, pero se había cambiado el apellido, que sonaba demasiado campesino y podía ser reconocido por uno de los venecianos que habían juzgado al joven en su pueblo natal. Afirmaba ser de la ciudad calabresa de Catanzaro, la única que conocía, y se hacía llamar Giovanni da Scola.

Se lo disputaban: una viuda para saber si encontraría esposo, un mercader para tranquilizarse sobre sus negocios, un notable para conocer la evolución de su situación. Giovanni no tardó en comprobar que lo que le había fascinado a él de la astrología —el conocimiento de sí mismo y de las grandes líneas del destino— interesaba mucho menos que las cuestiones de dinero, poder y amor. Al principio se sintió contrariado. Luego se resignó y se plegó a las demandas tremendamente concretas de sus clientes. El dinero y las relaciones que su actividad le proporcionaba le permitirían alcanzar más fácilmente su único objetivo: llegar hasta Elena.

Después de haber girado a la izquierda en el Gran Canal y bordeado la plaza de San Marcos y el palacio ducal, la góndola giró en un ancho canal situado detrás del
Campo
de San Zaccaria y a continuación de nuevo a la izquierda en un pequeño canal que conducía al magnífico palacio Priuli. A Giovanni le gustaba de manera especial ese edificio, rodeado de canales, que pertenecía a una de las familias más importantes de Venecia. Como su propietario estaba arruinado —aquí se podía ser poderoso y pobre, o rico y sin peso político—, alquilaba pequeños apartamentos compuestos de un salón, un cuarto de baño y un dormitorio a algunos viajeros dotados de fortuna. Giovanni había decidido trasladarse a ese suntuoso
palazzo
en cuanto hubo empezado a ganarse bien la vida. Podía recibir en su salón privado a determinadas personas, principalmente mujeres, que no deseaban realizar la consulta en su propia casa por discreción.

Cuando no estaba invitado a comer o a cenar, compartía la comida con la familia Príuli, cuya hospitalidad y refinamiento intelectual apreciaba. Fue precisamente allí donde obtuvo, como si nada, la mayor parte de la información concerniente a Elena, pues los Priuli tenían una relación bastante estrecha con los Contarini y conocían a la biznieta del dux.

La barca se detuvo ante la entrada principal del palacio. Giovanni dio una moneda al gondolero, subió la escalera hasta el tercer piso y entró en sus aposentos. Se quitó la larga capa negra y se descalzó. Guardó sus efemérides en un armarito del salón, cerrado siempre con llave, que contenía sus bienes más preciosos.

Introdujo la mano hasta el fondo del armario y sacó un sobre escondido detrás de unos libros de filosofía. Y mirando la carta para el Papa que le había confiado su maestro, al astrólogo se le encogió el corazón. Hacía ya dos estaciones que se había marchado de los Abruzzos para dirigirse a Roma, pero circunstancias dramáticas le habían impedido cumplir su palabra. Al principio se había convencido a sí mismo de que el destino lo había decidido así, sin duda alguna para evitar que se encontrara con uno de esos jinetes negros que trataban de apoderarse de la preciosa misiva. Quizá también para permitirle reunirse con Elena sin esperar más tiempo. Luego, cuando se había enterado dé que Elena tardaría varios meses en volver, había planeado aprovechar ese plazo para ir a Roma. Pero los acontecimientos se habían encadenado de nuevo de manera casi mecánica, sin que él pudiera ser realmente dueño de su vida. Nada más llegar, el éxito de sus primeras consultas fue tal que le organizaron encuentros casi diarios con las familias venecianas más prestigiosas. Su fama y su riqueza crecían de día en día. Ir a Roma, corriendo los riesgos que implicaba ese viaje, habría arruinado ese ascenso social y lo habría alejado para siempre de la mujer que ocupaba su corazón. Si la Providencia lo había situado en unas condiciones tan excelentes para encontrarla, ¿podía exponerse imprudentemente a dejar Venecia? Con el paso de las semanas, había resuelto, pues, esperar el regreso de Elena antes de llevar a cabo la importante misión que su maestro le había confiado. De vez en cuando, se tranquilizaba recordándose que este último no había mencionado que tuviera carácter de urgencia e incluso le había indicado que destruyera la carta en caso de peligro, lo que significaba que la seguridad de esa misión contaba mucho más que su rapidez.

Pese a esos argumentos, y pese a repetirse sin cesar lo acertados que eran, Giovanni tenía mala conciencia. Cada vez que abría aquel armario, no podía evitar comprobar que la carta seguía allí. Y cada vez que lo hacía, al mirarla, la misma voz interior le decía que debería haber saldado esa deuda.

Con absoluta prioridad.

33

G
iovanni cerró el armario, volvió a colgarse la llave del cuello y se cambió para ir a cenar con sus anfitriones. El comedor estaba situado en el piso de abajo.

En esta estancia, de techo muy alto y con un carácter muy solemne, seis grandes ventanas se abrían sobre un pequeño canal.

Giovanni, sentado al lado de la señora de la casa, saludó a un invitado desconocido, de unos treinta años y con una barba negra muy corta. Este, sentado junto al señor, devolvió a Giovanni el saludo con cortesía.

—Agostino Gabrielli. Encantado de conoceros.

—Giovanni da Scola. Lo mismo digo.

—Llegué aVenecia anteayer, pero ya he oído hablar dos veces de vos y he aceptado con mucho placer y curiosidad la invitación de nuestros anfitriones, que me brinda la oportunidad de coincidir con vos.

El joven se esforzaba en mantener la cabeza fría ante los cumplidos. Sabía que, en cuanto diera el menor paso en falso, en cuanto fallara en una predicción, esos elogios se transformarían en sarcasmos.

Por ello, intentaba no conceder demasiada importancia a lo que decían o pensaban de él. Lo único que contaba era que Elena desease conocerlo cuando volviera. Esa era la única razón que lo animaba a cuidar su buena reputación.

—No sé qué os han dicho de mí, señor, pero espero no decepcionar vuestras expectativas.

—¡Lo mejor, me han dicho lo mejor! Pero llamadme Agostino, no soy mucho mayor que vos.

—Bien, puesto que las presentaciones han sido hechas, ataquemos este plato de anchoas ahumadas —intervino la señora de la casa. Luego añadió, dirigiéndose a Giovanni—: ¿Sabéis que nuestro amigo Agostino, ahora versado en arte, cursó largos estudios de teología?

—Sí, durante varios años en Roma, pues pensaba consagrarme a la carrera eclesiástica. Pero una encantadora morena, muy favorecida por la naturaleza, me desvió de mi vocación poco antes de ordenarme y reorienté mi actividad hacia el negocio del arte

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