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Authors: Frédéric Lenoir

El Oráculo de la Luna (8 page)

BOOK: El Oráculo de la Luna
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Acurrucado contra una roca cerca de la orilla, en ese lugar secreto al que iba desde pequeño, Giovanni leyó y releyó la carta una decena de veces. Las palabras de Elena eran demasiado fuertes, demasiado inesperadas, demasiado turbadoras para que pudiera soportarlas en la primera lectura. Traspasaron poco a poco su inteligencia y después su corazón. Se quedó mudo, paralizado, ningún pensamiento agitaba su mente. Luego, súbitamente, un torrente de lágrimas brotó de sus grandes ojos oscuros. Una alegría desgarradora inundaba su alma y ascendía a oleadas a flor de piel y de conciencia.

Esa alegría era mayor que la dicha de saber que Elena lo había mirado, había reconocido sus sentimientos, había llorado por él. Más intensa que la euforia de ver que se había tomado la molestia de escribirle para aliviar su sufrimiento y que su corazón era tan grande y bueno como él siempre lo había percibido. Esa alegría era, por descontado, todo eso, pero era más inmensa aún. Era la toma de conciencia de que sus sueños nunca le habían mentido, de que su corazón nunca le había traicionado, de que sus preguntas angustiadas habían encontrado una respuesta luminosa: uno debe seguir los deseos más profundos de su ser, pues es Dios quien los ha sembrado.

La duda que corroía su alma acababa de abandonarlo. Ahora poseía una de las claves de la existencia, por muy dolorosa que a veces esta pudiera ser. Aquel instante era sagrado. Por primera vez en su vida, se dirigió a Dios, a los árboles, al río, a la vida, al universo entero, y les dedicó la plegaria de las plegarias:

—Gracias.

A partir de ese momento, también supo con certeza que no renunciaría a buscar a Elena, a encontrarla y a amarla.

16

P
ese a su juventud, Giovanni tenía aspecto de vagabundo. Con los zapatos agujereados, las alforjas en bandolera sobre unos pantalones y una camisa remendados, y la barba hirsuta, caminaba desde hacía cincuenta y siete días y otras tantas noches.

Se había marchado de su pueblo natal tres semanas después del descubrimiento de la carta que su padre había intentado ocultarle. Una vez tomada la decisión de ir a Venecia para ver a Elena, había aplazado la partida hasta que finalizara el trabajo en los campos. Su padre, al igual que el cura, había intentado disuadirlo de que emprendiera un viaje tan peligroso. Pero nada había podido mermar la determinación del joven.

Una mañana, se había levantado poco antes del amanecer, había reunido sus escasos ahorros y había tomado el camino de Nápoles. Sabía que Venecia estaba al norte, en el otro extremo del país, en la costa adriática. Es cierto que habría podido llegar en menos de una semana embarcándose en un navío mercante en el puerto de Catanzaro y pagar el viaje trabajando a bordo, pero, como buen campesino, prefirió ir a Venecia por vía terrestre.

Puesto que tendría que ofrecer sus servicios en las granjas para comer, el viaje podía prolongarse varios meses. Sin que él lo sospechara, esa elección iba a comprometer el resto de su existencia. Pero esa decisión también estaba motivada por el gran temor que sentía Giovanni. Quería encontrar a Elena, desde luego. Por el camino, no paraba de repetirse la frase de su amada: «Seguramente jamás tendremos ocasión de volver a vernos». Había leído ese «seguramente» como una sutil llamada de la joven. ¿No habría podido escribir «sin duda alguna»? Eso intensificaba su motivación para buscarla. Al mismo tiempo, sabía lo difícil que le resultaría acercarse a ella. Incluso una vez superado ese primer obstáculo, ¿tendría suficiente inteligencia, elegancia y bellas palabras para seducir el corazón de la joven noble? ¿No se sentiría terriblemente decepcionada al ver a ese campesino ignorante y mal vestido? El amor que abrasaba su corazón sin duda no bastaría para hacer que el de Elena latiera por él.

Así pues, Giovanni se encomendó a la Providencia y decidió dejarse guiar por los encuentros que fuera teniendo y hacer uso de todas las enseñanzas y experiencias: el arte, la religión, las ciencias, las buenas maneras, el manejo de las armas y del lenguaje… Sabía que un viaje así podría durar un año, incluso más, pero no le importaba.

Sería capaz de esperar para darse todas las oportunidades de acercarse a Elena y de conquistar su corazón.

Con el alma concentrada en ese único objetivo, pronto haría dos meses que recorría los grandes caminos deteniéndose de vez en cuando para ganar un poco de dinero. Su primer encuentro interesante fue con un burgués al que conoció en un albergue y que le pareció instruido. Le propuso trabajar a su servicio a cambio de algunas enseñanzas.

El hombre, que tenía un negocio de cerámica, lo había llevado a su casa y, por el camino, le había explicado la compleja situación política de Italia.

Pese a estar, en parte, culturalmente unificada por la lengua, las costumbres, el pensamiento o las artes, políticamente la península Italiana estaba muy dividida. Al noroeste, los ducados de Saboya y de Milán habían sabido conservar su independencia, pero eran permanentemente víctimas de las invasiones francesas. Al noreste, a orillas del mar Adriático, la república de Venecia era una gran potencia comercial y marítima, gobernada por un dux vitalicio. Esa evocación emocionó profundamente a Giovanni, el cual hizo varias preguntas sobre la capital véneta, pero su interlocutor solo la conocía de modo superficial y nunca había estado allí. Le explicó, sin embargo, que Venecia había rivalizado constantemente con la pequeña república de Génova, situada en la costa opuesta, a orillas del mar Mediterráneo, y había estado igualmente expuesta durante mucho tiempo a las invasiones francesas.

En cuanto a la gran república de Florencia, comprendía buena parte de la Toscana. Estaba rodeada de pequeños señoríos autónomos, como Módena, Parma o Plasencia. En el centro de la península, al este y al sur de la república de Florencia, se encontraban los Estados Pontificios, que dependían del poderoso soberano pontífice, el cual era tanto la cabeza espiritual de la Iglesia como la cabeza temporal de un conglomerado de provincias, que incluían sobre todo la vasta región montañosa de los Abruzzos. Todo el sur de la península Italiana estaba constituido por el Estado más vasto, del que Giovanni y el comerciante eran súbditos: el reino de Nápoles y de Sicilia. El trono lo ocupaba una rama menor de la casa española de Aragón, pero desde finales del siglo XV el rey de Francia reivindicaba legítimamente sus derechos a la corona de Nápoles. Así era como Carlos VIII y posteriormente Luis XII habían logrado conquistar el reino, antes de tener que replegarse frente a la liga armada de los otros estados europeos. Pues, si bien el reino de Francia era sin discusión el más importante en la primera mitad del siglo XVI, explicó el negociante, en cambio militar y económicamente permanecía dominado por un conjunto político poderosísimo, heredero del imperio de Carlomagno: el Sacro Imperio Romano Germánico. El emperador, elegido de forma vitalicia por siete electores, reinaba sobre un vasto mosaico de reinos y de estados independientes que se extendían desde el mar Báltico hasta el Mediterráneo y comprendían entidades tan distintas como los Países Bajos españoles, el Franco Condado, Austria, los cantones suizos, Baviera, Sajonia, Bohemia, los ducados de Milán y Saboya y la república de Florencia. En 1519, tras la muerte de Maximiliano, precisó el comerciante, el rey de España, Carlos de Habsburgo, había sido elegido emperador tras derrotar a otro candidato prestigioso: el rey de Francia, Francisco I. Incorporando sus propias posesiones —como España o el reino de Nápoles y de Sicilia— a su inmenso imperio, Carlos V se había convertido en el auténtico dueño de Europa.

Desde el fondo de su pobre Calabria natal, Giovanni no se había enterado de esos conflictos, aunque había oído hablar del célebre emperador.

El joven hizo muchas preguntas más al burgués, que le explicó detalladamente la historia de Europa y las organizaciones políticas de los estados. Le relató asimismo las incesantes querellas entre Carlos V y Francisco I.

Sin embargo, una vez en su casa, el hombre ya no volvió a encontrar tiempo para hablar con Giovanni. Le hizo trabajar quince horas al día cortando madera y alimentando un horno gigante donde cocía piezas de cerámica, mientras que dejaba siempre para más tarde la tarea de enseñarle cosas nuevas.

Al cabo de diez días, Giovanni había acabado por darse cuenta de que no obtendría nada más y había decidido proseguir su camino. Había dejado hacía poco los estados de Nápoles y ahora caminaba por los Estados Pontificios. Habría podido desviarse hacia la costa adriática para evitar el macizo montañoso de los Abruzzos, pero su instinto lo empujó, por el contrario, a penetrar en esos bosques agrestes.

Así fue como tuvo el primer encuentro determinante para su búsqueda.

17

E
ra una hermosa mañana de otoño.

Acababa de llegar a un gran burgo llamado Isernia y le sorprendió ver una ruidosa aglomeración en el centro de la ciudad. La gente corría muy excitada. Preguntó a una anciana.

—¡Han cogido a una bruja! —dijo esta, con los ojos desorbitados debido a la importancia del acontecimiento.

Giovanni había oído hablar de tales criaturas. Sabía que las acusaban de aliarse con el diablo y de ser la causa de muchos males. Pero nunca había visto ninguna. Empujado por la curiosidad, siguió a la multitud y llegó al centro del burgo.

Descubrió con cierta alarma a una encantadora muchacha, de apenas veinte años, de rodillas sobre un estrado al que la habían subido los ciudadanos, amordazada y con las manos atadas. Sus larguísimos cabellos rojos caían de manera desordenada sobre su vestido escarlata. Sus ojos azules se veían tanto más inmensos cuanto que parecían increpar a la muchedumbre con una especie de miedo y de furor.

Giovanni se enteró de que vivía sola desde la muerte de su madre, quien le había transmitido sus conocimientos de las plantas. La joven había continuado aliviando de sus males a los habitantes, para lo cual cogía en los bosques, las noches de luna llena, las hierbas silvestres con las que preparaba remedios. Pero, en los últimos meses, algunas personas que se habían sometido a tratamientos suyos habían fallecido, víctimas de una fiebre infecciosa. A ello se sumaba que la cosecha había sido desastrosa. Asaltado por una sospecha, el cura del pueblo, acompañado de varios parroquianos, había ido por la noche al bosque. Esos hombres afirmaban haber visto a la joven rendir culto al Maligno. La habían cogido y la habían llevado al pueblo. Encerrada durante cuatro días, totalmente privada de agua y de alimentos, había sido interrogada por los notables, pero se había negado a admitir sus crímenes. Como allí nadie estaba habilitado para juzgar a una bruja, habían enviado a un mensajero a caballo a la gran ciudad de Sulmona para informar al obispo. Este último había hecho saber que muy pronto enviaría a un monje inquisidor para proceder a un primer interrogatorio. Si las sospechas se veían confirmadas, la mujer sería trasladada a los siniestros calabozos del obispado para ser interrogada por el prelado en persona. A fin de satisfacer la curiosidad de la población, que temía que se llevaran del pueblo a la bruja sin haber podido verla e insultarla, los notables habían decidido exhibirla durante el día en la plaza pública. Por miedo a que profiriera alguna horrible blasfemia, o intentara echar mal de ojo, habían tomado la precaución de amordazarla.

Giovanni observaba con atención a la muchacha, contra quien la gente arrojaba toda clase de fruta podrida, acompañada de pullas. Estaba sentada sobre los talones y tenía la cabeza inclinada sobre el pecho. Cuando el insulto era demasiado cruel o el golpe demasiado violento, erguía el rostro súbitamente, con los ojos encendidos. Luego volvía a bajarlo con resignación. Giovanni sintió una profunda desazón. Se marchó del burgo.

Por el camino que lo alejaba de la ciudad, no pudo olvidar el rostro de aquella mujer. ¿Era realmente una adepta de Satán? No conseguía imaginarlo. Su mirada delataba sobre todo miedo y una especie de sentimiento de injusticia. Por segunda vez en su vida, rezó. Suplicó a Dios que acudiera en ayuda de esa pobre criatura y recitó varios
Páter
para sus adentros.

Al anochecer, se detuvo en un albergue. Se sentó a la única mesa donde quedaba sitio y pidió una comida caliente.

Observando con desagrado la cara del vagabundo, el hostelero pidió que le pagara por adelantado. Giovanni le dio las monedas sin pestañear y añadió una para reservar un jergón en el establo. Mientras comía, un monje y un hombre armado entraron en el albergue. Pidieron una buena comida y se sentaron frente a él. Por su conversación, comprendió que se trataba del inquisidor, escoltado por un guardia, que iba a interrogar a la joven. Prestó atención. Habían llegado a caballo con la intención de hacer un alto durante la noche y llegar al burgo por la mañana. El monje había reservado una habitación y el guardia dormiría con los caballos en el establo. Giovanni se enteró de que con toda certeza la muchacha sería trasladada a la gran ciudad para ser escuchada allí y juzgada por el obispo. Por lo que entendió, este ya había hecho quemar a varias mujeres acusadas de prácticas satánicas.

Inmediatamente después de cenar, Giovanni se fue al establo. Se tumbó sobre el jergón y no tardó en ser seguido por el guardia, que se acomodó sin decir palabra y se durmió.

Giovanni no podía conciliar el sueño. La mirada de la bruja lo obsesionaba.

A medianoche tomó una grave decisión y urdió un plan. Poco antes del amanecer, pasó a la acción.

Se aseguró de que el guardia dormía profundamente. Entonces, cogió un leño y le asestó un golpe seco. El hombre ni siquiera profirió un grito. Giovanni se puso su ropa y se ciñó su espada y su daga. Ató el cuerpo inanimado antes de esconderlo bajo el heno. Se afeitó lo mejor que pudo, ensilló los caballos y esperó febrilmente la llegada del monje. Cuando este apareció, profirió un débil grito al constatar que el guardia había cambiado de cara. Giovanni no le dejó tiempo para reaccionar. Le puso la daga contra el abultado vientre y le ordenó que montara en el caballo sin rechistar. Pasado el estupor, el monje obedeció temblando. Giovanni se sintió aliviado al comprobar que el inquisidor era un cobarde. Era condición indispensable para que su audaz plan fuera un éxito, pues habría sido incapaz de manejar las armas contra un adversario decidido y todavía menos de matarlo.

Los dos hombres se marcharon del albergue y cabalgaron uno junto a otro en dirección al burgo. Giovanni bendecía al cielo por haber tenido desde la infancia pasión por los caballos y haber aprendido a montar bastante bien en la propiedad del jefe del burgo, que tenía varios. Explicó al monje lo que tendría que decir y hacer cuando llegaran. Adoptó un tono de voz amenazador y aseguró al aterrorizado religioso que no vacilaría en matarlo si intentaba desobedecerle.

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