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Authors: Frédéric Lenoir

El Oráculo de la Luna (4 page)

BOOK: El Oráculo de la Luna
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—Este icono desprende una fuerza impresionante —murmuró don Salvatore con un nudo en la garganta provocado por la emoción.

Permaneció un largo rato inmóvil ante el icono de la Virgen con los ojos cerrados. Su curiosidad se había transformado en oración, y su oración en lágrimas que no lograba contener. Ninguna pintura le había hecho sentir tanto la presencia amante de María. «Este icono es una obra maestra —se dijo—. Solo puede ser obra de un hombre que ha atravesado el infierno de sus pasiones y que las ha superado. Un hombre que dice que la misericordia divina es como el amor de una madre. Que es más fuerte que la muerte…»

Un grito ronco sacó bruscamente a don Salvatore de sus meditaciones. El prior salió precipitadamente del taller. A unos metros de allí, delante de la enfermería, vio al amnésico de pie, con la mirada llena de terror. El monje se dirigió hacia él para interrogarlo. Sin embargo, aunque el hombre hablaba por primera vez con los ojos, ninguna palabra surgió de sus labios. Tendió la mano hacia la enfermería, sumida en la oscuridad. El prior iluminó la habitación con su antorcha y profirió también un grito de espanto.

Un monje yacía boca arriba, con los ojos muy abiertos y la mirada extraviada, como si hubiera visto al diablo en persona. Estaba muerto.

7

L
a noticia de la muerte brutal de fray Anselmo fue anunciada a la comunidad por el prior a la mañana siguiente, después del oficio de laudes. A fin de evitar un desastroso efecto de pánico, el superior había pasado la noche investigando las causas de la muerte en compañía del hermano enfermero. Una conclusión se había impuesto: el desdichado fraile había muerto como consecuencia de la ingestión de un violento veneno. Pacientemente, los dos monjes habían conseguido reconstruir la posible secuencia de los hechos. El amnésico no les fue de ninguna ayuda. Tras haber advertido al prior, había caído en un estado de postración total del que no había salido.

A partir de numerosos indicios materiales, los dos monjes consiguieron elaborar una hipótesis que podía explicar la muerte del monje: después de completas, este había ido a la cocina, contigua al refectorio. Se había bebido una copa de vino caliente mezclado con hierbas medicinales que estaba destinada al amnésico y que el enfermero preparaba todas las noches después del oficio. Esa noche, fray Gasparo había sido avisado para que fuera urgentemente a ver a un fraile que sufría violentos retortijones. Había dejado la bandeja en la cocina con el brebaje todavía caliente. Por una razón desconocida, fray Anselmo había visto la copa de vino y se la había bebido. Pero, entretanto, alguien había vertido en ella un poderoso veneno. El monje se había dado cuenta enseguida de que se había envenenado. Había ido a toda prisa a la enfermería con la esperanza de encontrar un remedio.

Desgraciadamente, no tuvo tiempo y murió ante los ojos del amnésico, que acababa de llegar a la enfermería procedente del taller de pintura. Su grito era lo que había alertado al prior.

Si bien esta hipótesis permitía comprender el encadenamiento de los hechos y se basaba en indicios precisos, dejaba sin respuesta la pregunta esencial: ¿quién había puesto el veneno en la copa de vino destinada al amnésico? Pues lo que aparecía como más probable a los ojos de los dos monjes era que alguien había intentado asesinar otra vez al desconocido. Según esta hipótesis, fray Anselmo había sido víctima de su glotonería.

Tampoco en este caso la explicación logró convencer a todos los frailes. Unos pensaban que aquello era obra del Maligno; otros, que lo era del amnésico, lo cual tenía la ventaja de ofrecer un culpable ideal.

La hipótesis del prior presentaba, a ojos de la comunidad, un inconveniente mayor: una tercera persona había echado el veneno. Y dado que la clausura del monasterio había permanecido absolutamente cerrada desde el primer crimen, una terrible conclusión se imponía: el asesino era uno de los monjes de la comunidad.

8

R
einaba este ambiente ponzoñoso cuando don Theodoro, el padre abad, regresó de su viaje. Antes incluso de cruzar el umbral del monasterio, fue informado de los acontecimientos por un monje que había salido a su encuentro sin conocimiento del prior. Escoltado por los otros cinco frailes que lo habían acompañado durante su largo periplo, llegó al monasterio al caer la noche y entró en la iglesia mientras se estaba celebrando el oficio de completas. Los monjes se sintieron enormemente aliviados al ver a su abad. Antes de salir de la iglesia, susurró al padre prior que se presentara una hora más tarde en su celda, después de que hubiera tomado una colación.

A la hora establecida, fray Salvatore dio tres golpes secos contra la puerta ligeramente entreabierta.


Deo gratias
—susurró con voz cansada don Theodoro.

El prior entró en la estancia iluminada con dos grandes cirios, colocados a uno y otro lado de la imponente mesa de trabajo del padre abad. Inclinado sobre las páginas de un gran libro, este ni siquiera levantó la cabeza para recibirlo.

—Llego extenuado de un largo viaje y veo con tristeza que en este lugar ya no se respeta la regla —dijo, suspirando, el anciano.

Don Salvatore comprendió que el abad estaba al corriente de todo. No lo había convocado a esa hora tardía para informarse sino para acusarlo.

El prior besó su escapulario en signo de humildad y contestó:

—Que Dios me perdone si he faltado a mis obligaciones, pero por desgracia no he podido hacer nada para evitar esos dos crímenes horribles…

—Dejemos por el momento el asunto de los asesinatos —lo interrumpió bruscamente el abad—. No son sino consecuencias de vuestra negligencia.

El prior se quedó desconcertado. Don Theodoro continuaba leyendo.

—Me he enterado —prosiguió en el mismo tono impregnado de lasitud— de que un individuo que al parecer ha perdido la memoria se encuentra bajo nuestro techo desde hace varias semanas, y ello por deseo expreso vuestro. ¿No sabéis que nuestras costumbres nos prohíben prestar asistencia a laicos, aunque estén heridos, en la clausura del monasterio?

—Si lo deseáis, puedo contaros lo que sé de él. Entonces estaréis en condiciones de juzgar si he actuado mal prestándole asistencia aquí.

—Adelante —dijo el padre abad, suspirando de nuevo y sin apartar los ojos de la mesa de trabajo.

Don Salvatore relató al abad las circunstancias en las que había acogido al herido y las del extraño asesinato de fray Modesto.

—Muy bien —dijo el padre abad con cierta irritación—, ya conozco el desarrollo de los acontecimientos. ¡Pero seguís sin haberme dicho por qué ese hombre se encuentra todavía en nuestra comunidad, la cual no es un asilo, que yo sepa!

—Lo admito sin reparos, don Theodoro, pero… ese hombre tiene algo especial…

El superior levantó por primera vez la mirada hacia su interlocutor. En la frialdad de sus ojillos hundidos en el fondo de unas órbitas negras, devastadas por años de ayuno y de penitencia, había un destello de sorpresa.

Animado por este signo de interés, don Salvatore continuó su relato con más entusiasmo.

—En cuanto abrió los párpados, su mirada me impresionó y me intrigó. Detrás de ese cuerpo destrozado y de esos ojos extraviados, presentía la presencia de una gran alma. Intuía que ese hombre poseía una historia digna de ser escuchada. Decidí, pues, esperar a que hiciera algunos progresos para interrogarlo. Desgraciadamente, pese a que en la actualidad su salud está restablecida, el hombre sigue sin haber pronunciado una sola palabra y parece tan ausente como el primer día.

—En tal caso, mañana se marchará al asilo de San Damiano. Nosotros no tenemos vocación de cuidar locos —dijo el superior con autoridad.

—Eso es sin duda lo que habría hecho…, si no se hubiera producido, hace unas semanas, un suceso inesperado que confirmó mi presentimiento.

El abad frunció los ojos. Don Salvatore le contó el episodio del icono y las palabras de fray Ángelo, según el cual el hombre podía ser un monje del monte Athos.

El prior hizo una pausa, buscando una reacción en los ojos de su superior. Pero don Theodoro permanecía en silencio, observándolo con su mirada de águila.

—Para saber a qué atenerme —continuó—, pregunté a nuestro amigo el comerciante Toscani, que precisamente iba a buscar un cargamento de especias a Grecia, si podía hacer un breve alto en el monte Athos. Nuestro amigo salió de Pescara hace ahora catorce días, con un retrato del herido realizado por fray Ángelo. En el mejor de los casos, podría estar de vuelta mañana.

Don Theodoro dejó de apretar los dientes para espetar al prior con ironía:

—¡Excelente idea! ¡Así nos enteraremos sin ningún género de dudas de que nuestro hombre es un monje ortodoxo que fue atravesado por una lanza mientras intentaba huir de su monasterio, antes de cruzar el mar a nado para refugiarse en casa de una bruja que lo curó cerca de aquí!

—Su estancia en el monte Athos puede remontarse a años atrás, y el hombre ha podido sufrir perfectamente otras penalidades desde entonces —repuso don Salvatore sin dejarse amilanar por la arrogancia del padre abad, a la que estaba acostumbrado—. Lo que espero de Toscani es simplemente que averigüe la identidad y la historia de ese desdichado, o bien algunos indicios que puedan ayudarlo a recuperar la memoria: un nombre, un recuerdo importante, capaz quizá de liberarlo de su prisión interior.

Un denso silencio cayó como una losa en la celda del padre abad.

—¿Pensáis, entonces, estar actuando por caridad? —dijo finalmente el viejo monje, escrutando todavía con más intensidad a don Salvatore.

—Creo que sí… —respondió el prior, un tanto perplejo.

—Pues yo creo que no es caridad lo que ha motivado vuestras atenciones con ese pobre desgraciado.

—Entonces… ¿de qué se trata?

—De curiosidad.

—¿Curiosidad?

—Sí, simple e irrefrenable deseo de saber —dijo don Theodoro, machacando cada palabra con cierto júbilo—. Pensabais que os movía la santa compasión, mientras que no hacíais sino ceder a la tentación del vano saber. En el fondo, la suerte de ese hombre os importa menos que satisfacer vuestras ganas de descubrir su pasado, su historia, su nombre.

—Admito que una curiosidad muy humana ha podido mezclarse con la caridad divina en mi afán por ayudar a ese hombre —reconoció humildemente el prior—. Pero ¿acaso no nos ordena Jesucristo «no separar el trigo de la cizaña»?

—¡Qué fácil es recurrir a las Sagradas Escrituras para justificar las inclinaciones más viles! —replicó el padre abad, que sentía ascender la cólera por sus venas, repentinamente más abultadas.

—Por muy humana que sea, ¿no es la curiosidad alabada por los filósofos como una virtud, más que censurada como un vicio? ¿No afirma el propio Aristóteles que el asombro se encuentra en el origen de la filosofía? —continuó el prior, que no tenía intención de darse por vencido en la justa intelectual a la que el padre abad lo había llevado—. ¿Y no recordó Tomás de Aquino que fue el cuestionamiento filosófico lo que condujo a los más grandes filósofos antiguos, mediante la iluminación de la razón, hasta el descubrimiento del Único Creador?

—Me tiene sin cuidado lo que pensaban Aristóteles o Platón —repuso don Theodoro fuera de sus casillas—. Sabéis perfectamente que no me agrada el lugar excesivamente importante que algunos de nuestros teólogos conceden a esos pensadores paganos. Yo prefiero remitirme a las Sagradas Escrituras, que nos muestran que la curiosidad es la madre de todos los vicios, el primero de los males que arrastró a los hombres al pecado. Porque la causa del pecado original no es otra cosa que el deseo de Eva de conocer el sabor del fruto prohibido. Fue su curiosidad, su deseo de saber pese a la prohibición divina, lo que la empujó a probar el fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal. Y fue también la seducción del saber, del conocimiento por el conocimiento, lo que empujó a Adán a seguir a su mujer en su caída. Y vos, don Salvatore, creéis estar haciendo una obra de caridad, pero, transgrediendo nuestras propias normas, habéis actuado con ese hombre movido por el interés de satisfacer vuestra curiosidad y habéis hecho cómplices de vuestra falta a varios hermanos más.

»De todos es sabido que basta que el padre se ausente para que el diablo siembre la discordia entre sus hijos. Mañana todo volverá a estar en orden. En cuanto termine el oficio de laudes, llevaremos a ese hombre al asilo de San Damiano.

—Don Theodoro, sabéis tan bien como yo que allí se volverá loco, si no lo está ya. Y si no pierde definitivamente la razón, morirá de alguna de las enfermedades infecciosas que se llevan todos los años a más de un tercio de esos infelices.

—Ese hombre ha perdido la cabeza y nuestro monasterio no es un asilo, don Salvatore —repuso el abad, que había recuperado la sangre fría—. Además, olvidáis esos dos terribles asesinatos cometidos desde su llegada. Si él no es directamente el autor de esos crímenes, cosa que está por ver, en cualquier caso es la causa de estos desórdenes. Voy a realizar una investigación seria para dilucidar esos actos criminales. Pero lo más urgente es alejar a la persona a través de la cual ha llegado el mal. Y pienso visitarlo en San Damiano para comprobar por mí mismo si no está poseído por el diablo en persona, como creen algunos de nuestros hermanos.

—Os lo ruego, padre, esperemos al regreso de Toscani. Quizá nos traiga noticias que ayuden al hombre a recuperar la memoria y su nombre.

El padre abad veía claramente que don Salvatore intentaba retrasar una decisión que él, abad del monasterio desde hacía casi tres décadas, había tomado ante Dios en conciencia. Eso lo irritaba bastante, pero no dejó traslucir su estado de ánimo.

—Acogemos todos los días a decenas de peregrinos, de viajeros, de pobres diablos e incluso de bandidos —dijo—. Todos reciben, según los usos de nuestros monasterios, cama y techo durante tres días y tres noches en la hospedería. Ninguno puede quedarse más tiempo, y todavía menos dentro de la clausura, pues de no ser así no podríamos seguir llevando nuestra vida consagrada a alabar a Dios. Gracias a vuestros cuidados, que apruebo, ese enfermo ha recuperado poco a poco la salud del cuerpo. Pero no la de la mente. No ha pronunciado una sola palabra y su actitud es la de un hombre encerrado en sí mismo. Su lugar ya no está aquí, don Salvatore. Lo sabéis, e ignoro movido por qué afecto impropio os obstináis en ocuparos de un enfermo que ha perdido la razón y que nos causa tantas desgracias.

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