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Authors: Frédéric Lenoir

El Oráculo de la Luna (6 page)

BOOK: El Oráculo de la Luna
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A última hora de la tarde, una gran fogata había sido encendida en el centro del pueblo para asar un buey en honor de los venecianos.

Fue entonces cuando Giovanni vio a Elena por primera vez. Jamás olvidaría ese instante: era un lunes, día de la Luna, hacia la decimosegunda hora del día.

Cabalgaba a lomos de una magnífica yegua negra e iba envuelta en una capa de color púrpura. Su larga cabellera rubia ondeaba al viento. Avanzaba en medio de una veintena de jinetes, pero desde el primer instante Giovanni solo la vio a ella.

Debía de tener apenas catorce o quince años.

Durante la comida, la observó desde lejos, fascinado por la belleza y la gracia de cada uno de sus gestos. Como no podía acercarse a los venecianos, que comían aparte con algunos representantes del pueblo escogidos por el viejo Graziano, Giovanni se había subido al tejado de una casa y no se perdía ni un detalle de los movimientos de la adolescente. Estaba en compañía de dos damas mayores que ella, las únicas mujeres del grupo. Una, por la nobleza de sus ropajes, podía ser su madre o su tía. La otra, aproximadamente de la misma edad, se afanaba en procurar comodidad a sus señoras.

Los venecianos, en grupitos de tres o cuatro personas, se habían instalado en unas sillas y unas mesas que los lugareños habían sacado para la ocasión.

A los jinetes se habían sumado una treintena de soldados. Dado que la mayor parte de la dotación se había quedado en el barco, Giovanni se dijo que debía de tratarse de una gran nave, con capacidad, como mínimo, para doscientos hombres y numerosos caballos. Y seguramente también mercancías, pues los venecianos eran ante todo comerciantes, reputados e influyentes en todo el Mediterráneo. Sin embargo, le parecía que aquella muchacha, que tanto le fascinaba por su belleza, debía de ser mucho más que una comerciante. No solo porque iba ricamente engalanada y era de una elegancia deslumbrante, sino porque era objeto de una atención y una protección especiales.

Acomodada con las otras dos mujeres en el centro de la plaza, en la mejor mesa, rodeada de soldados armados, parecía estar aparte.

Regularmente, un guarda se levantaba y se acercaba a las damas. Seguramente para asegurarse de que todo iba bien, se decía Giovanni.

¿Quién era, pues, esa adolescente? Quizá una princesa, pensó el joven campesino, cuya imaginación ya no conocía límites.

Desde que su madre los había dejado, Giovanni, ya sensible y emotivo, había desarrollado una fuerte capacidad para evadirse de una realidad que a menudo le aburría para refugiarse en mundos maravillosos que se inventaba. Sus sueños lo llevaban más allá de los mares, metido en unas aventuras extraordinarias en las que se mezclaban amores, combates y fabulosos tesoros. De pequeño, había podido compartir con sus amigos sus sueños más descabellados y embarcarlos en búsquedas de tesoros, abordajes de piratas o amores de corte. Pero, al crecer, sus amigos habían perdido el gusto por el juego y todavía más por los sueños. Estaban demasiado ocupados en los duros trabajos del campo y no tenían otras preocupaciones que casarse con una campesina fuerte y construirse una casita en piedra seca. En cuanto a Giovanni, llevaba la misma vida frugal y laboriosa que ellos, pero continuaba soñando con aventuras y amores épicos. Había heredado de su madre una cara hermosa, unos grandes ojos negros y unas manos finas, lo que atraía las miradas de las muchachas del pueblo. Pero él no se sentía muy seducido por esas campesinas de maneras y lenguaje destemplados. No encontraba en ellas ni la gracia ni el refinamiento de su madre. Y desde que, a la edad de trece años, había ido con su padre a la gran ciudad de Catanzaro para comprar un asno, se había quedado pasmado por la finura de los rasgos de las jóvenes, su elegancia, su manera de hablar tan refinada, y no soñaba más que con conocer a una mujer bella y educada.

Sabía que un campesino pobre e iletrado no podría salir jamás de su pueblo ni seducir a una muchacha de la ciudad, así que le había suplicado al cura que le enseñara a leer y a escribir. El hombre de Dios no era un gran erudito y tenía otros menesteres de los que ocuparse, pero, ante la tenacidad del joven y las asombrosas aptitudes que demostró de inmediato, se dejó convencer y le transmitió los rudimentos que conocía, sobre todo el latín eclesiástico.

Así pues, durante varios años Giovanni se pasó las noches estudiando y releyendo sin cesar el misal romano impreso en latín que el cura dejaba en la sacristía de la modesta iglesia del pueblo. El muchacho sabía que en aquellas primeras décadas del siglo XVI habían sido impresos muchos más libros que hablaban de ciencias naturales, de filosofía, de religión, y soñaba con conseguirlos. Planeaba marcharse del pueblo para descubrir el mundo y sus tesoros de saber, pero ignoraba cuándo y dónde ir. Aguardaba confusamente una ocasión, un suceso particular que lo empujaría a poner en práctica su proyecto.

Desde que los venecianos habían llegado, una especie de fiebre se había apoderado de él. Había pasado el final del día en un estado de gran excitación. Cuando vio a la muchacha en medio del grupo de jinetes, el corazón se le había acelerado de tal modo que estuvo a punto de perder el conocimiento. Tuvo el sentimiento inefable, como una intuición fulgurante, de que esa joven le había sido enviada por el destino. Intentó ahuyentar esa extraña sensación, pero le resultó imposible. Por la noche, se sintió igual de turbado cuando la contempló junto al fuego. Sin tener claramente conciencia de ello, su corazón ardiente, secundado por su imaginación desbordante, había encontrado por fin un objetivo tan noble como insensato: enamorarse de aquella desconocida y ser amado por ella.

12

M
ientras finalizaba la cena, una sola cosa contaba para Giovanni: saber en qué casa se quedaría la joven. No tuvo ninguna dificultad en seguir con la mirada el trayecto de la veneciana. Se alojaba con sus dos compañeras y cinco hombres armados en la mejor casa del pueblo, que estaba en la plaza. Vio encenderse las velas detrás de las ventanas, pero no pudo distinguir nada. Se disponía a bajar de su escondrijo para acercarse a la casa, cuando un pequeño grupo de soldados se apostó delante de la entrada para vigilarla.

Giovanni bajó discretamente y decidió ir hasta el mar para ver la nave. Pero la oscuridad era demasiado densa. Se acomodó en un hueco entre las rocas en espera de que amaneciera y no tardó en dormirse. Los primeros resplandores del día lo sacaron de un sueño extraño que había dejado en su alma un perfume a la vez exaltante y angustioso.

No tuvo mucho tiempo de abandonarse al embrujo, pues oyó a lo lejos a los marineros trajinar en el barco. El día anterior habían comenzado los trabajos de reparación del casco y de uno de los tres palos mayores, que se había roto. Giovanni sabía que tardarían dos o tres días como máximo en terminar el trabajo.

Esperando subir a bordo, se presentó al capitán, que había bajado a la playa, y le ofreció sus servicios. Este aceptó gustoso esa mano de obra suplementaria, pero, para gran decepción de Giovanni, le pidieron que acompañara a un equipo de leñadores y de carpinteros encargado de llevar troncos. A la vuelta, hacia media tarde, le dieron las gracias sin permitirle acceder al barco. Giovanni regresó al pueblo pasando por los campos, donde se reunió con su padre y con su hermano, inquietos por su larga ausencia. Les contó que lo habían reclutado los venecianos para ayudar en las tareas de reparación del barco y que dejaría el trabajo en el campo durante unos días. Su padre quiso negarse, pues estaban en plena temporada de siega del heno y el tiempo amenazaba con ponerse tormentoso. Cambió de opinión cuando Giovanni le tendió la moneda que el capitán le había dado a cambio de sus servicios. Para aquellos pobres campesinos de Calabria, el dinero era tan raro que no podían rechazar una suma que les permitiría ir a la ciudad a comprar un animal o una herramienta.

Una vez de vuelta en el pueblo, Giovanni solo tenía una idea en la cabeza: volver a ver a la joven. En el transcurso del día, había conseguido sacarles algunas valiosas informaciones a los carpinteros: la nave pertenecía a un rico armador y había sido fletada por el dux de Venecia, principal magistrado de la ciudad, para traer a eminentes personalidades de Chipre. Transportaba asimismo preciosas mercancías de Oriente, ya que la isla de Chipre era una dependencia veneciana y el verdadero eje del comercio entre la península Italiana y el Imperio otomano. Más aún, Giovanni había obtenido la información decisiva de uno de los maestros carpinteros: a bordo del barco se encontraban la hermana y la hija del gobernador de Chipre, que era el marido de la nieta del dux. La joven que había extasiado su mirada y su corazón era, pues, la hija del gobernador y la biznieta del personaje más poderoso de Venecia. La dama de más edad era su tía, y la tercera mujer, su sirvienta, tal como él había imaginado. Lejos de desanimarlo, esa noticia había atizado más su amor. Una pregunta le había quemado los labios, pero había tenido la prudencia de no formularla: ¿cuál era su nombre de pila? Llegada la noche, intentó acercarse a la plaza del pueblo, donde se disponían a cenar los venecianos. Un viejo campesino lo reprendió ásperamente y le dijo que se alejara. Giovanni se dio cuenta, por la mirada de los soldados que observaban la escena, de que no tenía otra opción.

Como la noche anterior, se apostó sobre el tejado de una casa, pero no pudo enterarse de nada más. Estaba demasiado lejos para ver el rostro de la joven u oír el sonido de su voz, ampliamente cubierto por las risas y los comentarios bulliciosos de los guardias que la rodeaban. No obstante, disfrutó contemplando sus gestos graciosos y su cabellera de reflejos dorados que las llamas de las antorchas iluminaban intermitentemente.

Cuando la muchacha se alejó hacia su alojamiento, seguida por sus escoltas, él permaneció una buen rato más encaramado en su puesto de vigía. Cuando regresó por fin a la casa familiar, era noche cerrada.

Por la mañana, fue de nuevo a la costa y una vez más logró que lo contrataran. En esta ocasión tuvo más suerte y pudo subir en una de las barcas que hacían el trayecto entre la playa y la nave. Como había demostrado ser hábil trabajando la madera, lo asignaron al equipo de los carpinteros que reparaban el casco. Este había sido parcialmente reventado por un fuego nutrido de bombas lanzadas por los berberiscos, y estaban tapando los agujeros de la mejor manera posible a fin de que la nave pudiera continuar navegando sin peligro hasta Venecia.

A la hora de la comida de mediodía, Giovanni consiguió colarse en la cubierta. Nadie se fijaba en él. No pudo resistir la tentación de recorrer la crujía hasta llegar a los camarotes situados en la popa del barco. Con la loca esperanza de encontrar el de la joven, hizo girar varios pomos. Las puertas estaban cerradas.

Finalmente, se dio de bruces con un oficial, que lo increpó vivamente. El pretextó haberse perdido, pero el hombre no creyó ni una palabra y lo echó del barco.

Giovanni se marchó con las manos vacías y no se sintió capaz de ir a los campos en busca de su padre y de su hermano sin llevar otra moneda. Decidió ir al pueblo. Los venecianos habían terminado de comer y dormían la siesta al fresco, en el interior de las casas.

La plaza estaba desierta.

Una idea temeraria cruzó por la mente de Giovanni. La rechazó, pero volvió a asaltarlo casi inmediatamente. La acarició unos instantes para paladear su terrible sabor antes de rechazarla de nuevo. Apareció por tercera vez. Entonces, cedió.

Sobreponiéndose al miedo, el joven atravesó la plaza y se dirigió al lado derecho de la casa donde dormía la muchacha.

Subió por una escalerilla de madera que llevaba al pajar. Sintió un gran alivio al ver que la puerta estaba abierta. Entró en la oscura habitación medio llena de paja; se ahogaba, pues el calor era aplastante. Luego, con precaución, se desplazó reptando hasta la zona que quedaba sobre el dormitorio del amo de la casa, apartó despacio el heno y miró a través de una rendija del tosco suelo.

Su vista se acostumbró enseguida a la semioscuridad que reinaba en la habitación. Distinguió dos camas. Sobre cada una de ellas, estaba tendido un cuerpo. Desgraciadamente, pese a estar a dos metros, le era imposible identificarlos. Permaneció así una hora larga, inmóvil, conteniendo la respiración y evitando el menor movimiento que pudiera hacer crujir el viejo suelo. De repente, uno de los cuerpos se movió y se levantó. Fue hacia la ventana y abrió con delicadeza una de las dos persianas.

Un raudal de luz inundó una parte de la estancia. Giovanni reconoció inmediatamente a la sirvienta, inclinada al borde de la ventana. En la parte protegida de la violenta luz del sol de mediodía, distinguió a la joven. Todavía estaba adormilada, tendida boca arriba, con los ojos cerrados y un largo camisón de seda blanca. Sus largos cabellos rubios estaban extendidos alrededor de su rostro, como una corona solar. Tenía un brazo estirado por encima de la cabeza y el otro delicadamente apoyado en el vientre. Sumergida en su sueño vacilante, esbozaba una ligera sonrisa que daba a su semblante, salpicado de pequeñas pecas, una apariencia casi infantil.El corazón de Giovanni se puso de pronto a latir tan fuerte que el joven temió ser descubierto. Jadeando, se llenaba los ojos de ese rostro como si se tratara de una imagen sagrada. Esa belleza apenas desarrollada representaba para él la esencia misma de la Belleza.

Cada una de las curvas de su cuerpo poseía una gracia infinita. Cada uno de los detalles de su rostro le parecía tan perfecto que se convenció de que no existía en el vasto mundo ninguna armonía tan exquisita, ningún otro semblante al que pudiera sentirse unido jamás.

Pero lo que fascinaba todavía más al muchacho era lo que la joven sustraía a su mirada apasionada: sus ojos cerrados. No era tanto la forma de los párpados lo que le turbaba, ni siquiera la finura de las largas pestañas, sino la expresión de ternura, casi de bondad, esa curiosa mezcla de fuerza y de fragilidad que emanaba de aquellos ojos cerrados y de aquella sonrisa apenas esbozada.

Solo tenía un deseo: penetrar en el secreto de esa mirada. ¿Qué sueños la atormentaban? ¿Qué agradables imágenes habitaban su mente? ¿Cuál era el color, el perfume, el calor, el lenguaje de su alma? Sin siquiera percatarse, cerró los ojos y emprendió un viaje imaginario por el corazón de su amada.

—Elena —dijo en voz baja la sirvienta, que se había vuelto hacia su joven señora.

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