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Authors: Frédéric Lenoir

El Oráculo de la Luna (9 page)

BOOK: El Oráculo de la Luna
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Los dos hombres llegaron a la ciudad a media mañana. Su llegada no pasó inadvertida, y una multitud de curiosos los escoltó hacia la plaza donde estaba atada la bruja.

Tal como Giovanni le había exigido, el monje ordenó, sin siquiera bajar del caballo, que soltaran a la joven y la pusieran sobre la montura del guardia. Los hombres que vigilaban a la bruja se quedaron sorprendidos por semejante petición, pero no se atrevieron a contradecir las órdenes del inquisidor. La hicieron bajar de la plataforma, pero le dejaron la mordaza y las manos atadas a la espalda. Después la sentaron a mujeriegas en el caballo del guardia. Giovanni sintió con cierta emoción el cuerpo largo y flexible de la mujer pegarse al suyo. Con una mano, la asió firmemente de la cintura para que no se cayera; con la otra, aflojó ligeramente la brida de su montura para hacerla avanzar.

Giovanni leyó en sus hermosos ojos una mezcla de credulidad y de alerta, pero sobre todo le impresionó la intensidad de su mirada, pese al cansancio y la sed que la torturaban. Una ligera duda atravesó su mente y se preguntó qué haría si se encontrara ante una verdadera bruja que intentara hechizarlo. No tuvo apenas tiempo para detenerse en ese pensamiento. Un murmullo empezaba ya a elevarse de la multitud, que no comprendía por qué el inquisidor iba a marcharse con la bruja cuando estaba previsto interrogarla en presencia de los notables.

El cura hizo acto de presencia y le preguntó al monje qué significaba aquello. El religioso, que seguía al alcance de la daga de Giovanni, contestó, apurado, que convenía interrogar a la mujer en un lugar que no fuese aquella plaza pública.

El cura replicó que sería más prudente trasladarla flanqueada por dos hombres fornidos y se acercó a la montura de Giovanni. El muchacho intuyó que la situación se le iba a escapar de las manos.

Sin tomarse tiempo para reflexionar, estrechó a la mujer contra sí y dio un enérgico golpe con los estribos. El caballo se lanzó al galope en medio de los curiosos, estupefactos. El monje salió entonces de su inercia y gritó:

—¡Detenedlo! ¡Detenedlo! ¡No conozco a ese hombre! ¡Es un impostor!

Pero ya era demasiado tarde. Giovanni había salido de la plaza y se había adentrado en una calleja que llevaba a la salida de la ciudad.

Como casi todos los habitantes estaban congregados en el centro, solo encontró a algunos viejos que lo miraron pasar. Cuando los notables reaccionaron y enviaron a unos jinetes en su persecución, ya había recorrido media legua.

La bruja tardó unos instantes en darse cuenta de que había sido raptada delante de las narices de sus verdugos. También comprendió, por el nerviosismo de su secuestrador, que la partida no estaba ganada y que había actuado solo. Le hizo una seña con los ojos para que le quitara la mordaza. En cuanto quedó liberada, le dijo:

—Continúa hasta el puente y luego gira a la izquierda en el sendero que bordea el río.

El muchacho obedeció. Detrás de ellos, una nube de polvo se acercaba.

—No temas —lo tranquilizó la joven, que parecía leerle el pensamiento—, llegaremos al bosque antes de que nos hayan alcanzado.

Se internaron, efectivamente, en un espeso bosque. El caballo no podía avanzar.

—Sujeta la montura a ese árbol y desátame las manos —ordenó de nuevo la joven, que parecía desenvolverse perfectamente. Giovanni no vaciló ni un segundo y le cortó las ligaduras con la daga. La mujer se precipitó sobre la cantimplora colgada de la silla y se bebió hasta la última gota. Después miró a Giovanni directamente a los ojos.

—¡Esos malditos casi me matan de sed! Acompáñame, jamás nos encontrarán en este bosque.

Lo cogió de la mano y lo condujo por la espesura.

18

A
nduvieron una hora sin cruzar una sola palabra.

Finalmente llegaron a la cima de una colina desde donde se podía disfrutar de una amplia vista sobre el valle. La joven señaló a Giovanni una cabaña camuflada en un grueso roble de seis troncos. Lanzó hacia una rama alta una escala de cuerda escondida en el hueco de una roca y condujo a su salvador al escondrijo. Giovanni subió los escalones con cierta aprensión. Se tranquilizó al entrar en un pequeño nido confortable, hecho de ramas y hierbas secas.

—Este es mi antro secreto —dijo a Giovanni con una amplia sonrisa, mientras sacaba una cantimplora y algunos víveres de un escondrijo—.Toma, come —añadió, tendiéndole un fruto—. Me llamo Luna. Gracias por lo que has hecho. No sé por qué lo has hecho, pero te lo agradezco.

Por toda respuesta, Giovanni le sonrió. Luego señaló las numerosas plantas colgadas del techo de la cabaña.

—Son plantas que pongo a secar y que me sirven para sanar. ¡No hay nada de maléfico en eso!

—Entonces ¿no eres una bruja? —preguntó Giovanni con un candor que dejó a la joven desconcertada.

Al cabo de un instante, rompió a reír alegremente.

—Sí lo fuera, ¿habrías huido conmigo?

Giovanni sonrió de nuevo.

—Me has preguntado hace un momento por qué te había liberado de esa gente. En realidad, ni yo mismo lo sé. Te vi ayer en la plaza. No sabía nada de ti, ni siquiera si lo que decían era cierto o falso, pero no podía consentir que te maltrataran de esa manera. Sentí durante todo el día una gran tristeza pensando en ti. Por la noche, al ver al inquisidor, se me ocurrió facilitar tu huida ocupando el lugar del guardia amenazando al monje. Pero debo confesarte que he pasado más miedo que él, porque no he manejado un arma en mi vida.

Los dos se echaron a reír de nuevo.

—¡Mira! —dijo Luna con aire triunfal, exhibiendo una jarra de vino—. ¡Vamos a celebrar nuestro encuentro!

Había escuchado el relato de Giovanni con gran asombro y se preguntaba quién era ese extraño joven que había arriesgado su vida por salvar la de una desconocida.

Brindaron alegremente y Luna le contó su historia.

No había conocido a su padre y había crecido sola con su madre, a quien la gente del burgo señalaba con el dedo, pues no le gustaba la presencia de una madre soltera. Pero, como sabía aliviar muchos males, no la echaron, como solía sucederles a esas pobres mujeres sin familia a las que un muchacho o un buen padre de familia poco escrupuloso había dejado embarazadas. Pasó el tiempo. Al morir su madre, algunos hombres, entre ellos notables, empezaron a acosarla y a exigirle sus favores.

Luna no ocultó a Giovanni que había tenido varios amantes y que era de costumbres bastante libres. ¡Pero el hombre tenía que gustarle! Aprovechando el desasosiego causado por las calamidades que se habían abatido sobre la ciudad, algunos hombres despechados, entre los que se encontraba el propio cura, montaron una intriga contra ella. Afirmaron haberla visto rendir culto al diablo mientras paseaba por el bosque para coger hierbas bajo la luna llena.

Giovanni escuchaba con gran interés. Sus palabras sonaban sinceras. La desconfianza se desvaneció poco a poco del corazón del joven. Mientras la escuchaba, también se entretenía en contemplarla. Le gustaba su cuerpo fino y flexible, felino. Le gustaba su piel blanca y sus dedos largos. Le gustaba su rostro animado, sus ojos azules y apasionados, su larga y espesa cabellera roja que caía sobre sus pequeños pechos bien torneados. «Realmente —se dijo—, es una mujer muy seductora y comprendo por qué hace perder la cabeza a los hombres de la ciudad.»

Nada más terminar su relato, Luna le dijo a Giovanni que tenía hambre y que debía ir a comprobar algunas trampas. Bajaron del árbol. Mientras Luna rebuscaba en la maleza, Giovanni preparó una fogata. Habían acordado esperar hasta que se hiciera de noche para comer, a fin de evitar que el humo los delatara.

Cuando hubo recogido suficiente leña y construido un asador improvisado, Giovanni se sentó apoyado contra un fresno y contempló el cielo rojizo sobre el valle. Mientras el astro del día desaparecía en el horizonte, la luna tomaba el relevo: dibujaba un círculo perfecto. Luna regresó con una magnífica liebre en la mano.

—Prepara el fuego, ya no hay peligro de que nos vean. ¡Voy a buscar otra jarra!

Subió al árbol mientras Giovanni encendía las ramitas con ayuda de dos piedras de sílex que le había dado la joven. Luna se reunió con él y brindaron de nuevo en espera de que las brasas estuvieran a punto. Giovanni estaba estirando la liebre para ensartarla cuando ella le cogió la mano.

—¿Quieres que te diga cuál es tu destino?

Giovanni se quedó desconcertado.

—También recibí de mi madre el don de leer el destino de las personas en las entrañas de los animales. Solo puedo hacerlo las noches de luna llena. Por eso la gente me puso el nombre de Luna, porque creen que es el astro nocturno el que me inspira esas extrañas revelaciones. No sé nada de ti, pero puedo ver cosas de tu pasado y de tu futuro.

Giovanni se quedó como petrificado, pensando que quizá sí que estaba con una auténtica bruja. ¿Quién le daba ese poder? ¿Dios o el diablo? Sintió un escalofrío. Luna se echó a reír.

—¡No temas, Giovanni! No hay nada de maléfico en eso. Poseo ese don desde que nací. Cuando me encuentro con alguien, tengo como visiones de su vida. Mi madre me enseñó a leer en las entrañas de los animales cuando hay luna llena. Ahí veo cosas todavía más precisas. Lo he hecho para varios notables de la ciudad y todo lo que he dicho del pasado y del futuro era verdad. También por eso el cura me acusa de prácticas satánicas. Dice que los oráculos de la luna son prácticas que proceden de las épocas paganas y que creer que los astros pueden inspirar un conocimiento del futuro es rendirles un culto idólatra.

Giovanni no estaba lejos de compartir el punto de vista del sacerdote. ¿Cómo se podía conocer el pasado, y menos aún el futuro, de personas desconocidas sin que ello estuviera inspirado por fuerzas sobrenaturales? Y si la religión cristiana condenaba esas prácticas, seguramente era porque estaban inspiradas por el diablo. Luna le leyó de nuevo el pensamiento. Estrechó suavemente la mano del joven. El no se atrevió a retirarla pese al miedo que lo atenazaba.

—A los curas no les gusta que se le diga a la gente cuál va a ser su futuro porque eso les interesa mucho más que ir a misa o a confesarse —prosiguió Luna con seguridad—. Pero, si la naturaleza me ha concedido este don, ¿no es con la finalidad de que transmita a los demás algo útil para la salvación de su alma? Yo solo veo lo que Dios me permite ver.

A Giovanni, las palabras de Luna le parecieron sensatas. La firmeza de su tono, unida a la suavidad de su voz, contribuyó también a aplacar su angustia. Después de todo, se dijo, quizá tuviera razón. ¿Por qué iba Dios a permitir que una criatura tan inocente como un niño estuviera dotada de poderes maléficos? Si ella poseía ese don desde su nacimiento, no podía ser más que por voluntad del Creador. Permaneció largo rato callado, pensando en la proposición de la joven: ¿tenía ganas de conocer su destino?

En el fondo, Giovanni era cualquier cosa menos fatalista. Siempre había intuido que podía elegir su vida y no soportarla; era una especie de presentimiento. Por eso consideraba posibles sus deseos más profundos. Esa era también la razón por la que había decidido, en contra del parecer de todos, partir en busca de Elena. Sabía que debía tomar las riendas de su existencia, pues, de no hacerlo, jamás saldría de su pueblo y se vería condenado a llevar una vida que no deseaba. Al mismo tiempo, a menudo se había preguntado por qué era tan diferente de los otros niños, por qué tenía deseos tan distintos de los de sus amigos. Había llegado a la conclusión de que quizá tuviera que realizar ciertas acciones en su vida que le serían inspiradas por alguna fuerza que gobierna el universo y que lo sobrepasa. ¿No era eso lo que Luna llamaba «el destino»?

Pero ¿era conveniente conocer el propio destino?, se preguntaba. ¿No era preferible descubrirlo a medida que se presentaban los deseos, los encuentros y los acontecimientos? ¿De qué le servía a uno conocer su futuro, sobre todo si este debía ser desgraciado? Pensaba en Elena. En ese instante, ella era la que encarnaba su destino. ¿Estaba escrito en el gran libro de los destinos humanos que debía buscarla, encontrarla y quizá incluso… ser amado por ella? Si Luna se lo confirmaba, ¡qué inmensa fuerza le daría eso! Pero, si le decía que se había equivocado de camino, que su destino era quedarse toda la vida en su pueblo, que Elena no lo amaría jamás…, ¿qué decisión tomaría entonces?

El joven se abismó más profundamente aún en sus pensamientos. Luna seguía teniéndolo cogido de la mano y respetaba su silencio. Sabía que su pregunta no era trivial. Ella misma leía en las entrañas con cierta aprensión. En ocasiones le llegaban visiones de pesadilla que habría preferido con mucho evitar. Una vez había caído gravemente enferma después de haber visto una muerte horrible en las entrañas de un pollo que le había llevado una joven madre. Más tarde, la mujer había muerto sufriendo atroces dolores al dar a luz a su quinto hijo. Poco a poco, se había acostumbrado en cierto modo a esas visiones. Las vivía intensamente mientras las describía; después lograba distanciarse de ellas hasta el punto de olvidar toda sensación. Hacía uso de sus dotes sin hacerse preguntas, igual que otros lo hacían de las suyas para la forja o para la cocina.

Giovanni emergió lentamente de su meditación. Soltó la mano de Luna, como para indicar que la decisión que acababa de tomar solo le concernía a él. Había llegado a la conclusión de que, dijera lo que dijera la joven, proseguiría su búsqueda. No tenía, pues, nada que temer. En el mejor de los casos, lo reafirmaría en su elección; en el peor, olvidaría rápidamente esa noche sin estrellas y esas palabras sacadas de las entrañas de una liebre.

Haciendo una seña con la cabeza, indicó a Luna que aceptaba su ofrecimiento.

19

L
a joven cogió el cuchillo y rajó el vientre de la liebre. Separó los dos lados y dejó a la vista las vísceras. Iluminada por las llamas de la fogata, dejó que su mirada se perdiera en las entrañas ensangrentadas del animal.

Giovanni miraba con cierta aprensión los ojos de Luna. Estos cambiaron de color hasta teñirse casi de rojo. Estaban totalmente concentrados en esa masa viscosa y, al mismo tiempo, parecían mirar lejos, muy lejos.

Rápidamente, una emoción se apoderó de Luna. Echó la cabeza hacia atrás, como si algo horrible surgiera de las entrañas del animal.

—Una mujer, veo a una mujer rodeada de soldados. Se sujeta con las dos manos el abultado vientre. Sin duda lleva un niño en su seno. Corre un gran peligro.

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