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Authors: Frédéric Lenoir

El Oráculo de la Luna (51 page)

BOOK: El Oráculo de la Luna
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Desde la infancia, Esther había adquirido la costumbre de acompañar a su padre en todos sus viajes. El aprovechaba sus estancias en el extranjero para que conociera a los mejores artistas y sabios, y la niña había tenido en Argel un preceptor particular que le había enseñado griego, latín y filosofía. Su padre se había encargado personalmente de transmitirle el conocimiento del hebreo, el Talmud y la Cábala. Esther era, pues, a los veinte años una mujer de una cultura excepcional. Pero Giovanni descubrió que poseía otras aptitudes. Practicaba el bordado, le gustaba ocuparse del jardín y cantaba acompañándose con la cítara. La primera vez que la oyó cantar, realzando su suave y cálida voz con largos acordes del instrumento, sintió una verdadera conmoción. Por miedo a que la joven se interrumpiera al verlo, permaneció acurrucado al pie de un cedro. Durante más de una hora, escuchó a Esther cantar salmos.

Por la noche, se encontró con la joven en el jardín y no pudo evitar decirle lo mucho que había disfrutado con la belleza de sus cantos.

—No sabía que estabas escuchando; si no, lo habría dejado inmediatamente —repuso ella, sorprendida.

—¿Y por qué? Es un placer oírte.

Esther bajó los ojos.

—Canto para Dios, no para seducir a los hombres.

—Así lo he entendido y tus cantos han conmovido mi alma. Eres una mujer sorprendente. Mientras que la principal preocupación de las bellas y nobles jóvenes que conocí en Venecia era salir, ir a fiestas, ponerse guapas y encontrar marido, tú te pasas la mayor parte del día en casa. No recibes nunca a nadie y dedicas mucho tiempo a rezar, a leer, a cantar, a pasear por este jardín místico meditando…

Esther rompió a reír alegremente.

—¡Haces bien en burlarte de mí! Debo de darte la impresión de que solo me interesa la religión.

—¡No me burlo de ti en absoluto! Simplemente, nunca te veo hacer otra cosa que alimentar tu alma y tu espíritu.

—Es verdad que es una de mis aspiraciones esenciales. La ciencia cabalística, los rituales religiosos, así como la filosofía y el conocimiento de las otras religiones son para mí una vía entre otras para llevar una vida digna del regalo que Dios nos ha hecho.

—¿Y cuáles son las otras vías?

Esther se sentó en un columpio, mientras que Giovanni lo hizo frente a ella, al pie de una higuera. La muchacha se columpiaba lentamente mirando el cielo. Parecía un poco ausente, como absorta en la danza de las nubes o de los pájaros, y se tomó tiempo para responder.

—Desde pequeña, solo aspiro a una cosa: amar. Amar todo lo que se pueda. Así que busco las claves que me permitan alcanzar lo mejor posible ese objetivo. Las busco en las ideas a fin de que mi corazón sea guiado por pensamientos justos y verdaderos. Pero también en la oración y la experiencia interior, pues estoy convencida de que todo Amor viene de Dios. Las busco asimismo en el arte, pues la belleza y la armonía elevan mi corazón. Y también las busco en mí. Intento todos los días aprender a conocerme, comprenderme y amarme mejor, pues lo dice la Ley: «Amarás al prójimo como a ti mismo». Las busco, por supuesto, y sobre todo, en la relación con los demás. ¿Cómo escuchar mejor a los que Dios ha puesto a mi alrededor, cómo ayudarlos mejor, cómo compartir y vivir mejor con ellos?

Giovanni la escuchaba sin apartar los ojos de ella. Cuanto más la miraba, más eco encontraban en él sus palabras y más la amaba. Jamás había imaginado que una persona así pudiera existir en algún lugar de la tierra.

—¡Eres un mago, Giovanni! Dicen de mí que soy misteriosa y reservada, y resulta que confío mis pensamientos más íntimos a alguien a quien conozco poquísimo.

—¡Si supieras lo agradecido que te estoy!

—Aunque quizá no seamos unos desconocidos el uno para el otro. Tengo una sensación extraña desde que te vi por primera vez en la plaza, cuando iban a aplicarte el suplicio. La sensación de que ya nos conocíamos.

—¡Es imposible! Pero, curiosamente, yo siento en cierto modo lo mismo, pues todo lo que me dices encuentra un eco profundo en mí.

—No es imposible.

—¿Qué quieres decir?

Esther permaneció en silencio unos instantes.

—Nada. Hablaremos de eso otro día. Sintiéndolo mucho, voy a tener que dejarte, Giovanni, porque tengo que salir. Gracias por escucharme. Mañana serás tú quien me confíe los secretos de tu corazón.

79

G
iovanni empezó a tener ganas de salir fuera de los muros de la casa y del jardín. Pidió permiso a Eleazar para salir una o dos veces por semana. El cabalista aceptó, pero con la condición de que fuera siempre acompañado de alguien que hablara árabe. Esther iba con frecuencia a visitar a familias pobres para llevarles un poco de comida, y a Giovanni le gustaban especialmente esas excursiones. Así pues, el calabrés empezaba a ser conocido por los habitantes del barrio, a los que fue presentado como un esclavo cristiano prestado por Mohamed.

Eleazar también le había propuesto que cogiera los libros que quisiese de su biblioteca, y Giovanni había cogido una Biblia en latín y los
Diálogos
de Platón en griego.

Volvió a sumergirse con gusto en aquellas obras que tiempo atrás le habían abierto la mente a las cuestiones últimas. El cabalista empezó también a encargar a Giovanni algunas pequeñas tareas en la biblioteca. Paralelamente a ese trabajo intelectual, él intentaba colaborar en el trabajo de la casa, y a veces Malik le pedía su ayuda para el mantenimiento del jardín o para realizar trabajos de albañilería.

Sin embargo, pese a la belleza del lugar, la alegría de leer y de meditar en el jardín, la calidez de sus anfitriones y su amor por Esther, que no cesaba de ir en aumento, Giovanni no se sentía realmente en paz. Varias cosas le preocupaban y le impedían abandonarse plenamente a esos placeres refinados del cuerpo y de la mente.

Todos los días pensaba en Georges, que continuaba pudriéndose en el presidio a unos cientos de metros de él. ¡Cuánto le habría gustado ver de nuevo a su amigo! Y, sobre todo, cuánto le habría gustado ayudarlo a marcharse por fin de aquel lugar. Una mañana en que estaba pensando en eso, Esther fue a sentarse a su lado en un banco del jardín. Le preguntó las razones de su tristeza. Giovanni le habló abiertamente. Le contó la dolorosa historia del francés, su deseo de volver a verlo y su pena por saber que seguía cautivo. Esther lo escuchó en silencio y cambió de tema.

Estaba preocupado también por el recuerdo de Elena y por aquella carta que no había entregado al Papa. ¿Qué había sido de la carta? ¿Lo había esperado Elena, o bien se había casado? ¿Pensaba todavía en él? ¡Cómo le habría gustado volver a verla! Puesto que gozaba de libertad de movimientos, ¿no podría ir a Venecia? Pero Venecia presentaba grandes riesgos, tanto para ella como para él. Además, en el fondo, sentía que su corazón había hibernado durante todos esos años y había empezado a revivir hacía solo unas semanas…, desde que vivía con Esther. Su amor por Elena era eterno y el rostro de la joven permanecería siempre grabado en él. Sin embargo, su deseo por ella había declinado progresivamente con el paso del tiempo y las adversidades. Sí, sabía que sin duda renacería en el instante mismo en que volviese a verla, como brasas sobre las que se sopla. Pero, puesto que era mucho más sensato y razonable no intentar volver a ver a su amada, mejor no reavivar esa pasión, se decía. En cambio, la presencia cotidiana de Esther había despertado poco a poco en Giovanni unos sentimientos profundos y una agitación sensual. Al principio había intentado luchar contra sus sentimientos y emociones. Después se había decidido a acoger y dejar crecer lo que nacía en él, sin ningún plan y sin otra inquietud que vivir cada instante con autenticidad. No obstante, a veces se preguntaba si el corazón de la hija de Eleazar era realmente libre o si la joven podía sentir algo por él. Esas cuestiones atormentaban su mente, al tiempo que empezaba a dudar de su deseo real de proseguir su camino de venganza hacia Jerusalén.

Pero, por el momento, otro asunto le preocupaba todavía más. Desde que había tenido aquella larga conversación en el despacho de Eleazar sobre el libro de al-Kindi, a Giovanni lo corroía una duda terrible que no conseguía quitarse de la cabeza. Un pequeño detalle le había sorprendido en la conversación con el cabalista; lo que es más, la visión del manuscrito colocado junto al
Yefr
lo había llenado de zozobra. En varias ocasiones, cuando consultaba libros en el despacho, había tratado de acercarse a ese dichoso manuscrito, pero entonces el cabalista le había encargado buscar libros en otros lugares de la biblioteca y no había podido quedarse nunca solo en la habitación. Esa duda estaba adquiriendo tanta fuerza con el paso de las semanas que aquel día Giovanni decidió aclararla y liberarse del peso que lo oprimía.

A medianoche, mientras toda la casa dormía, se levantó y salió de su habitación. Era una noche sin luna. Bajó con paso sigiloso la escalera que conducía al patio de los sirvientes y entró en la cocina. A tientas, consiguió dar con una vela y la encendió. Después cogió un cuchillo de cortar carne y salió de puntillas.

Apagó la vela y atravesó el segundo patio antes de cruzar las última puerta, por la que se accedía al jardín. Tomó a continuación la escalera que subía al piso donde se encontraba el despacho-biblioteca del cabalista y avanzó rozando la pared hasta la puerta de la estancia.

Para su alivio, comprobó que estaba abierta. Entró en el despacho y encendió de nuevo la vela. Avanzó con paso más seguro hacia la biblioteca y, con el corazón palpitante, se acercó a la estantería donde descansaban los manuscritos antiguos. El
Yefr
estaba allí, justo al lado del otro de factura más reciente.

Giovanni dejó la vela en el borde del anaquel y cogió este último libro. «Es la misma encuademación, creo. Sería increíble que…» La puerta se abrió bruscamente. Giovanni se sobresaltó. Malik entró en el despacho, acompañado de otros dos sirvientes armados con cimitarras.

—¿Qué haces aquí? —preguntó el gigante negro en un tono amenazador.

—Quería comprobar una cosa —respondió Giovanni con voz vacilante.

—¿De noche? ¿A escondidas? ¡Querías robar un manuscrito antiguo! ¡Eso es lo que querías!

—No, te aseguro que no.

Malik dio una orden en árabe a uno de los hombres, el cual salió inmediatamente de la habitación. Malik y el otro sirviente se acercaron a Giovanni.

—¿Y por qué llevas ese cuchillo que has cogido en la cocina?

—Tenía miedo de tener un mal encuentro —confesó Giovanni.

—¿Aquí? ¡Te burlas de mí! Mi señor no va a tardar en venir y sin duda me ordenará que te haga encerrar en el sótano.

Eleazar llegó al cabo de un momento, en efecto. Inmediatamente después, Esther entró también en la habitación en compañía de otro sirviente armado. Parecía trastornada. Todos miraron a Giovanni, que estaba con la espalda apoyada en la pared y seguía teniendo el manuscrito en las manos.

—Lo he pillado robando vuestras obras más preciosas, señor.

—Eso es falso —repuso Giovanni.

—Bueno, explícate, muchacho —dijo Eleazar en un tono tranquilizador—. ¿Por qué estás aquí, armado, en plena noche? ¿Qué querías hacer? ¿Qué temías?

—Temía que me asesinaran —contestó Giovanni, viendo que no tenía otra opción que decir la verdad.

—¿Que te asesinaran en esta casa? Pero ¿por qué razón?

—Porque podría haber descubierto…

El miedo atenazaba de tal modo su vientre que Giovanni no conseguía terminar la frase. Malik hizo ademán de avanzar hacia él. Giovanni dejó el manuscrito en la estantería y, como un animal acorralado, empuñó el cuchillo.

—¡No te acerques!

Eleazar hizo a su intendente una seña indicándole que no se moviera.

—¿Qué es lo que podrías haber descubierto? —preguntó el cabalista.

Giovanni estaba visiblemente aterrado.

—¡Podría haber descubierto —dijo con voz alterada— que tenéis el ejemplar del
Yefr
escrito en latín! El que tenía mi maestro antes de ser asesinado.

—Padre, ¿qué significa todo esto? —dijo Esther con la mirada inquieta.

—No te preocupes, hija, ya he entendido lo que le pasa a nuestro amigo.

Eleazar se dirigió entonces a Giovanni:

—Crees que formo parte de esa hermandad secreta que mató a tu maestro, ¿verdad? ¿Supones que esos hombres de negro me trajeron el manuscrito del
Yefr
en latín después de habérselo robado a tu maestro? ¿Crees también quizá que hice que te liberaran del presidio con el único objetivo de hacerte confesar dónde está la carta destinada al Papa? ¿Es por eso por lo que has venido armado y por lo que tiemblas?

Giovanni permaneció callado un momento.

—No lo sé… —dijo por fin—. Me quedé confuso cuando me preguntasteis el nombre de la mujer a quien se la entregué.Y después vi que colocabais el manuscrito de al-Kindi al lado de otro libro que se parece muchísimo al que tenía mi maestro. Quería hacer una comprobación.

—Muy bien, pues hazla.

Giovanni miró a Eleazar. Ya no sabía qué pensar. ¿Había caído en una terrible trampa, o bien todo aquello era fruto de su imaginación? No había otra solución, en efecto, que abrir ese grueso libro. Sin dejar de permanecer alerta, cogió de nuevo el manuscrito. En la estancia reinaba un silencio mortal. Con mano trémula, lo abrió. Se quedó unos instantes inmóvil, con los ojos clavados en las páginas abiertas del libro. Después lo dejó en la estantería. Exhaló un profundo suspiro y dijo:

—Afortunadamente, estaba equivocado. Ese manuscrito también está escrito en árabe. Lo siento…

Eleazar se acercó lentamente a Giovanni. Se detuvo ante él y le dijo con voz cálida:

—No pasa nada, hijo. Comprendo tu angustia. Han intentado asesinarte más de una vez, incluso en un lugar tan apacible como un monasterio. Ahora ve a descansar y deja de tener miedo. Nosotros no tenemos nada que ver con esos fanáticos que te persiguen.

Giovanni salió de la habitación en silencio. Su mirada se cruzó con la de Esther y pudo leer en ella una mezcla de inquietud y compasión. Cuando pasó ante Malik, este lo asió de un brazo.

—Perdona mi actitud.

Giovanni levantó los ojos hacia el intendente con benevolencia.

—No has hecho más que cumplir con tu deber.

Se fue a su habitación, se tumbó en la cama y lloró.

Su alma se había liberado de un gran peso.

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