El orígen del mal (15 page)

Read El orígen del mal Online

Authors: Jean-Christophe Grangé

Tags: #Thriller, policíaca

BOOK: El orígen del mal
3.04Mb size Format: txt, pdf, ePub

Una vez hechas las presentaciones con la familia, Volokine empezó a trabajarse al chico.

El armenio se sentó en el jardín, en un viejo balancín destartalado, temiendo que los padres fueran a pedirle detalles. El mal humor de Volokine lo había contaminado. Sobre todo la rabia, que cada vez era mayor. ¿Qué coño hacía allí? Había desperdiciado un día por un espejismo. Había dado un crédito desmesurado a las intuiciones de un poli joven y drogadicto, hasta el punto de tirar por la borda horas preciosas en la carrera contrarreloj que era esa investigación.

Kasdan además estaba furioso porque tenía otra salida: la pista política. Wilhelm Goetz estaba bajo escucha policial. Las RG o la DST seguían los pasos del organista. Allí había algo que valía la pena investigar. Tendría que haber hurgado en esos servicios para conseguir información sobre el pasado político del chileno. Tendría que haber repasado minuciosamente sus notas telefónicas hasta encontrar el número del abogado al que había contactado. También tendría que haber llamado a las casas donde Goetz daba clases de piano. Todas esas gestiones que Vernoux estaba llevando a cabo mientras él, un policía con experiencia, desperdiciaba un día con un yonqui obsesionado con la pederastia.

En el fondo sabía por qué había confiado en el chaval. Kasdan vivía con una herida, y ésta lo había guiado. Esa herida era la marcha de su hijo. Sin embargo, el cielo le había enviado un compañero de su misma edad. Un jovenzuelo en el que veía a David. Pero en una envoltura mucho más cercana. Un poli. Un hombre del asfalto. Kasdan tenía siempre presente que el verdadero punto de ruptura con su hijo, el sílex afilado que había cortado el vínculo, era su oficio de policía.

David no detestaba a la policía. La despreciaba. Un día, le había dicho, con odio e ironía a partes iguales: «Un poli es un truhán fracasado». Y lo pensaba. Ese chaval que pertenecía a la generación embriagada por los
start-up
, las nuevas tecnologías y la pasta fácil, no comprendía que su padre hubiera recorrido las calles durante cuarenta años a cambio de un salario miserable…

Sí, había hallado buenas razones para asociarse con Volokine. Simplemente compartir el tiempo con un chico que le caía bien, que le recordaba sus mejores años y borraba los fracasos con su propio hijo. Había estado ciego. Había… No, eso tampoco era cierto. Volokine no lo había fascinado hasta ese punto. Si había ido a buscar al ruso, si había querido interrogar de nuevo a los críos con ese policía apenas algo mayor que ellos, era porque sentía, visceralmente, que el drogadicto había dado con una verdad de la investigación. El chico que había dejado su huella en la galería de la catedral no era un simple testigo. En ese momento habría sido capaz de jurarlo.

Pasos a su espalda.

Volokine, con su trajecito pasado de moda y su chaquetón, llegaba con la cabeza baja, ajustándose la corbata.

—¿Y?

—Nada.

—Tal vez habría que revisar tu teoría, ¿no?

—No. No puedo haberme equivocado. No hasta ese punto.

—La obcecación: el peor enemigo del policía…

El ruso alzó la vista y fijó sus ojos en Kasdan. Sus pupilas parecían dos luciérnagas en medio de las tinieblas. Cogió un Craven. Lo encendió. Los músculos de sus mandíbulas se tensaron y luego se relajaron para aspirar una chupada.

—Siempre he hecho caso a mi instinto —dijo soltando su primera calada—. Y siempre me ha salido bien.

—Tienes treinta años. Todavía es un poco pronto para establecer normas definitivas.

Volokine dio media vuelta en medio de una bocanada de humo.

—Vamos. Tengo otra idea.

Kasdan se levantó con dificultad del balancín oxidado. Alcanzó a Volokine ya en la calle. A su lado tenía la impresión de ser el último de la fila en un equipo de investigación. El que interroga a los testigos que no han visto nada y visita lugares a un kilómetro de la escena del crimen.

—¿Qué idea?

—Vamos a casa de Goetz.

—Ya la registré. No hay nada.

—¿Examinó el ordenador?

—No. El ordenador no. No estoy demasiado puesto en esos…

—Entonces, vamos.

Kasdan, de una zancada, se le encaró.

—Escúchame. Goetz era un hombre muy reservado. Un verdadero paranoico. No habría dejado nada comprometedor. Ni en su ordenador ni en ningún sitio.

Por primera vez desde el principio de la tarde, Volokine sonrió:

—Los pederastas son como las babosas. A pesar de sus esfuerzos, siempre dejan un rastro. Y ese rastro está en el ordenador.

19

—Un Mac Power PC G4 —murmuró Volokine al descubrir el ordenador en el piso sumergido en las tinieblas—. Más conocido con el nombre de G4. Un modelo viejo.

Después de bajar la persiana de la habitación, encendió la máquina.

—Esperaremos a que se carguen los programas.

—¿Te cuesta manejarte con un Macintosh?

—No. Tanto me da PC o Mac. Cada hijo de puta tiene sus preferencias. Y no hay que dejarles ninguna posibilidad. Ni por un lado, ni por el otro.

—¿Tanto sabes de informática?

Volokine asintió. La luz del ordenador iluminaba sus rasgos desde abajo; sus pupilas parecían dos lágrimas de nácar. Un pirata descubriendo un tesoro.

—Me formé en Alemania con los mejores hackers de Europa. Los tíos del Chaos Computer Club.

—¿Y esos quiénes son?

—Unos superdotados de la informática. Se describen a ellos mismos como una «comunidad galáctica» que trabaja por la libertad de información. Organizan golpes destinados a poner en evidencia los peligros que representan las tecnologías para la sociedad. En Alemania hicieron varios ataques informáticos a los bancos. Y en cada ocasión devolvieron el dinero al día siguiente.

—¿Cómo los conociste?

—Un caso de pederastia, entre París y Berlín, en el que nos ayudaron. Gracias a ellos pudimos rastrear a esa basura. Se lo repito. El talón de Aquiles de esos depravados es este trasto. La máquina guarda hasta el menor vestigio de sus búsquedas, de sus contactos. He pasado noches enteras buscando fotos y vídeos en la red gracias a la red entre iguales. La caza cibernética es el arma definitiva contra los delincuentes sexuales.

Kasdan se colocó detrás del joven policía. Se sentía desbordado. El fondo de pantalla de Goetz representaba un desierto de sal, blanco e infinito. Sin duda, un paisaje chileno.

—No te pide una contraseña para iniciarlo —dijo Volokine—. Un buen comienzo. Si no, estábamos apañados, a menos que nos lleváramos el ordenador a un taller para abrirle las tripas.

Kasdan no entendía nada. Precisamente, en la pantalla acababa de aparecer una ventana pidiendo una contraseña. Volokine adivinó su confusión.

—El código que nos pide concierne solo a la sesión. Para consultar específicamente los documentos de Goetz. No es problema. Esa contraseña puedo obviarla.

Se quitó el chaquetón y empezó a teclear a toda velocidad. Con su trajecito negro, su camisa demasiado gruesa y su corbata falsa, parecía un
broker
que había olvidado los usos y costumbres de su propio mundo, en particular la ley de las marcas caras. Recordaba a un joven provinciano endomingado salido de una novela de Maupassant.

Kasdan lo miraba trabajar. Al comienzo de su jubilación, estaba entusiasmado con internet, se deleitaba imaginando los placeres de los que podría disfrutar con esa nueva tecnología. Pero se había desencantado. El mundo de las webs le parecía una especie de comida basura de la información, superficial, impermeable a los matices y a cualquier profundización. Una «máquina alienante», como dicen los marxistas. Por entonces se conformaba con encargar libros y películas a través de la red, utilizando el ordenador como el viejo Minitel de antaño.

—¿Qué haces? —preguntó Kasdan.

—Paso a modo «shell».

—Habla en francés, por favor.

—El lenguaje del sistema de explotación. Para el ordenador, el idioma humano es solo un software entre otros. Parece que entiende el francés, está programado para dar esa ilusión, pero solo entiende las cifras, y encima, binarias…

Kasdan miraba pasar las líneas en tipo courrier. La definición era más fina, más frágil que la de los tipos habituales. Pensó en la película
Matrix
. Los hermanos Wachowski habían sabido explotar el parecido entre el lenguaje informático y la caligrafía asiática.

—¿En qué andas?

—He creado un archivo de configuración. Una especie de «superusuario» que pasará por encima de los usuarios habituales para acceder a la lista de los archivos.

Volo reinició el ordenador. El zumbido recomenzó, luego la pantalla volvió a pedir una contraseña. Esta vez, el ruso escribió algunas letras. El ordenador propuso dócilmente su lista de iconos.

—Ahora voy a la raíz del programa. Los ordenadores funcionan como árboles genealógicos. Hay que seguir la cadena de subdirectorios, encajados unos dentro de los otros: sistema, aplicaciones, archivos…

Las columnas de nombres aparecieron, a montón.

—Los documentos creados y guardados en la memoria por Goetz. Los textos, las imágenes, los sonidos…

La pantalla desplegaba siglas, cifras, letras a una velocidad alucinante. Las líneas se torcían, se agitaban como hierbas enloquecidas sacudidas por el viento.

—¿Cómo puedes comprender eso?

—No intento comprender. Filtro. Paso esas listas a través de un programa que he importado de la red. Una especie de colador que retiene las palabras clave, incluso las encriptadas, utilizadas por los pederastas.

Los jeroglíficos seguían pasando a toda velocidad. De vez en cuando, Volokine detenía la lista y abría un documento. Luego la miríada volvía a comenzar con brío.

—Joder —murmuró—. No hay nada. Este Mac es el kit del perfecto musiquillo chileno. Hasta los e-mails parecen estar limpios. El hijo de puta no se fiaba.

—Te recuerdo que, por el momento, Wilhelm Goetz es una víctima. Un hombre de sesenta y tres años de edad al que le perforaron los tímpanos.

—Olvida que estaba bajo escucha. Usted mismo me lo dijo.

—No sabemos realmente por parte de quién. Ni por qué. El único que ha decretado que Goetz era un depravado sexual eres tú.

Volokine volvió a teclear.

—Busquemos en internet. Por lo general, es una mina de oro.

—Si Goetz hubiera entrado en páginas de pederastas, habría borrado el historial inmediatamente, ¿no?

—Por supuesto. Pero en un ordenador nada se borra. Es imposible, ¿lo entiende?

—No.

—Otorgar esa función a los usuarios implicaría revelarles, indirectamente, los mecanismos fundamentales del sistema. El código inicial. El que permite crear un disco duro. Ese código es uno de los secretos mejor guardados del mundo. En caso contrario, cualquier fulano podría crear su propio disco y el mercado informático se acabaría. En un ordenador todo ocurre en la superficie. Se hace creer al usuario que borra sus datos, pero esa es solo una concesión otorgada a su pequeña lógica humana. En el universo de los algoritmos, en las capas profundas de las estructuras binarias, todo se conserva. Siempre.

—¿Incluso las consultas furtivas? ¿Las que duran el tiempo de un clic?

Volokine sonrió y giró la pantalla hacia el armenio.

—Todo. Para cada consulta, el ordenador crea lo que se llama un archivo temporal. Memoriza la página consultada y la reconstruye en la pantalla. De este modo, uno cree que está consultando a un servidor, pero en realidad el aparato ya ha memorizado la imagen y es esa imagen la que uno consulta.

Siguió tecleando.

—Esos archivos temporales se guardan en un rincón de la memoria y, por poco que uno conozca las contraseñas, siempre puede consultarlos.

—¿El lenguaje shell?

—No. Ahora hay que hablar al ordenador con su alfabeto específico: el código ASCII. Es otro nivel. Parece complicado pero solo son gestos, lógicas que hay que conocer. Kasdan, para interrogar a estos aparatos hay que hablar su lenguaje. Y seguir su lógica.

Nuevo tecleteo. Nuevos símbolos en la pantalla.

—Los archivos temporales. Memorizados según el número de accesos. Los sitios a los que accede con mayor frecuencia están arriba en la lista, a punto para su utilización. Voy a someter esos nuevos archivos a mi programa de detección. Miles de sitios de pederastia están identificados y memorizados. Conocemos sus señas, sus códigos, sus palabras clave… Mierda.

—¿Qué?

—Tampoco aquí consigo nada. Ni siquiera algo gay o un pedido de Viagra. Es imposible.

—¿Por qué imposible?

—¿Usted nunca ha entrado en páginas porno?

Kasdan no respondió. Los nombres flotaban en su ánimo. Big Natural Tits. Big Boobies Heaven. No le gustaría que Volokine metiera la nariz en su Macintosh.

—Todavía no he dicho mi última palabra —dijo Volo—. Faltan los inodos.

—¿Y eso que es?

—Un ordenador es como una ciudad. Cada archivo es una casa, con una dirección única. Eso se llama inodo. Voy a desencriptar los documentos por medio de su inodo y no por su nombre: la fachada. En general, para dar pistas falsas, los tíos que tienen algo que esconder crean varios documentos con el mismo nombre. Son cáscaras vacías puestas a la vista, mientras que el archivo verdadero, el comprometedor, está oculto en los meandros de la memoria.

Volokine tecleó varias líneas de cifras. Apareció una nueva lista. Kasdan intentó razonar con el chaval:

—Volo, estamos hablando de un viejo director de coros. No lo veo creando señuelos informáticos ni…

—Se lo repito: el pederasta es un bicho muy, muy desconfiado. Sabe que se mueve al margen de la sociedad. Sabe que la mayoría de la gente solo desea una cosa: cortarle los huevos. Eso le ayuda a convertirse en un informático genial.

Los signos seguían desfilando. Kasdan tenía la impresión de hundirse en una selva profunda, inextricable. Por el contrario, Volo parecía conocer bien el terreno. Tecleaba con una rabia contenida: la tensión del cazador que «huele» a la presa pero avanza con discreción.

—¡Mierda, mierda, mierda!

—¿No encuentras nada?

—Nada. Goetz debió de formarse con especialistas. Imposible pillarlo.

—¿No te estás pasando?

—Los pederastas son solidarios. Un experto forma a los otros y así sucesivamente. Créame, tengo experiencia con esos bujarrones.

Se agachó y metió la mano en el morral.

—Todavía me queda el arma letal. —Volokine sacó un CD centelleante y lo deslizó dentro del ordenador—. Un programa de recuperación de datos. Una especie de sonda que busca en las capas más ocultas del ordenador. Lo que suele llamarse el nivel bajo. Procede por barrido en las entrañas de la máquina y recupera todo lo que supuestamente fue borrado. Es un programa rapidísimo que se utiliza en los casos de detenciones preventivas.

Other books

Hangover Square by Patrick Hamilton
Destiny of Three by Bryce Evans
The Tale of Holly How by Susan Wittig Albert
Carola Dunn by The Improper Governess
The Grapes of Wrath by John Steinbeck
Tempt Me With Kisses by Margaret Moore
Sex and the Single Vamp by Covington, Robin