Kasdan le arrancó de las manos el fajo de documentos y lo hojeó.
—Goetz está implicado en esas desapariciones —insistió el chico—. Era un pederasta, qué diablos. Y un crío ha decidido vengarse. De él y de su efebo.
—Hay algo que no sabes.
El armenio explicó a Volo el hallazgo de la noche. Las huellas que demostraban que eran varios asesinos. Varios chavales.
El ruso apenas pareció sorprendido.
—Eso confirma mi sospecha —dijo—. Los críos se han vuelto contra su agresor.
—Es muy pronto para…
—Lea. También he conseguido el expediente de Tanguy Viesel. Me voy a la ducha.
Volo desapareció. Kasdan examinó el dossier. Cuando oyó correr el agua se preguntó si el chico no estaría metiéndose un chute. La ducha: el ardid preferido de los yonquis para meterse en el cuarto de baño y entregarse a su ritual camuflados bajo el ruido del agua.
Inmediatamente, otra idea le pasó por la cabeza, sin relación con la primera. No hablaría de la extraña visita de aquella noche.
¿Quién anda ahí, joder?
¿Lo había soñado? ¿Realmente había un niño en el fondo del pasillo golpeando el suelo con una vara de madera? ¿Era aquello tan aterrador como él lo había vivido?
Los datos sobre la desaparición de Tanguy Viesel no aportaban nada. Los tíos del distrito catorce habían realizado su investigación, sin resultado, y luego habían endosado el expediente a «desaparecidos». El hecho de que el chaval se hubiera llevado ropa parecía confirmar la idea de una fuga. A pesar de su corta edad, once años, tal vez había conseguido vivir su propia vida lejos de la familia.
El caso había ido a engrosar el flujo continuo de desapariciones en Francia. Todos los años, la BRDCP, la Brigada de Represión de los Delitos Contra las Personas, un servicio cuya competencia estaba limitada a la Ile de France, se ocupaba de alrededor de tres mil casos de desapariciones, sin contar los doscientos cincuenta cadáveres desconocidos y los quinientos amnésicos a los que había que despertarles la memoria.
La otra desaparición —un chaval de doce años llamado Hugo Monestier, que vivía en el distrito 5— era similar a la de Tanguy. Se evaporó camino del colegio. Llevaba sus cosas, por lo que se pensó en una fuga. Ni el menor resultado después de varias semanas de investigación. La policía había comparado los dos casos, observando las similitudes. Ambos miembros de un coro. Ambos sopranos. Ambos dirigidos por el señor Goetz. El chileno había sido interrogado y había salido limpio de polvo y paja.
El armenio dejó los papeles y bebió un trago de café. Por asociación, pensó en el padre Paolini, que dirigía la parroquia de Saint-Thomas-d’Aquin. Precisamente, el sacerdote debía regresar de su viaje esa mañana. Cogió el móvil. Marcó el número de la iglesia; seguía oyendo el suave murmullo de la ducha.
Respondieron al cuarto tono. Kasdan pidió hablar con el padre.
—Soy yo —dijo una voz de barítono bien sostenida.
Kasdan se presentó y evocó el caso de Hugo Monestier.
—Ya expliqué todo en su momento.
—Existen nuevos hechos que nos llevan a reabrir el caso.
—¿Qué nuevos hechos?
—El secreto de la investigación me prohíbe responderle.
—Entiendo. ¿Qué quiere saber?
—¿Qué piensa usted de Wilhelm Goetz?
—Ahora entiendo el motivo de su llamada. La muerte de Goetz.
—¿Está al corriente?
—Sí. El padre Sarkis, de la catedral de Saint-Jean-Baptiste, me dejó un mensaje. Es terrible.
Desde luego, Sarkis se había recorrido todas las parroquias. La voz era grave, lenta, suavemente modulada por el acento corso.
Kasdan entró en materia.
—Seré preciso: ¿qué piensa respecto a un eventual vínculo entre la desaparición de Hugo Monestier y Wilhelm Goetz?
—Wilhelm era inocente. Los policías abandonaron rápidamente esa pista. Al principio, recuerdo que dieron vueltas a su alrededor como buitres. Es triste decirlo, pero la homosexualidad parecía constituir una circunstancia agravante a los ojos de sus colegas.
—¿Sabía usted que era homosexual?
—Era un secreto a voces. A pesar de que trataba por todos los medios de esconder su vida privada, Goetz no podía negar esa evidencia.
—¿Nunca tuvo una actitud ambigua hacia los niños?
—No. Era perfectamente correcto. Y un gran músico, a la par que un excelente pedagogo. En su lugar, yo buscaría la causa de su muerte en otra parte.
—¿Tiene alguna idea?
—No es una idea. Es una impresión. Wilhelm Goetz tenía miedo. Un miedo terrible.
—¿De qué?
—No lo sé.
Kasdan miró su reloj: las diez.
—Me gustaría hablar sobre todo esto con usted personalmente.
—Cuando quiera.
—Estaré allí en menos de una hora.
—Lo espero en la sacristía. Estamos en la plaza Saint-Thomas-d’Aquin, cerca del boulevard Saint-Germain.
El armenio colgó mientras Volokine aparecía en el umbral de la cocina, peinado, afeitado, reluciente como el sol. Llevaba el mismo traje arrugado, pero ahora emanaba verdaderos reflejos de luz, como un paisaje empapado de rocío. Cogió un cruasán del cuenco y se lo zampó en dos bocados.
Señaló el expediente que había sobre la mesa.
—¿Le ha gustado?
—Buen trabajo. Pero la tarea no ha hecho más que empezar.
—Estoy de acuerdo. Ya he lanzado otra búsqueda. En el Servicio de Desaparecidos de la BPM. Para ver si hay otros pequeños cantores fugados.
—¿En los coros que no estaban dirigidos por Goetz?
—Algo así. Nos hemos centrado en el chileno. Pero el otro punto común de esos críos es que tenían una voz… pura, afinada, inocente. Sé de qué hablo: yo mismo fui cantor. Es un don. Una gracia de la que no se es consciente en la niñez. Algo caído del cielo, que desaparece cuando cambia la voz.
—¿Esas voces podrían ser el móvil de las desapariciones?
—Ni idea. Quizá detrás de todo haya una perversión que se base en los cánticos religiosos. He visto tantas cosas raras…
Kasdan pensó en el
Miserere
que había escuchado en casa de Goetz la primera noche. Esa voz que lo había conmovido y que, como un imán, había atraído a la superficie de su conciencia sus heridas más sensibles. Apartó inmediatamente esa sensación irracional.
—Vale —dijo con voz firme—. Compartiremos el trabajo. Corro a Saint-Thomas-d’Aquin. A hablar con el sacerdote de la parroquia. Me da la impresión de que tiene cosas que contarme.
Volokine cogió otro cruasán.
—Yo salgo volando para Notre-Dame-de-Lorette, en el distrito 9. Esta mañana, antes de venir aquí, he conseguido la lista de los cantores de los cuatro coros de Goetz y luego he consultado los expedientes de la BPM que conciernen a los niños-delincuentes. Si verdaderamente estamos frente a un caso de niños-asesinos, es probable que haya antecedentes.
—Ya he verificado los coros de Saint-Jean-Baptiste y Notre-Dame-du-Rosaire.
—Yo he chequeado los otros dos y me he topado con un nombre. Sylvain François. Doce años. Un crío de la DDASS. Admitido en la coral de Notre-Dame-de-Lorette por sus cualidades de cantor y también porque la parroquia quiere hacer obras de caridad. Les ha tocado el gordo. El crío parece imposible de digerir. Robo. Violencia. Fuga. Esta mañana, el coro, con todos sus miembros, ensaya para la misa de medianoche. Cogeré al pequeño Sylvain y le sacaré la verdad. Nunca se sabe: tal vez sea nuestro asesino.
—¿De verdad lo crees?
—Creo que si tiene algo que decirme, me lo dirá. Sé manejarme con la mala hierba. Seguimos en contacto por móvil.
La iglesia Saint-Thomas-d’Aquin era espaciosa y refinada. Un perfecto producto del Segundo Imperio. Bajo sus claras bóvedas, grandes pinturas oscuras con reflejos dorados se exhibían como en un museo. La nobleza, la magnitud imperial se imponían allí a la atmósfera litúrgica.
Kasdan entró en la nave. Despreciaba esa decoración demasiado rica, demasiado sofisticada. El desprecio de un armenio acostumbrado a iglesias austeras, sin florituras, donde cualquier representación divina está prohibida. En cuanto a las iglesias católicas, solo se sentía cómodo en las románicas, austeras y desnudas. La expresión de la fe verdadera, sin blablablá ni símbolos inútiles.
—¿Es usted el policía del teléfono?
Kasdan se dio la vuelta. Cerca del altar había dos hombres con sotana negra. Uno era de baja estatura, coronado por una ondulada melena gris. El otro, fortachón y calvo. En su presencia, uno sentía que retrocedía uno o dos siglos. Parecían recién salidos de
Cartas de mi molino.
—Sí, Lionel Kasdan. ¿Usted es el padre Paolini?
Se había dirigido al bajito, pero los dos hombres respondieron «Sí» al unísono. Viendo la sorpresa de Kasdan, los sacerdotes sonrieron.
—Somos hermanos.
—¿Cómo?
La sonrisa se agrandó.
—En el mundo secular, somos hermanos —explicó el bajito.
—En el mundo de Dios, somos padres —añadió el otro.
Se rieron con ganas, satisfechos de su broma, que seguramente gastaban a todos los visitantes. Kasdan les tendió la mano. Primero uno, y luego el otro, los curas se la estrecharon con energía. El armenio aprovechó para examinarlos en detalle.
El pequeño, todo sonrisa, exhibía una dentadura resplandeciente. El mayor sonreía con los labios cerrados, como si tarareara un aria alegre. A pesar de las diferencias de tamaño y de pelo, los dos hermanos se parecían. La misma piel aceitunada oscura. La misma nariz de pico de tucán. El mismo acento corso. En cambio, no caminaban a la misma velocidad. El modelo reducido avanzaba con la solemnidad de un cortejo fúnebre. El hermano grandote se movía como un bailarín. Su cráneo calvo recordaba a una capucha. Kasdan pensó en Santo, el célebre luchador enmascarado.
—Acompáñenos —dijo Cabellos Grises.
—Estaremos más cómodos en nuestra sala parroquial —añadió Santo.
Salieron de la iglesia y atravesaron la plaza desierta que flanquea el boulevard Saint-Germain. El pequeño Paolini abrió el cerrojo de una puerta rematada por un vitral en forma de cruz. Se sumergieron en la sombra. La sala parroquial no ofrecía ninguna sorpresa. Mesas de escuela dispuestas formando un cuadrado. Carteles exhortando a seguir «el Camino de Jesús». Dos ventanas daban a un patio gris. El sacerdote calvo encendió el plafón e hizo señas a Kasdan para que se sentara detrás de uno de los ángulos rectos del cuadrado. Los dos curas se colocaron a los dos lados del ángulo opuesto.
Kasdan empezó por evocar la muerte de Wilhelm Goetz. Resumió la situación. El lugar, la hora, el entorno. Y el coro. Usó la investigación de proximidad como excusa para la entrevista. A falta de móvil y de sospechoso, la policía se centraba en la víctima y su perfil.
—¿Ustedes se llevaban bien con Wilhelm Goetz?
—Muy bien —dijo Cabellos Grises—. Yo también soy pianista. Tocábamos juntos.
—Yo también —agregó Santo—. Obras para dos pianos.
—Sí. Franck. Debussy. Rachmaninov…
Kasdan comprendió que los dos hermanos responderían cada uno a su vez a las mismas preguntas, estilo Hernández y Fernández. Sacó la libreta y las gafas.
—Querría saber qué sienten personalmente. ¿Qué pensaron cuando se enteraron del asesinato de Goetz?
—Pensé que se trataba de una equivocación —dijo el pequeño—. Que se habían equivocado de persona.
—O bien —dijo el grande—, que había sido fruto del azar.
—¿Del azar?
—Goetz fue asesinado por un loco que atacó sin móvil alguno.
—Según ustedes, ¿no tenía nada que reprocharse? ¿Nadie le guardaba rencor?
Cabellos Grises habló despacio:
—Goetz era un anciano que llevaba una vida feliz cerca de Dios. Discreto, sonriente, humano. Se merecía con creces la jubilación, después de las atrocidades de Chile.
—¿Sabían que era homosexual?
—Siempre lo supimos, sí.
Estaba claro que Saint-Jean-Baptiste era el único lugar donde nadie había intuido las tendencias del organista.
—¿Por qué?
—Una intuición. Las mujeres eran ajenas a su universo.
—Existía un muro invisible —insistió Santo—. Un muro que mantenía a las mujeres a distancia y que de alguna manera lo protegía. Su mundo era un mundo de hombres.
Kasdan miró al pequeño Paolini.
—Por teléfono me ha dicho usted que Goetz tenía miedo. ¿Se lo comentó él?
—No.
—¿En qué lo notó?
—Parecía nervioso. Agitado. Eso es todo.
Santo completó con voz acelerada:
—Una vez nos preguntó si alguien había venido a interrogarnos sobre él.
—¿Quién?
—No dio detalles.
—Así pues, se sentía espiado…
—Es difícil afirmarlo —dijo Cabellos Grises—. Aquí solo venía a tocar el órgano. A los ensayos del coro. Y luego regresaba a su casa.
El armenio presentía que no llegaría a nada con ese tándem.
—Vale —concluyó—. ¿Cómo era su relación con los niños?
—Perfecta. Sin problemas. Un hombre muy paciente.
—Goetz era un pedagogo maravilloso —agregó Santo, subiendo la apuesta—. Vivía solo para los niños. Siempre tenía un montón de proyectos…
Kasdan cambió de rumbo.
—De hecho, he venido a hablarles de la desaparición de Hugo Monestier.
—¿Cree que hay una relación entre esa desaparición y el asesinato de Wilhelm?
—¿Y ustedes?
—En absoluto —dijo Cabellos Grises—. Ni la menor relación.
—Háblenme sobre ese caso.
—No sabemos nada. Hugo desapareció, punto. Hubo una investigación. Una campaña con carteles. Se buscaron testigos. No se consiguió nada.
—De vez en cuando, ¿se acuerdan de él?
—Todos los días, sí.
—Rezamos por él —añadió Santo.
Los hermanos Ping-Pong empezaban a darle dolor de cabeza.
—He sabido que hubo otra desaparición, en 2004 —reveló—. En el seno de un coro dirigido también por Goetz.
—Oímos hablar de eso. Unos policías vinieron a interrogarnos al respecto. Parecían sospechar de Wilhelm. Pero ¿sabe usted cuántos menores desaparecen todos los años?
—Cerca de seiscientos. Es mi oficio.
—Eso puede dar lugar a coincidencias, ¿no?
Kasdan estaba perdiendo el tiempo. Pensó en Volokine, que en ese mismo momento debía de estar interrogando a un pequeño delincuente para saber si era o no un asesino místico y mutilador. Otra dirección equivocada.