Tercer reflejo. Correr.
El conductor había conseguido huir. Volvería con refuerzos. Humillados. Furiosos. Kasdan aceleró, con el corazón en la boca, viendo cómo el horizonte brincaba delante de él.
¿Qué referencias tenía para orientarse? En el fondo de su mente, el hombre regresó y dejó atrás a la bestia. Reflexionó. A su pesar. A pesar de todo. Observó y comprendió algo nuevo. La llanura no era infinita como había creído. Al contrario, acababa abruptamente unos centenares de metros más allá. El acantilado debía de precipitarse sobre una meseta inferior, allí donde la Colonia cultivaba sus tierras.
Kasdan tomó conciencia de otro hecho. En el todoterreno, Rochas no había mentido. Existía un paso. Una falla en las rocas de caliza. El paso de las Termópilas. Tenía que encontrar la terraza rocosa que albergaba esa fisura que permitía bajar hacia la otra meseta y, eventualmente, permanecer escondido allí.
Viendo perfilarse la pared vertical, giró sin razón aparente a la derecha en lugar de a la izquierda. Todavía corría cuando sintió que la resonancia del suelo cambiaba bajo sus pasos. Ya no había hierba, sino roca desnuda. Una meseta grisácea, estriada de venas herbáceas, una constelación de lajas con el aspecto de un vasto monumento megalítico estilo Stonehenge, cuyas piedras habrían caído allí por efecto de un fenómeno natural.
La falla existía, estaba seguro.
Siguió andando, a paso más lento, torciéndose los tobillos en las irregularidades. Por milagro, unos metros más adelante descubrió la fisura en la roca. Era ancha. Por lo menos en su punto de partida. Hacia el final del acantilado se angostaba.
Kasdan empezó a bajar; encontró escalones naturales en una de las paredes.
Unos minutos más tarde, Kasdan tocaba el fondo. En el sentido propiamente dicho. Había descendido por lo menos veinte metros de pendiente. Alzó la vista. Las dos paredes eran irregulares, se acercaban y se alejaban según los pasajes, pero en el suelo la galería conservaba una anchura constante de alrededor de tres metros.
Kasdan se puso en marcha; todavía no sabía si se había metido en una trampa o si había encontrado el acantilado que le permitiría acercarse a la Colonia con total discreción. O, simplemente, un escondite donde pasar la noche.
Caminó. Por lo menos quería poner a prueba su intuición. Ver si ese paso llevaba a la meseta inferior, al nivel de Asunción. Tal vez se había relajado un tanto porque estaba al abrigo. Tal vez el agotamiento le pasaba factura. Pero cuando oyó el susurro a su espalda, ya era demasiado tarde.
Al segundo siguiente estaba en el suelo comiendo polvo.
Cuerpo a tierra, brazos abiertos, sin siquiera haber podido rozar la culata de su automática.
Flotó un instante.
Sintió una rodilla entre sus omóplatos y una punta que se hundía en su nuca.
Un insulto susurrado.
La presión se aflojaba.
Kasdan se apoyó sobre los codos y echó una ojeada por encima del hombro.
Volokine estaba detrás de él.
Zapatones. Piernas abiertas. Rostro verdoso.
Vestido con el chaquetón y el pantalón de lino reglamentarios, torso desnudo debajo, blandía una especie de lanza primitiva. Un bastón en cuyo extremo había un sílex atado con un cordón de zapato. Tenía el rostro cubierto de un liquen verde que daba a sus ojos el aspecto de dos espectros ávidos, alucinados. Globalmente patético, pero vivo.
Kasdan sonrió.
Un equipo así iba a darle mucha guerra a la Colonia.
No había acabado de pensarlo cuando un fragor de motores retumbó en la superficie. Coches. Uno, dos, quizá tres. Portazos. Pasos al borde de la falla. Los habían localizado. Habían caído en la trampa, en el fondo del desfiladero.
—¡Kasdan! —La voz de Hartmann rebotó contra las rocas. Grave. Pausada. Pero alterada. La cólera. El odio. La emoción. Ya le habían puesto al corriente de la muerte de su hijo—. ¡Contéstame! ¡Sabemos que estás ahí!
Kasdan permaneció en silencio, observaba a Volokine en estado de shock.
Hartmann soltó una carcajada.
—¿Crees que lloro a mi hijo? ¿Crees que estoy afligido por su desaparición? Mi hijo ha sido sacrificado como lo seremos todos. Nosotros no contamos. Somos pioneros. Precursores. Es normal que seamos sacrificados. ¡Formamos parte de un progreso lógico y necesario!
Exactamente las mismas palabras que Hans-Werner Hartmann cuando fue interrogado por el psiquiatra estadounidense en 1947 en Berlín. La locura se había transmitido de padre a hijo.
—¡Kasdan!
El chileno sólo se dirigía a él. El privilegio de la edad. Ahí había una posibilidad de salida. Mantener el diálogo con el loco mientras Volokine remontaba a la superficie.
Kasdan cogió al chaval por los hombros. Su rostro cubierto de musgo verdoso recordaba un chicle de clorofila.
Desenfundó la USP.45 H amp;K. Se la puso en la mano. Cogió los cargadores que había robado a los cadáveres y se los metió en los bolsillos del chaquetón. Sin decir palabra, señaló la franja de cielo que los cubría.
Sube allí.
Luego, otro gesto explícito:
Yo hablaré con el zumbado
.
Volokine deslizó la automática en su cinto y acometió la pared rocosa.
En ese mismo instante, un silbido retumbó en el interior de la galería. Los dos hombres se quedaron paralizados. Se miraron. Sus rostros angustiados fue lo último que vieron. Una espiral de humo se expandió por la falla. Luego otra. Luego otra más. Gases lacrimógenos. La técnica clásica para obligar a la presa a salir de su madriguera.
Kasdan retrocedió. Se abrochó el chaquetón. Hundió la cabeza en el cuello y contuvo el aliento. Con los ojos empañados de lágrimas, se alejó de las nubes ácidas; esperaba que Volo ya estuviera escalando la superficie rocosa, aprovechando las espirales blancuzcas que lo camuflaban.
Observó la galería y descubrió otra ventaja. El humo materializaba el aire en la grieta vertical. Aparecieron las estrías de láser. Líneas rojas oblicuas, buscando, acechando, sondando a sus víctimas en el interior del desfiladero. Revelando, en consecuencia, la posición de los tiradores en la superficie.
Había cuatro, pero Kasdan no se fiaba al cien por cien. Otros tiradores podían estar presentes y llevar armas sin mira. Retrocedió aún más y le sorprendió la belleza del instante. Las líneas rojas dibujaban las cuerdas de un arpa púrpura y magistral. Casi esperaba oír una música encantada…
—¡Kasdan!
Ya no respiraba. Ya no veía. Solo hacía esfuerzos por aguzar el oído a la espera de los disparos que le darían la señal de trepar a su vez.
—¡Te propongo negociar! —gritó, sin aliento.
Otra vez la risa de Hartmann.
Brutal como dos címbalos golpeándose.
—Negociar ¿qué? ¿Con quién? Se acabó, Kasdan. Habéis sido una etapa para nosotros. Una prueba enviada por Dios. La última antes de la victoria.
—¿Qué victoria?
—Tenemos el grito, Kasdan. El padre, el hijo y el grito. ¡Esa es nuestra Trinidad!
Kasdan dudaba. Sus mejillas ardían. Su garganta ardía. Salir de allí. Trepar. Antes de perderse completamente.
—¿No percibes la belleza del proyecto, Kasdan? ¿Un atentado solo con la fuerza de la voz? Una impronta de pureza en vuestra miserable humanidad. ¡Una hendidura de gracia en vuestro mundo terrenal! Nadie lo comprenderá. Y esa misma incomprensión será nuestra recompensa. ¡El símbolo de vuestra mediocridad!
¿Qué coño hacía Volokine?
¿Acaso eran tantos que ni siquiera podía atacar?
—Hemos engendrado al Hombre Nuevo, Kasdan. ¡Hay que dejarle sitio! Es la ley elemental de la evolución. Todo lo que ocurrió antes fue solo el prólogo del día de hoy. ¡Salid de ahí y postraos! Debéis contribuir a la ineluctable andadura de nuestro progreso. Debéis inclinaros ante la voluntad de Dios.
Kasdan cayó de rodillas. Su rostro bañado en lágrimas. El ahogo le cortaba la respiración. Su cuerpo ardía como en un asador. Unos segundos más y se desvanecería. «Volokine…» En su mente, una voz gemía. «Volokine…» Ya no era una llamada, sino una súplica…
«La primera vez.»
La pared rocosa no había sido un problema. La había escalado en unos segundos. Ahora ya estaba a solo dos metros de la superficie. A dos metros de los tiradores. Sentado sobre los talones como un mono. Los pies encajados en un saliente. Las manos colgadas de otro.
«La primera vez.»
Era la primera vez que iba a usar su arma. El momento de poner en práctica los gestos que había ensayado miles de veces delante del espejo, cargador vacío, ojos cerrados. ¿Cuántos había allí arriba? ¿A cuántos podía cargarse antes de que lo alcanzara una ráfaga?
Buscó un nuevo apoyo. Un metro de la superficie. Recuperó su posición de mono. Con una mano desenfundó la H & K. Controló la corredera. La palanca del seguro. Olvidó rezar. Contó hasta tres.
«Uno, dos…»
Surgió de la falla rocosa.
Rodó por la hierba y se puso en pie, rodillas flexionadas, inquieto, estudió al enemigo con una sola mirada. Eran cinco. Más Hartmann. Dos de su lado de la falla. Tres del otro. El mentor, agachado sobre la fisura, gritando sus delirios. Entre ellos, el humo de los gases lacrimógenos se escapaba como de una brecha del infierno. Antes de que pudieran comprender lo que ocurría, Volokine se afianzó. Alzó a cuarenta y cinco grados sus dos puños apretados. Inspiró. Bloqueó.
Apretó dos veces el gatillo.
Un fulano en el aire, soltando su fusil automático.
En una milésima de segundo, Volo juzgó que el efecto sorpresa todavía funcionaba y que podía intentarlo con otro blanco. Se balanceó. Inspiró. Cargó. Disparó. Dos gatillazos más uno. Segundo hombre a tierra. Hartmann había desaparecido.
Una ráfaga hendió el aire, silbando en medio del gas. El ruso se arrojó en la hierba, brazos abajo. Sus manos vibraban aún por el retroceso de los disparos. Se irguió de un salto. Diez años de
muay thai
ayudan. Alzar el brazo. Disparar. Uno. Dos. Tres. A través del humo, un hombre giró rápidamente a su izquierda, empujado por el impacto. Otro disparó. Volo, sin moverse, respondió. Su mano ardía por el fuego del arma. De los dos adversarios, uno se desplomó. El otro seguía en la brecha. Volo se batió en retirada detrás del todoterreno.
Humareda. Silencio. Le pareció que le había dado a su último objetivo, pero no estaba seguro. Lejos, muy lejos en el fondo de su mente, una pregunta. «¿Dónde estaba Hartmann?» Entre un velo rojo, vio que la corredera estaba abierta. Cargador vacío. Lo expulsó de un empujón. Cogió otro. Lo introdujo en la culata.
Unos pasos. Un vistazo. Unas sombras a través de la humareda ácida, al otro lado de la falla. Por lo menos dos hijos de puta seguían en pie. Un cancerbero y Hartmann en persona. En su mente, una pregunta lo consumía. «¿Kasdan?» Los dos hombres escondidos detrás del segundo todoterreno. Por instinto, se dijo que no debía esperar. Pedirían refuerzos. Tomarían posición. Le volarían la cabeza.
Salió de su escondite. Apretar el gatillo. Respirar. Apretar. Respirar. Lanzaba disparos a ciegas con la esperanza de que sus blancos se movieran. Para poder verlos. Un codo, una cabeza en el extremo del capó. Apuntó y disparó simultáneamente.
Como respuesta, los faros del todoterreno explotaron. Parabrisas. Retrovisores. Se puso en cuclillas, de espaldas a la rueda. Lluvia de vidrio.
Dos cabrones.
Fusiles de asalto.
No tenía ninguna posibilidad.
«¿Y Kasdan?»
Le pareció escuchar el ruido de un
walkie-talkie
. Llamaban a los otros. El rugido de un motor. Los hijos de puta se daban a la fuga. Volokine salió al descubierto y observó el panorama. Todo sucedía al mismo tiempo. El todoterreno arrancaba, Hartmann al volante. El esbirro, fusil en mano —a la vista, el vehículo se largaba—, apuntándole. Kasdan emergiendo de la falla en medio del humo como un muñeco de resorte de una caja de sorpresas.
El esbirro vio a Kasdan. Cambió de posición. Cargó. Disparó. Pero lo que se oyó fue un clic. El fusil estaba bloqueado. Volokine comprendió que Dios estaba con ellos. Alzó la 45. Apoyó. Otro clic hizo eco al primero. Dios no estaba con nadie. Dos armas bloqueadas al mismo tiempo. Volokine vio que Hartmann maniobraba y arremetía contra Kasdan, que a su vez desenfundaba. Kasdan solo tuvo tiempo de retroceder, soltó el arma mientras el todoterreno se le echaba encima. Lanzó un alarido. Volokine tardó un segundo en comprender. En su movimiento, el policía se había ensartado a sí mismo en el cuchillo de combate que el gorila acababa de empuñar, después de haber tirado su fusil al suelo. Kasdan se dio la vuelta y, con el cuchillo hundido en la ingle, atrapó la cabeza de su agresor, le hincó los dientes en el cráneo con todas sus fuerzas, y le arrancó un trozo de cuero cabelludo.
Los dos hombres rodaron por tierra. En la caída, el cuchillo salió disparado de la herida. Confusión. Una mano atrapa el cuchillo. La mano de Kasdan. Lo clava en la garganta de su adversario. Un geiser de sangre. A borbotones. La víctima se desploma sobre Kasdan.
La escena no ha durado ni cinco segundos. Volokine no se ha movido. Petrificado. Sin fuerzas.
—¡La camioneta! —grita Kasdan, tratando de desembarazarse del cadáver.
Volo se despierta por fin. Arroja el arma y corre hacia el otro todoterreno. Impedir que Hartmann huya. Machacarlo con el riesgo de ser machacado a su vez. La llave en el contacto. Va a girarla cuando un golpe lo lanza violentamente contra el parabrisas. Hartmann ha tenido la misma idea. Acaba de chocar contra él.
El ruso trata de salir. Imposible. Puerta bloqueada. Por la ventanilla, ve que Kasdan repta por la hierba roja. Ve a Hartmann, cubierto de sangre, salir del todoterreno, con la Beretta en la mano. Lo ve acercarse, con todas sus fuerzas concentradas en su brazo extendido, hacia ÉL.
Volokine mete la marcha atrás. El mono. Conducta automática. Lee la inscripción de la caja de cambios. Un segundo más tarde Hartmann está allí, encañonándolo. Detonación. El vidrio se fisura. Volokine grita. Su sangre sobre el cuadro de mando. Su sangre entre las esquirlas de vidrio. Su muerte por todas partes, proyectada sobre el parabrisas y los asientos.
Un segundo de suspense.
Un segundo en el otro lado.
Pero no: no está muerto.
No está herido.
El vidrio explota definitivamente. La cabeza de Hartmann atraviesa el cristal. Le falta la mitad del cráneo.