El origen perdido (57 page)

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Authors: Matilde Asensi

BOOK: El origen perdido
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Aquellos eran los Capacas, los gobernantes de los yatiris, herederos de los sacerdotes—astrónomos que habían regido Tiwanacu, y nos estaban mirando con una indiferencia tan grande que casi parecía que no estuviéramos allí. ¿Acaso no les llamaba la atención ver a seis blancos vestidos de manera extraña que habían aparecido de repente en su ciudad? Y, por cierto, ¿cómo se llamaba aquella ciudad? ¿Taipikala-Dos? ¿Y por qué no tenían la cabeza con forma de cono como sus antepasados? ¿Es que ya no practicaban la deformación frontoccipital? ¡Qué desengaño!

Vi cómo Marta y Efraín intercambiaban miradas, poniéndose de acuerdo para ver quién iba a iniciar la conversación pero, antes de que acabaran de decidirse, un quinto personaje yatiri hizo acto de presencia en la escena, apareciendo precipitadamente por detrás de las colgaduras que quedaban a la espalda de los Capacas. Era un joven de apenas veinte años de edad que entró corriendo e intentó, sin demasiado éxito, pararse en seco para no caer de bruces a los pies de los ancianos; con gran esfuerzo, se balanceó hasta que consiguió mantener el equilibrio. Le vimos murmurar unas palabras con la cabeza inclinada —vestía un
unku
rojo con faja blanca y llevaba en la frente una cinta también roja— y permanecer quieto en esa postura mientras los Capacas deliberaban. Por fin, parecieron consentir en lo que fuera que el joven les decía y éste se incorporó y, poniéndose a un lado, se dirigió a nosotros en voz alta para hacerse oír con claridad a pesar de la gran distancia:

—Mi nombre es Arukutipa y soy indio ladino, y estoy presto a cirvir a sus mercedes para que se entiendan con nuestros Capacas prencipales.

Me quedé de piedra. ¿Qué hacía aquel chaval hablando un castellano antiguo, cerrado de entonación y defectuoso? Y, además, ¿por qué se acusaba a sí mismo de ser una mala persona? Pero Marta, rápida como el rayo, se inclinó hacia adelante, requiriéndonos en conciliábulo, y se lanzó a una explicación rápida:

—El nombre de este niño, Arukutipa, significa, en aymara, «el traductor, el que tiene facilidad de palabra», y afirma ser indio ladino, que es como llamaban en la América colonial del siglo XVI a los indígenas que sabían latín o romance, es decir, que hablaban el castellano. Así que los yatiris nos ofrecen un intérprete para comunicarse con nosotros. ¡Han conservado el castellano que aprendieron antes de huir a la selva!

—Pero, entonces —señaló Efraín, extrañado—, no imaginan que podamos conocer su lengua.

—Espera, voy a sorprenderles —le dijo Marta, con una sonrisa de inteligencia y, volviéndose hacia los Capacas, exclamó—:
Nayax Aymara parlt'awa
.

Los ancianos no movieron ni un músculo de la cara, no se inmutaron; sólo el joven Aruku—lo—que—fuera, hizo un gesto de sorpresa volviéndose hacia los Capacas. No hubo intercambio de palabras, no dialogaron y, sin embargo, Aruku-lo-que-fuera, se giró de nuevo hacia nosotros y habló otra vez en nombre de los ancianos:

—Los Capacas prencipales dizen que sus mercedes son personas cuerdas y savias y muy letradas, pero que, como an de procurar llevar linpio camino y cin grandes pleytos, es bueno que las palabras sean españolas de Castilla y que no rrecresca mal y daño por las dichas palabras.

—Pero, pero... ¿Qué demonios ha dicho? —se indignó Marc, que se había puesto más rojo de lo normal y parecía una caldera a punto de soltar el vapor de golpe—. ¿En qué maldito idioma habla?

—Habla en castellano —le calmé—. El castellano que hablaban los indios del Perú en el siglo XVI.

—No quieren que usemos el aymara —se dolió Efraín—. ¿Por qué será?

—Ya lo has oído —le consoló Gertrude, que, pese a estar más callada de lo normal, tenía un brillo en los ojos que delataba la intensidad de las emociones que se le desbocaban por dentro—. No quieren líos. No quieren problemas con el idioma. Prefieren que nos entendamos en castellano.

—¡Claro, como su lengua no cambia, piensan que las demás tampoco! —se indignó mi amigo—. ¡Pues yo no comprendo lo que dice el crío ese! Para mí, como si hablara en chino.

—Le entiendes perfectamente —gruñó Lola—. Lo que pasa es que no te da la gana, que es distinto. Haz un esfuerzo. ¿Prefieres que Marta y Efraín hablen con ellos en aymara y que los demás nos quedemos fuera de juego? ¡Venga, hombre! ¡Con lo que nos ha costado llegar hasta aquí!

—Los Capacas tienen qüenta de las muchas letras de sus mercedes, pero agora piden saber cómo tubieron sus mercedes conosemiento deste rreyno de Qalamana.

—¡Qalamana! —exclamó Marta—. ¿Esta ciudad en la selva se llama Qalamana?

—Qalamana, señora.

—«La que jamás se rinde» —tradujo Efraín—. Un nombre muy apropiado.

—Los Capacas prencipales piden saber —insistió Aruku-lo-que-fuera- cómo tubieron sus mercedes conosemiento deste rreyno.

—Arukutipa —dijo Marta—, me gustaría saber si los Capacas nos entienden cuando hablamos en castellano. Lo digo porque va a ser una historia muy larga y, si se la tienes que traducir, no terminaremos nunca.

Arukutipa cambió el peso de su cuerpo de un pie a otro varias veces, indeciso, y volteó la cabeza hacia los ancianos en un par de ocasiones.

—Los Capacas, señora, no os entienden —farfulló, al fin—. No son indios ladinos.

—Bueno, pues, intentaré ser breve... —dijo Marta, tomando la palabra y abordando la narración de la historia que había dado lugar a nuestro
conosemiento deste rreyno
desde que su tío abuelo, Alfonso Torrent, había empezado a trabajar con don Arturo Posnansky en Tiwanacu a principios del siglo XX. Me daba cuenta cada vez más de que la mejor manera de conocer a Marta, de conocerla de verdad, era escuchando su extraordinaria voz, comprendiendo la música misma de la que estaba hecha. Sólo allí, en los sonidos que salían de su garganta, en las entonaciones que les imprimía, en las palabras que seleccionaba y en las frases que construía, se encontraba la verdad de aquella mujer que se ocultaba y defendía como un erizo de mar. Y, tal y como pensé aquel lejano día en su despacho, su voz era su talón de Aquiles, el punto flaco por el que la verdad se le escapaba a borbotones sin que se diera cuenta.

Arukutipa era un traductor simultáneo fantástico porque los ancianos, escuchándole repetir lo que contaba Marta, asentían cuando tocaba, fruncían el ceño en el momento oportuno y ponían gesto de preocupación o complacencia cuando correspondía, apenas Marta estaba terminando de decir lo que podía provocar esas expresiones. No le vi vacilar ni una sola vez. No pidió que se le repitiera ni una sola frase, y eso que nuestro castellano y el suyo diferían bastante y que había términos actuales de difícil explicación para quien no tuviera información sobre lo ocurrido entre los siglos XVII al XXI.

Por fin, Marta empezó a hablar de Daniel. Comentó que, como ella, era profesor en una universidad española y que, trabajando a sus órdenes, había descubierto por casualidad la maldición de la Pirámide del Viajero. Por desgracia, dijo, había caído bajo su influjo y, entonces, se volvió hacia mí, me presentó como el hermano de Daniel y me cedió la palabra para que yo terminara de contar la historia y expresara mi petición.

Desde luego, lo hice lo más elocuentemente que pude, sin perder de vista ni por un momento que aquellos tipos tenían que saber que la maldición sólo podía haber afectado a Daniel porque su conciencia no estaba limpia, pero, igual que Marta, me salté discretamente esa parte y solicité con amabilidad una solución para el problema. Luego, Efraín contó por encima nuestra expedición a través de la selva hasta llegar a Qalamana con los Toromonas.

Arukutipa repetía incansablemente nuestras palabras —o eso debíamos suponer, porque oírle no le oíamos, pero le veíamos prestarnos atención y mover los labios sin cesar— y, cuando terminamos, después de casi una hora de hablar sin parar, el chaval dio un suspiro de alivio tan grande que no pudimos evitar dibujar una sonrisa.

A continuación, nos quedamos callados e inmóviles, pendientes de los murmullos que nos llegaban desde el fondo de la sala. Por fin, Arukutipa se giró hacia nosotros:

—Los Capacas prencipales piden el nombre de la muger bizarra de cavello blanco.

—Hablan de ti, Marta —cuchicheó Gertrude con una sonrisa.

Ella se puso de pie y dijo su nombre.

—Señora —le respondió Arukutipa—, los Capacas se rregocijan de su vecita y dizen que vuestra merced oyrá el consuelo para el castigo del enfermo del hospital, el ermano del gentilhombre alto de cuerpo, y que con esto sesará su mizeria y mal juycio. Pero dizen los Capacas, señora, que ancí, después de aver oydo el consuelo, sus mercedes deverán dexar Qalamana para ciempre y no hablar nunca desta ciubdad a los otros españoles.

Marta puso mala cara.

—Eso es imposible —afirmó con su voz más grave y glacial. El pobre chaval se quedó sin respiración, con cara de pasmarote.

—¿Imposible...? —repitió incrédulo y, luego, lo tradujo al aymara. Los Capacas permanecieron impertérritos. Aquellos tipos no se alteraban por nada.

Y, entonces, pasó la primera de las cosas raras que íbamos a ver aquella tarde. La mujer Capaca que se sentaba en el extremo derecho soltó una pequeña arenga en voz alta y Marta abrió mucho los ojos, desconcertada.

—La anciana ha dicho —murmuró Efraín— que obedeceremos porque, si no, ninguno de nosotros saldrá de aquí con vida.

—¡Vaya, hombre! —exclamó Marc con cara de susto.

Marta respondió algo en aymara a la anciana.

—Le ha dicho —nos tradujo Efraín, bastante sorprendido y escamado— que no hay problema, que ninguno de nosotros hablará nunca de Qalamana con nadie.

—Pero... ¡Eso no puede ser! —dejó escapar Gertrude—. ¿Se ha vuelto loca o qué? ¡Marta! —la llamó; ella se volvió y, por alguna extraña razón, adiviné que había sufrido el mismo tipo de manipulación que Daniel. No podría explicar por qué lo supe, pero en su mirada había algo vidrioso que reconocí al primer vistazo. Gertrude le pidió que se acercara con un movimiento de la mano y Marta se acuclilló frente a ella—, No puedes aceptar este trato, Marta. Tu trabajo de toda la vida y el trabajo de Efraín se echarán a perder. Y tenemos que averiguar en qué consiste el poder de las palabras. ¿Tienes idea de lo que has dicho?

—Por supuesto que lo sé, Gertrude —afirmó con su habitual ceño fruncido, el mismo que ponía cuando alguien o algo la incomodaba—. Pero tenía que aceptar. No podemos dejar a Daniel tal y como está para siempre, ¿verdad?

—¡Claro que no! —dejó escapar Efraín con un tono de voz bastante agresivo—. ¡Naturalmente que no! Pero tienes que regatear como en el mercado, Marta, no puedes ceder a la primera. Esta gente no tiene ni idea de lo que ha pasado en el mundo desde el siglo XVI y, para ellos, los españoles seguís siendo el enemigo del que deben protegerse. Levántate y negocia, comadrita, saca tu genio. ¡Vamos, dale ya!

El anciano Capaca que se sentaba junto a la mujer Capaca del extremo derecho, dijo algo también en voz alta en ese momento. La cara de Efraín cambió; su enfado dio paso a una gran tranquilidad.

—Está bien, Marta —declaró, buscando una postura más cómoda en el taburete—, déjalo. No importa. Seguiremos haciendo lo mismo que hacíamos antes como si jamás hubiéramos pisado esta ciudad. No podemos hacer daño a esta gente.

—¿Qué está pasando aquí? —preguntó Lola, asustada, mirándonos a Marc y a mí.

—Los están reprogramando —afirmé totalmente convencido—. Están utilizando el poder de las palabras.

—¿Cómo se atreven? —bramó Marc, contemplándolos desafiante.

—Olvídalo, Arnau —me dijo Marta. Su mirada volvía a ser totalmente normal, sin ese brillo acuoso que le había notado antes y que chispeaba ahora en los ojos de Efraín.

—Pero, ¡te han manipulado, Marta! —exclamé, indignado—. No eres tú quien está tomando esta decisión. ¡Son ellos! Despierta, por favor.

—Estoy despierta, te lo aseguro —afirmó rotundamente con su genio habitual—. Estoy completamente despierta, despejada y tranquila. Ya sé que han utilizado el poder de las palabras conmigo. Lo he notado claramente. He notado cómo se producía el cambio de opinión en mi interior. Ha sido como un destello de lucidez. Pero ahora, la decisión de poner a Daniel por encima de cualquier ambición es mía, tan mía como la de no estar dispuesta a dejar que nos maten por negarnos a dar nuestra palabra de que no hablaremos nunca sobre esta ciudad. Soy yo quien decide, aunque te cueste creerlo.

—Lo mismo digo —afirmó Efraín—. Estoy totalmente de acuerdo con Marta. Todavía podemos pedirles respuestas para lo que queramos saber, pero no es necesario dar a conocer la información y atraer hasta aquí a todos los investigadores del mundo para acabar destruyendo esta cultura en un abrir y cerrar de ojos.

—¡Esto es de locos! —me enfadé y, volviéndome hacia los Capacas, exclamé—: ¡Arukutipa, diles a tus jefes que el mundo ha cambiado mucho desde hace cuatrocientos años, que los españoles ya no dominamos el mundo, que no tenemos ningún imperio y que no somos un país conquistador ni guerrero! ¡Vivimos en paz desde hace mucho tiempo! ¡Y diles también que utilizar el poder de las palabras para transformar a la gente a vuestra conveniencia no es de personas dignas ni honradas!

Había terminado mi arenga de pie, agitando las manos como un orador enardecido, y mis compañeros me miraban como si me hubiera trastornado. Marc y Lola, que me conocían desde hacía más tiempo, sólo habían puesto cara de susto aunque, seguramente, por el temor a la reacción de los Capacas; pero Marta, Gertrude y Efraín tenían los ojos abiertos como platos por la sorpresa que les había provocado mi enérgico alegato.

Arukutipa había ido traduciendo atropelladamente mis palabras casi al mismo tiempo que las decía, de modo que, en cuanto terminé de gritar, los ancianos ya estaban al corriente de mi mensaje. Por primera vez me pareció detectar una expresión de perplejidad en sus rostros arrugados. De nuevo siguieron con las bocas cerradas, pero el chaval de la cinta roja me transmitió su respuesta:

—Los Capacas piden saber ci acavaron las batallas y los derramamientos de sangre y la pérdida de la gente del rreyno del Pirú.

—¡Naturalmente que sí! —exclamé—. Todo eso terminó hace cientos de años. Los españoles ya no gobernamos estas tierras. Nos expulsaron. Hay muchos países distintos con sus propios gobiernos y las relaciones de todos ellos con España son buenas.

Ahora sí que se notó con claridad la confusión en sus caras. Para mí que entendían perfectamente el castellano a pesar del trabajo de Arukutipa.

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